MúSICA > AMY WINEHOUSE, EN EL OLIMPO DE EDITH PIAF, BILLIE HOLIDAY, DINAH WASHINGTON Y JANIS JOPLIN
Mucho se dijo después de la inesperada muerte de Amy Winehouse la semana pasada. Se habló del Club de los 27, al que se sumaba y en el que la esperaban Hendrix, Joplin, Morrison, Brian Jones y Kurt Cobain, entre otros. La prensa mostró su impiedad siempre hablando de sus adicciones. Y los foros de Internet rebasaron de lugares comunes. Sin embargo, poco se dijo de la verdadera tradición a la que ya pertenecía en vida y que su muerte sólo puso todavía más en evidencia: la de las cantantes frágiles e idomables, que sufren por amor hasta morir.
› Por Mariana Enriquez
Algo le pasó en apenas tres años, entre sus dos únicos discos. Cuando lanzó Frank, en 2003, un álbum todo promesa, jazzero, un poco inofensivo, un poco vela aromática, era una chica callejera de ojos acaramelados y curvas, con el pelo largo y un rostro que podía ser hermosísimo o muy extraño, rígido, lobuno. Era la chica nueva de la escena, del norte de Londres, descubierta por el rey de los productores Simon Fuller; la hija con suerte de un taxista y una farmacéutica que había crecido entre el hip hop y Frank Sinatra.
Cuando lanzó Back To Black, en 2006, había encontrado su voz, su estilo y su hombre, y había escrito canciones fabulosas, canciones que sonaban como clásicos, como standards y eran al mismo tiempo absolutamente contemporáneas. Estaba llena de tatuajes bastante espantosos, imágenes de chicas pin-up y el nombre de Blake, su amante, en el pecho. Usaba un rodete (beehive) enorme, que según ella crecía o se achicaba de acuerdo con sus estados de ánimo. El maquillaje de los ojos estaba inspirado en Cleopatra. Ella se parecía terriblemente a Ronnie Spector, pero no era una imitación, era una inspiración, una adaptación, una de las tantas pinceladas del personaje Amy Winehouse, la chica judía de Candem que cantaba como las mejores vocalistas negras de la historia. También, entre esos discos, conoció las drogas más complicadas y cantó sobre que no quería rehabilitarse, que prefería sufrir, en la hipercitada “Rehab”. Después sí haría rehabilitación, muchas veces, pero la canción está siendo injustamente tomada como una declaración de principios, como una advertencia.
Amy Winehouse componía sus canciones y eso no se menciona tanto, a pesar de que es bastante raro en una artista pop contemporánea –o se dice que Back To Black es así de bueno por la producción de Mark Ronson, un productor indudablemente notable y clave, ¡pero que no le escribió esas melodías y esas letras!–. Amy escribió canciones sexuales, sensuales, tristes, de una femineidad desatada, sin miedo, sin falsa elegancia, just like a woman. Amy no era un robot super eficiente como Beyoncé ni una aniñada irritante como Katy Perry ni una loca de gimnasio como Fergie –-además de que era mejor cantante que las tres juntas–. Representaba un tipo de mujer muy brava y muy frágil, con problemas, a los gritos y a las risotadas, puteadora, amigable, cercana, infeliz, fiestera, preocupada. “You Know I’m No Good”: “Lloré por vos sobre el piso de la cocina/ Me engañé como sabía que lo haría/ Te dije que soy un problema/ Sabés que no soy buena”. En su voz suena todo cierto, sincero. Se la escucha llena de deseo, de ese deseo que retuerce el estómago, que es incómodo: esta mujer no es una diosa seductora invencible, esta mujer canta sobre la verdad. “Back To Black”: “No perdió tiempo, mantuvo su pija húmeda/ Y yo, con la cabeza alta y las lágrimas secas, sigo adelante sin mi hombre.../ Solo nos dijimos adiós con palabras/ Morí cien veces/ Volvés con ella y yo vuelvo al negro”.
Y su atención para el detalle es asombrosa: todo Londres está en sus canciones: el pan pitta, las papas fritas al paso, la Stella, los pubs. Y la forma que tenía de describirse a sí misma: “La vida es una cañería y yo soy un penique rodando por sus paredes”.
