Mito del under de los ’80, tercio de la trinidad en tacos altos que conformó con Alejandro Urdapilleta y Humberto Tortonese cuando todavía taconeaban las botas militares, clown, performer, improvisador, cada una de sus interpretaciones es legendaria sin que nadie pueda explicar muy bien lo que hacía. En sus últimos meses, consciente de su muerte, colaboró con su amigo Peter Pank en la elaboración de material filmado para una futura película sobre él. A veinte años de su muerte, finalmente se estrena La peli de Batato. María Moreno reconstruye la época y la trastienda de aquellos años en que se forjó la leyenda que hoy se puede ver en pantalla.
› Por Maria Moreno
El sabía, sabía porque era clarividente como yo que soy gato de metal, 8 en La Cábala y Jod el alquimista, sabía que vendría un harén de flashes después de que él muriera, una película y otra y otra porque él abría todas las puertas –a Peter Pank, a Seedy González Paz, a Tino Tinto–, no a mí que estaba con él en el mismo convoy de diosas, de las divines y celebrities de la época, porque él era yo (o como si te dijera él y yo éramos Viñas-Castelnuovo) y sabía que habría una biografía y otra como la que yo le prometí e hice porque tenía un pacto con Batato –después Nené me robó el título y escribió Un pacto con Batato.
Fernando Noy debe ser la única persona en el mundo capaz de escribir hablando por teléfono, con subordinadas y todo. Quiere bendecir La peli de Batato y todas las biografías que vendrán, formato libro, dvd, estampitas encadenadas. El, que es biógrafo hiperautorizado de Barea, autor de Te lo juro por Batato, quiere ser un Max Brod al infinito, capaz no sólo de no quemar la obra sino de hacerla resonar y resonar llevada en andas por otras voces, otras cámaras hasta que ya ni exista la misma calle Corrientes dragada por los tacos filosos del Gran Muerto.
La peli de Batato, de Peter Pank y Goyo Anchou, es un documental y, cuando pasen los años, la prueba de vida de un mito como cuando en YouTube se ve la cara de monito de Nijinsky, su salto acelerado de cine mudo. Entrevistas, collages, superposiciones –conmovedora la de Alejandro Urdapilleta cantando Erase una vez una mariposa blanca mientras Tino Tinto cuenta el fin de Batato– enmarcan una larga entrevista de Peter Pank realizada en 1991 (podría titularse Memorias de un comedor de polen): el rostro pálido, la boquita Theda Bara, los ojos de pestañas rubias que los dejan como desvestidos, la cabellera seca de muñeca arman ya una imagen penúltima.
Cuando Peter Pank vio a Batato y empezó a filmarlo sabía quién era Batato pero no quién sería: si la experiencia se vuelve un valor superior suele despreciarse el registro del acontecimiento –“si no hay futuro, ¿cómo puede haber video?”, podría haber sido la divisa de unos años ’80 que se estiraban–, el cálculo, la previsión, considerarse cosas de ahorristas. Esos VHS olvidados, ejercicios de un estudiante de cine que es también un fan y cumpa de la noche, son ahora, en La peli, de una frescura y un encanto únicos, quizá porque Batato no cambió nunca en su luz pública pero sobre todo porque irradian una intimidad llena de matices. La peli, como la biografía, eligen la pose del testigo; una no copia a la otra aunque los entrevistados se repitan; ninguna propone llegar a un punto final: ¡que siga el mantra!
Te lo juro por Batato, editado por el Centro Cultural Ricardo Rojas, es una ofrenda sacrificial en donde Noy, celebridad callejera dotada del “oro verbal de vena manirrota”, sorjuanezco, transcribe, borda y edita un testimonio en abanico de todos los que conocieron a Batato y lo hace casi de puntillas, borrándose como Centro Solar y dejando un texto que otra que la noche de Tlatelolco de Elena Poniatowska (Noy llama “B” a Batato).
