› Por Marcos Zimmermann
En uno de los más bellos textos que se hayan escrito sobre la conquista del Río de la Plata y, sin duda, el primer retrato de cómo el imaginario europeo se superpuso desde el principio a la realidad de nuestro territorio, Ulrico Schmidl cuenta que a mediados del siglo XVI llegó a un pueblo situado en alguna parte imprecisa de lo que hoy es el Litoral argentino, en el cual yacarés gigantes escupían fuego por la boca y serpientes colosales se alimentaban de aborígenes. Asegura este marino alemán, integrante de la expedición de Pedro de Mendoza, que en esa oportunidad mató, junto a Ayolas y a otros conquistadores, a millares de aquellas bestias malévolas con su sola carabina.
Es obvio que Ulrico nunca vivió semejante Guerra Animal. Nuestros extraordinarios yacarés jamás tuvieron tales virtudes dragonianas, ni las serpientes superaron aquí a la ya inmensa boa curiyú que no llega a los dos metros y que habita todavía hoy los bañados del Gran Chaco. Pero, ¿qué importa su imprecisión, su exceso o, si se quiere, su descarada mentira? Al fin y al cabo, ¿no explica la desproporción de su relato la exacta dimensión de su espanto frente al territorio inmenso al que se enfrentaba y que le resultaba inasible a su mirada, hostil a su conocimiento y estéril a su deseo oculto de riqueza? ¿Acaso no era entonces nuestra tierra sólo un dibujo impreciso en las cartas náuticas de unos pocos marinos arrojados, donde se escondía el supuesto imperio de un Rey Blanco y una Ciudad de los Césares cuya construcción imaginaria provino de la extrapolación errónea, a un territorio del apellido del primer expedicionario que lo había descubierto, llamado Francisco César?
Traigo a colación este relato histórico, que a primera vista parece tener poco que ver con el arte, porque creo que hay algo de esta necesaria desmesura de Schmidl en el trabajo y en el modo de hacer de todo artista. Es que el arte suele anidar sigiloso en el corazón, del mismo modo en que un soldado se acurrucaba en la trinchera frente al horror de la batalla. Desde allí es de donde se expresa. A veces, con el silencio propio del alma, a veces con un grito explosivo, heroico o incluso blasfemo. Pero sea cual fuere el motivo de su génesis, lo cierto es que la naturaleza sensible de una obra de arte escapa a cualquier medición exacta y a toda explicación acabada. Su exégesis se resuelve en el corazón ardiente de quien necesita expresar lo inexplicable, y su idioma sobrepasa todo discurso preciso. En ese espacio interior del arte, tan desmedido como la tierra que enfrentaba Schmidl y tan arduo de contar como le resultaba al marino, está el origen de su lenguaje y la semilla de todo el resto. Ideas, maneras, formas o estilos concretos se cocinan en ese fuego primero. Y aunque el artista sea fiel a su tiempo, lo que deja es siempre anterior o posterior a su conciencia. La verdad de su obra resuella en ese aliento impreciso. La belleza y la fealdad palpitan en esa matriz sensitiva. Y así anda, la mayoría de las veces, el pobre artista, poniendo en su obra su excesiva alegría o su infinita tristeza, con un lenguaje muchas veces incomprensible para el resto, como un hijastro montaraz del mundo.
En la otra punta está el mercado, el orden, las jerarquías y el dinero siempre necesario. Cosas todas que son, en realidad, ajenas al arte, y demasiado estrictas para evaluar sus méritos espirituales. Allí no importa lo sensible. De lo que se trata es de oportunidades, de inversiones, de precio y de fanfarria. Así, los mecenas contemporáneos imponen sus estilos de vida e infligen al arte los exactos modelos ideológicos de las sociedades siempre mullidas a las que pertenecen. Hasta el mismo arte trabaja muchas veces arduamente para mimetizarse con esos modelos, para que esa osmosis de “pertenencia a un mismo club” se reproduzca casi sola, aunque incluya cada tanto alguna transgresión pequeña, claro, siempre bienvenida.
Flota en el aire una idea que no tiene aún su correlato con la realidad: sería bueno que los artistas pudiéramos generar en esto algún cambio, como lo han hecho otros actores, en otros ámbitos del país. Para hacer que las ferias de arte dejaran de ser espacios que ocupan sólo quienes controlan el marketing y no comprenden guerras como las de Schmidl, y se conviertan en foros de discusión e intercambio de una infinidad de cosas que desvelan de verdad a los artistas. Porque la vida en el arte no es nunca un sitio complaciente. Y si en este siglo XXI hemos visto cómo caen las caretas de muchas “verdades incontestables” del mundo junto con sus protagonistas, en la Argentina, donde por suerte ya sabemos bastante sobre el tema, debería surgir pronto un nuevo tiempo en el que sean los artistas, y no solamente los gestores del mercado, quienes juzguen y pongan valor a las obras de arte.
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