En esos años apareció Blake Fielder-Civil, musa de Back To Black. Un chico que trabajaba en videoclips, pero que nunca estuvo muy claro qué hacía. El chico que hoy todos acusan de haber iniciado a Amy en las drogas. Delgado, con sus trajecitos mod, es como un Pete Doherty con cara de hombre, anguloso, delgado. Cuando se conocieron él tenía novia, ella sufría y escribía “Love Is A Losing Game”, canción de arrepentimiento, de por qué tuve que hacer esto; una canción extraordinaria. El disco salió, él volvió y se casaron en 2007. Enseguida Blake fue preso por pegarle al dueño de un pub y después ofrecerle plata para que se callara. Ella hizo lo que pudo con su ausencia apenas seis meses después del matrimonio –que se hizo a las corridas en Miami–. Lo visitó. Gritó su amor en público, dijo que sin él se moría, se emborrachó, se puso en el rodete gigante –el panal, le dicen– unos apliques con su nombre, lo nombró en cada canción, puso su nombre en su voz, “Blakey baby” siempre y en todos lados. Admitió que cuando él la sacaba de quicio, le pegaba; antes del arresto, Blake solía aparecer ensangrentado, rasguñado. Ella también. Ella nunca acusó a Blake de golpearla. En 2009 se divorciaron, pero siguieron hablando. Probablemente se siguieron viendo. Hoy Blake está preso otra vez, por robo: salió a buscar dinero para su adicción. Tiene una nueva pareja, Sarah, y un bebé recién nacido, Jack. La chica nueva, hace apenas dos semanas, había amenazado públicamente a Amy para que dejara en paz a Blake (“Se mandan diez mensajes de texto por día”, se quejó). Ahora aparece insólitamente conmovida por el derrumbe de su novio que, en la cárcel, tiene guardia permanente por si se suicida: “Cuando me llamó desde la cárcel para decirme que ella había muerto no lo pude consolar. Blake es el padre de mi hijo, pero cuando lo vi con Amy me di cuenta de que estaban enamorados, que eran almas gemelas. Pero no funcionaba. No podían vivir juntos, pero tampoco separados. Para mí fue muy dificil aceptar que él la amaba, pero lo entendí. Creo que Amy nunca pudo superar que Blake tuviera un hijo con otra mujer. Creo que eso la golpeó mucho”.
Amy no hablaba mucho en entrevistas. En la que le dio a Rolling Stone en 2007, la tapa, contestó preguntas sobre Blake. Que todas las canciones eran sobre él, que cuando creyó que nunca iban a volver a verse, sencillamente quiso morir. Durante la entrevista, la periodista Jenny Eliscu la notaba distraída, le preguntaba qué pasaba y Amy respondía: “Estoy pensando en Blake”.
Blake estaba en la mesa de al lado.