Batato se la chupa a un chongo tirado en una cama con ese ligero desplazamiento entre genitales y labios propio de porno soft donde el “activo” literalmente cabalga sobre el ombligo del partenaire o le lame con frenesí la ingle. El chongo lee una revista, cuando Batato enloquece su ritmo, se apresura a buscar otras en la mesita de luz, con velocidad y preocupación, como un mago que, a punto de salir a escena, no encuentra la galera. ¿Cuál es la imagen más caliente para ilustrar su excitación (que no se ve)? Lo que se ve es una tarántula de bucles yendo de arriba abajo y abajo arriba por una musculosa arremangada sobre un cierre levemente deslizado –es apenas un signo de Bragueta abierta–. Batato le dice a Antonio Gasalla que estar enamorado de uno mismo no es atroz, ya que es imposible la competencia de los rivales y que, el que quiere celeste, que mezcle azul y blanco. Batato tiene una mueca en la cara que no es de payaso y habla de sus tetas como algo que hay que bancarse, como si hubieran sido una visita inesperada, como el sida, y no una elección de siliconas industriales. Batato lee un bando con su voz sorda pero enfática: “En mis venas llenas de carne solamente hay carne y cuando anochece y me siento en un sillón del living room y en la tele aparece Raúl Portal y Nelly Trenti y Mirtha Legrand o Canela con sus consejos, con sus verdades... los dientes apretados y los puños apretados como aprendí en las clases de gimnasia molecular... los recuerdos no valen nada y esta existencia alocada, trémula, loca, loca, loca y este vértigo... este maremágnum de cosas... supe ganarle a la vida y sorberla, sobarla y mamarla... será para tanta extraña carcajada... porque dentro de mi corazón hay sangre y dentro de mi sangre hay cosméticos”.
Las imágenes son de video hecho en un sótano o de un súper 8 arañado como si fuera una película de los hermanos Lumière o un tape con lluvia y fantasmas del viejo Canal 7. Mejor así: quien no vio actuar a Batato, se lleva la impresión de un documento invalorable como ese corto de Roberto Rossellini que el coleccionista Harabeth Alakrán encontró en una cámara olvidada en un negocio de San Telmo; igual se queda sin saber qué hacía Batato, como tampoco lo sabe quien lo vio. El es la mujer de la voz ronca de Cesare Pavese, pero también Pepe Biondi y Juan Globo: la angustia de definir lo que hacía Batato hace agarrarse compulsivamente de la comparación. Como Noy, que enumera: “Cuando se enojaba caminaba como Ingrid Bergman, pero era más Katherine Hepburn, un poco Massina también”.
Pero Noy no se refugia en la comparación, más bien larga nombres como quien pone exvotos en un altar, velitas a su Difunta pecosa alias Billy Boedo, Sandra Opaco, Batatísima de los sótanos.
Hay junto a Batato una fraternidad de transición democrática de la que forma parte Noy mismo y La Ocaña filmada por Ventura Pons (en los papeles el pintor, performer y militante gay José Pérez Ocaña), esa manola con forma de huso, de interminables parlamentos lorquianos, que iba en culo por las ramblas de Barcelona del bracete de Nazario (el dibujante homo de El víbora), gloria del generalato del destape y que se desnudó en un acto de la CNT mientras taconeaba furiosamente –se diría que sobre el cadáver de Franco– y murió de hepatitis luego de haberse quemado en su propio nylon pero en su pueblo, Cantillana.
Como si el fin de una dictadura fuera menos un retorno de los derechos y juicio a los culpables que una tarantela colectiva de pulsiones chapuceras y liberadas por inocentes que lejos de aprovechar, una vez caída la censura, para ser ellos mismos, corren a ponerse cualquier careta para hacer sus gracias más entrañables, preferentemente bajo tierra o como si lo estuvieran –eso fueron el Parakultural, Cemento, la Sosa Pujato del Rojas–. Y como si en el mismo instante en que los taconeos de las botas comenzaban a ensordecerse, el taconeo de las locas –dos, tres, cien locas al igual que dos, tres, cien Vietnam– hiciera tronar el escarmiento. O como si a la búsqueda de los desaparecidos se le adelantara un énfasis de cuerpos subrayados o gritados, no para sustituirlos sino para guiarlos a esa materia capaz de desmentir el aforismo videlista: “Los desaparecidos no están ni vivos ni muertos”.
