MúSICA > EL INEFABLE RITUAL DE SLAYER DE NUEVO EN ARGENTINA
Llega a Buenos Aires una banda cuyo nombre no dice mucho a quienes no la conocen, pero desespera de fanatismo, devoción y ansiedad a quienes ya son parte del culto. Obsesionados por la Segunda Guerra Mundial, los asesinos seriales, el sufrimiento en general y el infierno en particular, los miembros de Slayer llegan por cuarta vez a Buenos Aires para ofrecer eso que los hace únicos: una brutal ceremonia de metal y agresión como pocas.
› Por Mariana Enriquez
Si uno no es fan, si jamás vio en vivo a Slayer, es probable que, después de un par de canciones, ocurran dos cosas: o la partida intempestiva tapándose los oídos o la fascinación ante lo de verdad distinto. Una música de agresividad nunca vista, el equivalente sónico a una golpiza. Y la confusión, la sensación de estar de invitado en un culto masivo pero desconocido, con todos esos fans que cantan, que mueven los labios formando palabras mientras el no iniciado sólo escucha aullidos. Slayer es, si uno no es del palo, la experiencia sonora más brutal a la que es posible asistir; es música implacable a un volumen maligno y, en vivo, si uno es capaz de dejarse llevar, podrá decir, esta vez sin exageraciones, que atravesó una experiencia límite. Para los fans, Slayer es sencillamente la mejor, más respetada e íntegra banda de thrash metal del mundo –muy por encima de otros grandes nombres que se desviaron hacia el ridículo, como Metallica, la intrascendencia, como Megadeth o Anthrax, y la experimentación, como Sepultura, que sin duda era la banda más bestial del mundo en épocas de discos como Arise o Beneath the Remains, cuando no hacían álbumes acerca de La Naranja Mecánica ni tocaban con orquesta ni experimentaban con percusión japonesa.
Es el camino de la reinvención que Slayer jamás quiso seguir, elección cabeza dura que los convierte en una banda única. No parece que les importara hacer crossovers, ganar públicos, hacer crecer su música más allá de la profundización del impacto sonoro en los vivos. Es verdadera música joven de alto impacto, aunque sus integrantes tienen más de cincuenta años; es verdadera música independiente desde antes de la crisis de las compañías –vendieron muchísimos discos especialmente para Def Jam y American Recordings, los dos sellos de Rick Rubin que los albergaron por más tiempo–. Nunca siguieron el camino que volvió enorme a Metallica, con su sonido amigable del Black Album, que los hizo millonarios pero con el tiempo los deslizó hacia la comedia, situación que queda plasmada en el involuntariamente graciosísimo documental de Some Kind of Monster (2003).
Slayer se formó en 1981 y graba desde 1983, pero fue cuando entraron al entonces recién fundado –y dedicado al hip hop– sello Def Jam de Rick Rubin y Russell Simmons que lanzaron un disco exitoso y acabado, el que cimentaría su sonido y el de toda una escena, con las canciones cortas, agresivas y superveloces. Ese disco fue Reign in Blood. La primera canción, “Angel of Death” empezaba diciendo: “Auschwitz, el significado del dolor”, y seguía con una descripción a los gritos de los horrores del campo de concentración desde el punto de vista de un jerarca nazi con ensueños místicos, probablemente Mengele. Más tarde, en “Criminally Insane” se escuchaba lo mismo pero sobre un pabellón de criminales dementes. En “Postmortem”, fantasías necro y horríficas, y en “Raining Blood” un poco de religión, castigo y satanismo. Las obsesiones básicas de Slayer: Jeff Hanneman, fundador y guitarrista, está obsesionado con la guerra, especialmente la Segunda Guerra Mundial –se debe, dice, a que todos los hombres de su familia son veteranos de guerra–. Tom Araya, el cantante, chileno de nacimiento, está obsesionado con los asesinos seriales y la religión. De ahí no se mueven: su último disco, World Painted