Los detalles sórdidos de los últimos años de Amy Winehouse son todos públicos. Esos tropiezos y desbarranques que la mayoría vive en secreto eran para ella la tapa de los diarios. Amy descalza en jeans y un soutien colorado, sin maquillaje y llorando, esquelética, tristísima; dicen que esa foto se la sacó un amigo para que “viera hasta dónde había caído”. Amy con manchas de sangre en los zapatos blancos, el jean desgarrado en la rodilla, la tela ensangrentada, un diente menos y los ojos en blanco; Amy desde la ventana de su casa, con una expresión terrible en la cara, como si alguien la hubiera encerrado allí para matarla de hambre; Amy con el vientre distendido de alcohol y falta de comida sobre piernas esqueléticas; Amy y el maquillaje corrido, los dedos quemados por la pipa de crack, manchas de acné más oscuras que sus ojeras, enojada, pegándole a un fan, flaca, perseguida, rubia, casi nunca con el rodete deshecho. En 2008 apareció un video donde se la veía hablando de los Valium que se había tomado para calmar los efectos de otras drogas brutales y, después de darle una pitada a su pipa, entraba en un espiral de incoherencias y malhumor. El video tenía 19 minutos y no era apócrifo; sí lo son las fotos y el video que en YouTube afirman ser de su cuerpo muerto, supuestamente tomados por un celular. La prensa tabloide británica ya está siendo señalada como culpable pero, por supuesto, The Sun y News Of The World son parte de una cultura que desea y gusta ver sufrir a sus celebridades, por muchos motivos pero especialmente por resentimiento, tienen toda esa fama y dinero y lo desperdician, cómo pueden ser tan reventados con lo bien que les va, qué le queda a uno que se desloma y otras joyas del sentido común que no esconden lo fundamental: aquí nadie tuvo compasión. Amy no se tuvo compasión, los fotógrafos nunca bajaban el lente para llamar a una ambulancia, el día después de la muerte más de la mitad de los obituarios decían “no había sido sorpresiva”, los foros cloaca de Internet se llenaron de gente que hablaba de tenerlo merecido y de que ella se lo buscó por exhibicionista, que si necesitaba los tabloides era porque no tenía talento, y hasta su madre dijo que era “una cuestión de tiempo”. Ningún adicto tiene por qué morirse, pero en el caso de Amy Winehouse había un coro de animales de rapiña asegurando que no había otra salida y ella lo debe haber escuchado. En el funeral aparecieron los cómicos brasileños Daniel Zukerman y el además productor André Machado, que tienen por costumbre infiltrarse en eventos como impostores. Graciosísimo, ¿no? Tipo Jimmy Jump, esos chistes mediáticos. Igual de desaprensivos fueron los que la dejaron subir al escenario en ese infame concierto de Belgrado donde fue abucheada por ¿fans?, menos de un mes antes de su muerte. Es incómodo celebrar tiempos pasados, pero al menos se debe admitir que algo ha cambiado: en su último concierto público, el 12 de agosto de 1970, en Boston, Janis Joplin solamente pudo completar dos canciones porque estaba demasiado intoxicada. Al otro día, las reseñas fueron positivas, por compasión, discreción o respeto. Janis murió dos meses después.
Tampoco es Amy Winehouse la única artista estrella acosada por la prensa y la policía –cada vez se parecen más–. Mucho más brutal fue el asedio a Billie Holiday, mujer con la que se la compara con bastante justicia, a pesar de las obvias diferencias de época, peso histórico e iconografía. Billie, que hacia el final de su vida también se paseaba desnuda detrás del escenario, que también expresaba una sexualidad voraz. En 1947, el pico comercial de su carrera, fue arrestada por posesión de narcóticos en su departamento de Nueva York y comenzó el ensañamiento. Su abogado se negó a acompañarla a la corte, aduciendo que “no le interesaba”. Se declaró culpable y pidió la internación. Fue presa, pero cuando salió la gente todavía la amaba y cantó ante un Carnegie Hall repleto. En 1949 la arrestaron otra vez: peor fue perder un certificado llamado Cabaret Card, eso le impedía, por ¡12 años!, tocar en lugares que vendieran alcohol. La policía la perseguía, a veces en complicidad con sus dealers e incluso con sus amantes. Las autoridades exigían que se declarara delincuente cada vez que entraba o salía del país. Murió en 1959 en el Metropolitan Hospital de Nueva York a los 44 años: tenía cirrosis, problemas cardíacos y era adicta a la heroína. La guardia policial había sido retirada de su habitación, por orden judicial, apenas unas horas más temprano.
Amy Winehouse murió a los 27 pero su compañía después de la vida son las otras divas trágicas, sus voces sobrenaturales, ese dolor de origen conocido o desconocido pero, en todos los casos, imposible de aliviar. Dinah Washington, llamada la “reina del Jukebox”, hermosa mujer negra de Chicago de quien dijo Quincy Jones: “Podía tomar una melodía entre sus manos como si fuera un huevo, quebrarla, freírla, dejarla que se quemara, reconstruirla, poner el huevo de vuelta en la caja y en la heladera y aún así se le entendía cada sílaba”. Se casó siete veces, decía haberlos amado a todos, tomaba pastillas para dormir y para adelgazar, y cuando eso no bastaba, derrochaba en autos y ropa. Cantaba en “Evil Gal Blues”, el blues de la chica mala: “Soy mala, no te metas conmigo/ Te voy a vaciar los bolsillos y te voy a llenar de desdicha/ Tengo hombres a la izquierda y a la derecha/ Hombres de día y de noche/ Tengo tantos hombres que no sé qué hacer/ Pero soy una chica mala y necesito un chico malo/ Es que ando de triste desde que lo perdí al que tenía por culpa de Uncle Sam”. Una canción tan juguetona como triste. Como “You Know I’m No Good”. Dinah murió a los 39 años de una sobredosis, en su cama.