Poco tiempo después de que en la ESMA los objetos de uso cotidiano se pervirtieran para el suplicio –las capuchas eran llevadas por las víctimas y no por los verdugos, los anteojos estaban pintados de negro–, los artistas del underground al que Noy llamaba “engrudo” hacían de un guante de goma, un plumero, una silla tijera, un objet d’art (Claudia Char hacía del guante un pene en erección mientras Batato levantaba el de los espectadores con un plumero y, poniendo la silla tijera en medio del escenario, permitía imaginar la playa del Lido de Venecia). Pero todo estaba al borde de fallar o fallaba: los equipos de sonido lanzaban un pitido de vigilante, la cortina se desmoronaba como la del baño (y a lo mejor era la del baño), se descosía una cola de rumbera, podía volar tanto una peluca como una nariz o alguien demoraba su número –que casi nunca tenía guión– y entonces, entre bambalinas, se escuchaban las puteadas del siguiente. Y encima la etiqueta de la época exigía contemplar todo empinado tras enormes columnas, sudando fernet y papas fritas, los pies encogidos ante el peligro de un stiletto travesti. La democracia no podía tener cuadrículas, ejercicios, entrenamiento. Era el match de improvisación antes de que Mosquito Sancinetto se probara el nombre.
Consulto a Daniel Molina, que dirigía y dirige el Area de Letras del Rojas y le abrió la puerta a un Batato Barea que puso Alfonsina y el mal y Un puré para Alejandra.
Me acuerdo de una escena increíble que está en la película. Llevaba un sombrero enorme que era como un puff y de pronto le abría un cierre y sacaba un caracol enorme, lo acariciaba. Era poesía pero fallida, porque siempre tardaba mucho en abrir el cierre.
–Pero justamente la poesía estaba en que fallaba. Porque él estaba muy lejos de la parodia, no era el actor que hace la travesti fea, era una estrella de barrio. Entonces todo lo que hacía estaba pegado con alambre.
También me gusta ese video hecho mierda con el Clú del Claun, donde hace de Margarita Gautier, en camisón, la nariz de payaso y bucles. En un momento dice con una gran sonrisa: “¡Ay, pero qué mal me siento!”. Ahí hace una curva de Charcot con el cuerpo, tenía cierta técnica.
–No te estoy diciendo que era paralítica. Pero tampoco que podía actuar en el Cirque du Soleil.
¿El cuerpo ochentoso –cada década, cuando pasa, se adjetiva con desprecio– era pulsional, expresivo, incapaz de moverse sin que fuera como la primera vez?
En una charla que tuvimos cuando en Proa se mostraba Escenas de los ochenta, primeros años, Omar Chabán rescataba lo que no veía: la técnica. Hoy ese archivo con la voz de Chabán es la síntesis, si no de una época, de una época desde alrededores de Corrientes y Callao hasta San Telmo:
–La gente habla mucho del cuerpo y todavía no sabe laburar con él y en los ‘80 tampoco era tan claro. Yo creo solamente en la formación corporal. En los ‘80 el cuerpo reaparece pero como grotesco. Y cuando el grotesco renace está desactualizado. Es como una estructura post-milicos que ya funcionaba en la época de los milicos. A lo grotesco no me lo banco, porque si te basás en lo real, se termina en la mala palabra y el “che loco”. Yo hice danza. La danza es muy formal por más que sea danza contemporánea. ¿Por qué hay que estirar la patita así? ¿Por qué siempre tiene que haber un eje? ¿Por qué tanto equilibrio, por qué no el cuerpo roto? ¿Por qué todos los movimientos son para minas? Hasta que apareció Pina Bausch y todo el mundo con Pina Bausch. Al primer sketch sexual sacado de esa época en la Argentina lo hice yo, que estaba con el rictus cristiano social. Hacía una hora y media de “a vos no te entra en la cabeza, a vos no te entra en la cabeza, a vos no te entra en la cabeza”. Con la línea de no sentir y no actuar. O: “me corto la pija, me corto la pija, me corto la pija”. Cuando se volvió banal eso de te la meto o te la chupo, me propuse hacer otra cosa, donde hacía subir a alguien del público, le hablaba, le hablaba y le hablaba mientras le decía “relajate, relajate” y después decía “meame guacha” o “cagame guacha”. Después a eso lo denigré más y ya me tiraba dulce de leche onda ’60. Sin estructura autocrítica, pero empezó a funcionar y en algún momento me metía entre el público y me acercaba a un tipo y le pedía que me metiera el dedo en el orto. Y le decía “olé”, “olé”.