Blood (2009), podría haber sido grabado hace 25 años; solamente se nota que es reciente por el sonido –la producción vuelve a ser de Rubin ahora para American Recordings y tanto el productor como la banda piensan que si algo no está roto no hay por qué arreglarlo–. Slayer funciona fantástico: siguen tocando con ese doble bombo que parece un corazón aterrorizado, siguen tocando rapidísimo y siguen, intactos, los todavía inteligibles aullidos de Araya. En el disco nuevo “Snuff” es sobre, claro, películas snuff; “Unit 731” sobre criminales locos, “Public Display of Dismemberent” sobre la guerra, la ley marcial, el armamentismo. Nada ha cambiado. En el medio, con más de veinte años de carrera, atravesaron unos cuantos escándalos, alegrones y caídas; pero la vida de Slayer fue y es llamativamente tranquila para gente de gustos tan intensos. El baterista, Dave Lombardo, es un poco histérico y dejó la banda un par de veces –ahora es parte de la formación–. En octubre de 2006 ganaron un Grammy por “Eyes of the Insane”, canción incluida en la banda de sonido de El juego del miedo 3. En 1998 grabaron un disco llamado Diabolus in Musica, que tenía algunas influencias de nü metal, no le gustó a nadie, y ellos rápidamente recularon hacia el viejo estilo que gana y gusta. No hay demasiado que contar sobre los inicios de Slayer: cuatro chicos del sur de California (Tom Araya, Jeff Hanneman, Kerry King y Dave Lombardo), fans de Black Sabbath, que armaron una banda con la firme intención de diferenciarse de la escena glam de Sunset Strip –y eso era posar de machos, pelo largo sin maquillaje, ropa negra, el diablo y la guerra. Y tocar lo más rápido posible: un poco de metal y otro de hardcore. El primer disco fue autofinanciado, pero desde 1983 que graban sin parar y con un éxito moderado pero sostenido. Desde el comienzo, también, niegan ser satanistas o rascistas. Tom Araya: “Es parodia. O, mejor dicho, se trata de crear una imagen. Tratamos de asustar e impactar y ofender a la gente a propósito”. Hubo escándalo en 2006 con el disco Christ Illusion, porque una canción, “Jihad”, estaba narrada desde el punto de vista de un terrorista suicida. El disco se promovió con avisos en transporte público, pero en California debieron sacarlos: estos tiempos de corrección política y alta sensibilidad religiosa, especialmente en su país, no son los mejores para Slayer.
En septiembre, Slayer se sumará a los otros Tres Grandes, Megadeth, Metallica y Anthrax, para un show único en el Yankee Stadium del Bronx. ¿Vuelve el thrash? Quizá en esa fecha ya pueda tocar Jeff Hanneman, que en este momento está recuperándose de una infección que casi lo mata, un caso de vida imita al arte pasmoso: tras la picadura de una araña en su brazo contrajo fascitis necrotizante, también conocida como la enfermedad de la “bacteria carnívora”, porque ni más ni menos de eso se trata. La infección es mortal sin tratamiento –y el tratamiento suele incluir la amputación–. Para un hombre obsesionado por el terror y la violencia como el guitarrista de Slayer, la situación debe ser muy extraña –cuando no extrañamente apropiada–. Gary Holt, de Exodus, lo reemplaza en esta gira. Araya, mientras tanto, no podrá hacer el headbanging de siempre: le operaron las vértebras y sus días de revolear la cabeza han terminado.
Pero a pesar de los achaques y las enfermedades terroríficas, Slayer sigue siendo la banda que demuestra que no siempre es bueno cambiar; conservadores del metal pero juveniles en su afán de espantar y terriblemente eficientes, machacando y machacando hasta que, si tienen suerte, encuentren el camino al infierno.
En su cuarta visita a Buenos Aires, Slayer toca hoy a la noche en el Luna Park, Corrientes y Bouchard, a las 21. Entradas desde $ 150. Banda soporte: O’Connor.
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