Billie Holiday nunca estuvo con un hombre que no la usara, que no la maltratara, que no quisiera hacerse rico con su voz. Ella sólo sabía aceptarlos: había sido prostituta y, a los 10 años, había sido violada en la institución para niñas negras con “dificultades” donde su madre la había internado. Dicen que su hábito de fumar opio lo tomó de su esposo James Monroe y el de la heroína de su novio el trompetista Joe Guy. La heroína era parte del mundo del jazz entonces; podría haber sido cualquier hombre, cualquier circunstancia o ninguna en particular. Pero Billie admitía que sus pasiones eran destructivas, penosas. Y las cantaba. “My Man”: “No es muy atractivo, no es un héroe de los libros/ Pero lo amo, sí lo amo/ El tiene tres o cuatro chicas que le gustan tanto como yo/ Pero lo amo/ No sé por qué/ El no me dice la verdad/ Y me pega/ ¿Qué puedo hacer?/ Pero lo amo/ El nunca sabrá que mi vida es desesperación.../ Para qué voy a decir ‘me voy’/ Si sé que algún día volveré/ De rodillas”.
La más desgarrada, claro, fue Edith Piaf. Las drogas, la salud destrozada, el amor desolado: el hombre de su vida, Marcel Cerdan, boxeador, campeón del mundo en 1948, murió en un accidente de avión cuando volaba para encontrarse con Edith, en Nueva York. Para aliviar su culpa –ella le había pedido que la visitara, lo extrañaba desesperadamente–, su dolor y su artritis, Piaf se hizo adicta a la morfina y nunca se recuperó. “Hymme à l’amour” y “Mon dieu”, las dos trágicas canciones de amor, ambas son para Marcel.
Y con Janis, Amy comparte además de la muerte a los 27, esa dureza esculpida en la adolescencia, el amor por la música más vieja que ellas, la sexualidad libre y voraz, las drogas claro, pero también ser esas chicas que están de fiesta a los gritos y al rato lo único que pueden hacer es contarse los dedos de las manos, almas gemelas, la chica de “Little Girl Blue”: “Sé cómo te sentís, mi infeliz nena triste, sé que no hay nada más que hacer que contar los dedos/ sé que sentís que no hay motivo para seguir adelante, que sentís que todo ha terminado/ Oh sentate ahí, contá las gotas de lluvia/ Sentí cómo caen a tu alrededor/ Querida, sabés que ya es tiempo/ Siento que es tiempo de que alguien te lo diga, tenés que saberlo/ Que todo lo que tendrás, todo en lo que te vas a apoyar, todo lo que vas a necesitar/ Va a sentirse como esas gotas de lluvia que caen a tu alrededor”.
El viernes, Mitch Winehouse, el padre, decidió regalar la ropa de Amy a los fans que armaron un altar frente a la casa de Candem. Mitch Winehouse parece el más triste de todos en esta triste muerte, el más compasivo con su hija. Siempre habló con la prensa con cierto optimismo, incluso cuando anunció que su hija tenía enfisema –por el uso de crack– y que Blake le había explicado que ambos se cortaban, se mutilaban, en la abstinencia, para calmar el dolor. Mitch Winehouse parecía creer que si la entendía podría ayudarla. En la foto se lo ve con la ropa de su hija en las manos, menuditas remeras sin mangas, anteojos de plástico blanco, musculosas grises, amarillas, rojas gastadas. Es lo que ella hubiera querido, decía, mientras repartía las reliquias.
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