Para que Batato fuera posible había un contexto, porque el under era una formación mutua con mucho de teatro de comedor y fiesta de egresados; también en clave cristiano social Omar Chabán actuaba en bolas pasándose una afeitadora por el cuerpo que sonaba como una picana eléctrica, Emeterio Cerro hacía teatro francolusitano que sonaba como “plúrimo bolo tose, pérgola colo sose, pámpano cojo rose”, Roberto Jacoby llamaba a un concurso de body art con la consigna “sea famoso durante quince minutos” y Jorge Gumier Maier, para recitar con las piernas al aire un texto del general Mansilla, se travestía como Brunilda Bayer proclamándose la hija de Osvaldo.
En las mil caras de Batato de La peli se lee la voluntad hacendosa de una profesora de actividades prácticas, el pudor del chongo piel roja (“Ah, esas pecas que cuando uno las veía te inyectaban un clima de Van Gogh”, dice Noy), el cansancio del que se muere en arte, la tristeza por las tetas que no se reconocen porque a veces un deseo cumplido se vuelve un cuerpo extraño. Daniel Molina dice que las vio, las tocó, se pronunció:
–¿Qué te parecen, eh? –me preguntó. La verdad, Batato, es como si el Ancho Peuchele se pusiera tetas, le contesté.
Mirá que sos bestia.
–Sí, pero qué querías que le dijera. ¿Qué estaba igual a Cochinelle?
Lo mismo. ¡Qué bestia!
–Sí, un poco me di cuenta y le dije: “No importa, Batato, los gustos hay que dárselos en vida”. Y él me contestó: “Sí, los gustos hay que dárselos en vida”, como subrayando, porque ya estaba cerca de la muerte.
Nadie lo recuerda como taxi boy o se calla, pero muchos se acostaron con Sandra Opaco, esa pelirroja del Once que usaba bolsas hippies para comprar las verduras en el mercado y recoger desechos textiles en los containers (una vez un ciruja lo encaró y le dijo, cómplice: “Viste, loco, ya nadie tira nada”).
Jorge Gumier Maier, otro artista cartonero exiliado en las islas del Delta, a quien el río lo exime de revolver containers, fue su couturier en el concurso de body art de Jacoby. Batato le había llevado a su casa de la calle Mansilla metros y metros de papel plisado sacado de la basura. El lo hizo “ponible”; el diseño era de Batato, que se lo armó encima sin esperar el caminito de alfileres (se llamó El papelón). Batato y Gumier fueron amigos y vecinos.
