DEBUT SUBURBANO
Martín Minervini, mucho más que un baterista
› Por Fernando Krapp
Habría un mandamiento jamás chequeado que diría: no desearás el instrumento de tu prójimo. Algunos músicos lo cumplen a rajatabla cansándose bajo los estrictos regímenes de la monogamia instrumentística; otros rompen el código moral y se aventuran en la herejía. Martín Minervini pertenecería a esta segunda casta.
Baterista de jazz polirrubro, capaz de integrarse en un grupo de jazz-funk, como la ex Traffic Jam, o tocar el bombo legüero en un ensamble de folklore, Minervini se decidió por aprender otro instrumento movido por un instinto “emocional”. Y el aprendizaje creó una emotiva reacción en cadena. El piano llevó al sintetizador, de ahí al midi, y a todos los objetos sonoros que lo acompañan cuando toca. Así, Minervini abrazó la música electroacústica, y sacó un disco solista: Trueno del Mar, que obtuvo buenas críticas en festivales europeos, tan buenas que fue seleccionado por la Unesco para representar a la Argentina en el Festival de música experimental de Bologna.
Antes de sentarse en su batería, la sensación que transmite es de desamparo: unos tachos acotados, un par de tecladitos y una notebook. ¿Cómo va a hacer este tipo para mantener despierto al oyente sin caer en el cliché del happening? Cuando toca la primera nota, el lazo rítmico heredado como baterista se afirma. El oyente intuye que lo que viene lo va a mantener de pie: capas sonoras proyectadas y superpuestas sobre diversos ruidos que aparecen, se multiplican y se difuminan en un movimiento envolvente, mientras Minervini salta de un instrumento a otro con la curiosidad de un chico que encuentra caracoles en una playa. La melodía siempre al servicio del ritmo recuerda mucho a Hermeto Pascoal, otro gurú multiinstrumentista que Minervini reconoce como una influencia fuerte. La pregunta vuelve loopeada: qué lleva a un músico a aprender otros instrumentos. Habría entonces dos posibles respuestas: 1) Demasiado Ego, toco todo porque nadie toca mejor que yo. 2) Un encanto lúdico, y la feliz condena del aprendizaje perpetuo. Minervini, por supuesto, pertenecería a esta hipotética segunda casta.
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