–No sé si contarte, después me hacés quedar como un tarado (Maier es tan de la época que me reprocha el haberle arreglado una declaración, no para hacerlo quedar mal sino para atemperarlo. Era en una nota sobre Pablo Suárez, él había dicho “me calientan los chongos de Suárez” y yo puse “eran figuras excitantes”, entonces quiere, contrariamente a la mayoría de los entrevistados, que no mida sus palabras). Me acuerdo que cuando yiraba ponía avisos en la revistas o repartía volantes que decían “Sandra Opaco”, alguna otra cosa, no me acuerdo, y el teléfono. Cuando vivíamos a tres cuadras me hacía acompañarlo a volantear. Calle San Luis, Valentín Gómez, Anchorena, era zona de gomerías. El se paraba delante de alguna y tiraba los papeles como maripositas. Los chongos salían cuando lo veían venir de lejos pero después se acercaba y veían que, con esos palazzos, cartera con flecos, sandalias, no era un travesti común. Igual lo llamaban. Era perverso, le gustaba que yo le viera los amantes. Por ahí venía uno a las cinco y media, entonces me hacía ir a las cinco, tomábamos un té y cuando el tipo tocaba el portero eléctrico, yo bajaba para irme y me lo cruzaba. Tenía a un taxista que era de una belleza espectacular y al señor Abraham, un monstruo más grande que yo, con una barba de cuarenta metros, sobretodo negro hasta el piso, bucles, un judío ortodoxo. Los recibía a todos con una copita de licor de mandarina hecho por él mismo.
No era muy drogón, ¿no? Raro en esa época.
–Yo no lo recuerdo tomando nada. Una vez Omar (el pintor Omar Schirillo, entonces pareja de Gumier), por error, se llevó mis llaves junto con las de él y me quedé encerrado en casa. Entonces lo llamé a Batato para pedirle que me trajera cigarrillos y me los pasara por el buzón de la puerta. Me los pasó envueltos en papel de diario. Se los había hecho envolver al almacenero. “Es que no quiero ni tocar tabaco”, me gritaba detrás de la puerta. Yo no sé si fue un circo o qué.
Siempre sostuve que al periodismo hay que encararlo no yendo a investigar a los lugares pertinentes, sino preguntando a cualquiera. Mientras escribía esta nota, me interrumpió el teléfono. Era un amigo. “Te llamo después, ahora estoy escribiendo sobre La peli de Batato, estoy a mil”, le digo.
–Yo me acosté con Batato.
¿Y?
–Era La amada inmóvil de Nervo.
No hay que subestimar a los cronistas anónimos, pero tampoco tomarlos como única fuente. De Batato no se sabía qué hacía aunque se lo estuviera viendo. Ronnie Arias yiró con él, soñó con él o, mejo dicho, codo a codo con él, cuando todavía era Walter Barea, un marinerito de Cocteau, no de Fassbinder.
–Primero tuvimos un amante común en la calle Alvear. Un día el chongo baja con Batato en el ascensor. “Walter-Ronnie, Ronnie-Walter.” Yo llegaba y él se iba. Después nos encontramos yirando. Nos bajábamos los dos en la estación Villa del Parque y yirábamos por Santa Fe. Las dos queríamos ser famosas. Mi sueño entonces era hacer fonomímica de Violeta Rivas, entonces él me pedía que cantara El Cardenal. Quería ser actor. Eramos muy chicos. Después yo trabajaba en una revista que se llamaba Venus y firmaba Ivana Trampa. Ibamos a ver espectáculos y criticábamos. Después yo escribía.
Nunca estuvieron juntos en un escenario.
–Una vez que hicimos algo todos los Yoli. Pero él, cuando él sale de Peinado Yoli, entra Divina Gloria y yo entro después. El cerebro era Doris Night, que ahora trabaja en el Departamento de Policía.
Eso no lo puedo poner.
–Pero, ¿cómo la van a identificar? ¿Como Dorita Noche?
La última vez que lo vi fuimos a ver La familia Argentina, las dos nos mirábamos y hacíamos arcadas. Ya tenía tetas. Después lo vi alejarse por Esmeralda. Se tambaleaba, con los tacos torcidos, una camiseta de red rota que le transparentaba las tetas y dos colitas con poco pelo. Tristísimo.
Yo también vi a Batato cuando era Walter Barea. Gorra de chofer, camiseta de marinero, como la que usaba en la publicidad de Echo en el balde: podía haber sido un personaje de Roberto Cossa. Hacía un largo monólogo de peripecias-cono-urbano. Decía que se había caído de un piso 17. Ahí venía un relato de peregrinación por hospitales, de pesadillas burocráticas, humillaciones. No se diferenciaba mucho de una denuncia en Canal 9 pronunciada con rostro impertérrito. Se suponía que estaba hecho pedazos. Hacia el final, se acercaba al borde del escenario, hacía un silencio que congelaba las risas. Entonces preguntaba: “¿Puede alguien acercarse y ayudarme a bajar? (no eran las palabras exactas). Yo no puedo”. Entonces la angustia se expandía por la sala y el silencio se hacía insoportable ante esa figura desolada que se inclinaba hacia adelante. Nunca la línea del escenario fue tan radical, como si la rodeara un alambre de púas, daba miedo. Hasta que alguno que corría con alguna ventaja o mayor responsabilidad por ser el más cercano, en la primera fila, le tendía la mano.
Ronnie Arias dice que era un genio, así nomás, y un hombre con tetas, no una travesti.
Se puso tetas porque era un revolucionario, como cuando comía cebollas en escena. Nadie entendía entonces lo que hacía, pero no podían dejar de mirarlo. ¿Viste que en teatro se dice “nunca actúes ni con un animal ni con un niño”? Batato era un niño. La Tortonese hacía una escena con un perro –se llevaba un perro– y hasta el perro se quedaba mirando a Batato.
“Vida, vos que me negaste estar vivo, no podrás negarme esta herencia que es mi cuerpo. Me lo llevo con la muerte...”, escribió Batato en un poema que le dejó a Peter Pank para que lo guarde y está en La peli, pero el final es con Batato anunciando la libertad de amar y de desear más allá de la calle Corrientes, San Telmo, Recoleta; traza un mapa de ciudad conquistada y, por contraste, de la inmensa Pampa urbana donde con la paleta de placeres aún “no pasó nada”. Es una Rosa Luxemburgo sentada como la mujer de Copi, las manos quietas y aburridas, que sugiere que hay que seguir la lucha con un tono de pedir, como en uno de sus monólogos, “cien de mortadela y una leche cultivada”.
En el primer capítulo de Mi filosofía de A a B y de B a A, Andy Warhol habla por teléfono con su vecin@ B. Discuten distintos métodos para desembarazarse de un chocolate relleno con cerezas al que se ha pisado.
“Me arrastro hasta el lavabo porque no puedo bailotear, dar vueltas ni andar de puntillas con una chocolatina rellena de cereza entre los dedos de los pies. Me acerco al lavabo. Levanto lentamente el cuerpo y apoyo los brazos en el estante.”
“Yo no hago eso”, dice B. “Sostengo entre los dedos la chocolatina rellena de cereza y, entonces, me siento en una posición de yoga y trato de meterme el pie en la boca para chupar el chocolate que envuelve la cereza. Luego, voy saltando hasta el baño para no tirar más chocolatinas rellenas de cereza por el suelo. Una vez allí, tengo que levantar la pierna hasta el lavabo y lavarme el pie.”
Ese podría ser un número de Batato. B, ¿es Batato? Warhol, ¿su profeta?
“Si se hace otra película, ¿quién será el Terence Stamp que haga de Batato?”, remata Noy.
La peli de Batato se proyecta los viernes de junio y el 1º de julio en el Malba
(Av. Figueroa Alcorta 3415), a las 22.
Hoy, domingo 5, se puede ver en la Casa Brandon una proyección en VHS original de Lo mejor y peor de 3 mujeres descontroladas (76 minutos), una presentación de Batato con Tortonese y Urdapilleta, filmado en el Centro Cultural Rojas en noviembre de 1990.
A las 19.30. Luis María Drago 236 (a dos cuadras de Scalabrini Ortiz y Corrientes). Entrada: $ 20.
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