Domingo, 14 de agosto de 2011 | Hoy
TEATRO > LA FURA DELS BAUS HACE SHAKESPEARE
La Fura dels Baus, la legendaria compañía catalana dirigida por Pep Gatell, reconocida por sus espectáculos en los que sumerge a sus espectadores en un torbellino de luces, sonidos, movimientos y hasta pintura o comida, decidió meterse con Shakespeare. Pero no cualquiera de sus obras, sino con la brutal, violenta, excesiva, sangrienta y espectacular Tito Andrónico. Carlos Gamerro fue a verla y explica por qué la obra les va como anillo al dedo, pero ni siquiera ellos pueden con la desmesura de Shakespeare.
Por Carlos Gamerro
Tito Andrónico es la primera tragedia de Shakespeare y, salvo en su propia época, y en la nuestra, ni la crítica ni el mundo del teatro pudieron jamás tragarla (la imagen, como se verá, no es arbitraria). Sus detractores más moderados excusaron la juventud y la inexperiencia del poeta (pero tenía veintinueve años, y cinco o seis obras a sus espaldas); los más extremos se esforzaron por demostrar por todos los medios posibles que el gentil Will jamás pudo haber escrito eso (el primero, Edgard Ravenscroft, la caracterizó como “la más incorrecta e indigesta (aquí vamos de nuevo) pieza de su repertorio, más una pila de basura que una estructura”, y muchos grandes de la crítica shakespeareana, como Theobald, Johnson y Malone, se negaron a aceptar que la obra pudiera ser suya. Más cercana a las tarantinescas Hostel y Machete que a Hamlet y Macbeth, básicamente consiste en un crescendo de atrocidades y golpes bajos que la convierten en la precursora isabelina del género gore. No es fácil contestar a la pregunta de qué fue lo que se propuso Shakespeare al escribirla. Tal vez darle una vuelta de tuerca, entre la parodia y el homenaje, al género más popular y berreta del teatro isabelino, la tragedia de venganza, popularizado por Kyd, Tourneur, Middleton y otros, y que alcanzaría sus momentos más altos en la obra del propio Shakespeare (Hamlet, claro) y en la de Webster y Ford; tal vez demostrarle a su exitoso rival Marlowe (que a esa altura del partido, estamos hablando de 1492-1493, le llevaba varias cabezas de ventaja) que él también era capaz de escribir una tragedia, tan sanguinaria como Tamerlán o El judío de Malta; tal vez sólo hacer plata rápida (lejos estaba todavía el Shakespeare adinerado y triunfante del Globe Theatre).
La obra comienza con Tito Andrónico llegando victorioso a Roma tras años de campañas militares, arrastrando los cadáveres de veintiuno de sus veinticinco hijos y trayendo prisioneros a la reina de los godos, Tamora, y sus hijos, a uno de los cuales ipso facto sacrifica. Como premio a sus victorias se le ofrece el título de emperador, que rechaza y otorga al primogénito, Saturnino; éste, agradecido, decide casarse con Lavinia, hija de Tito y prometida de Basiano, quien alegando sus derechos la rapta con la ayuda de los hijos de Tito, uno de los cuales muere a manos de su iracundo padre: ahora le quedan tres. Mientras los Andrónico arreglan sus problemas familiares, Saturnino ya se ha desenamorado de Lavinia y enamorado de Tamora, quien al punto convertida en emperatriz jura vengarse de Tito y los suyos –y todo esto sucede sin cortes en la primera escena–. En la segunda se presenta Aarón el moro, amante de Tamora y villano principal de la obra, y convence a los hijos de ésta de asesinar a Basiano y violar a Lavinia, a la cual cortarán luego lengua y manos para que no pueda delatarlos. Tras lograr que dos de los hijos de Tito sean acusados del primer crimen y condenados a muerte, Aarón anuncia que el misericordioso emperador los perdonará si el padre accede a cortarse una mano y enviársela. Tito accede gustoso, pero el emperador se la devuelve en bandeja junto con la cabeza de sus hijos –le queda solo uno–. Ahora es el turno de Tito de jurar venganza, y como el Hierónimo de La tragedia española de Kyd y el Hamlet de quien ya se sabe, se hace pasar por loco para mejor llevar a cabo sus planes. Lavinia, sosteniendo un bastón con boca y muñones, logra escribir finalmente el nombre de sus violadores en el polvo; Tito envía al hijo que le queda, Lucio, a unirse a los godos y marchar sobre Roma. El emperador se desespera, y la maternal Tamora, para protegerlo, visita al supuestamente demente Tito disfrazada de Venganza, con sus hijos disfrazados de Asesinato y Violación, y le dice que lo ayudará a castigar a sus enemigos. Apenas la reina parte Tito hace apresar a los confiados muchachos y les corta el gaznate, y con la sangre así recogida y el polvo de sus huesos prepara dos apetitosos pasteles que, vestido de cocinero, servirá a Saturnino y a Tamora en la cena de reconciliación. En el transcurso de ésta Tito mata a su hija “para que su vergüenza no la sobreviva”; luego notifica a Tamora de los ingredientes del convite y la achura en medio de sus vómitos; para los postres Saturnino mata a Tito y Lucio a Saturnino. En la sobremesa Lucio es coronado emperador y Aarón enterrado hasta el cuello para que muera de hambre y sed (adecuado cierre anoréxico para una obra donde la bulimia campea reinante).
La pregunta del millón, en relación con esta obra, es si su autor se proponía que fuera espantosa o desopilante. Shakespeare mismo sabe cuando el punto de quiebre ha llegado: para la escena de la devolución de la mano y las cabezas, cuando Tito le pide a Lavinia “y tú trae mi mano, dulce muchacha, entre los dientes” ya no nos quedan reservas de horror, y hasta el propio Tito empieza a reír pues, al igual que al espectador, “ya no le quedan lágrimas para derramar”.
Este cóctel (o más bien potlatch) de horrores sobrevivió en los márgenes del canon shakespeareano hasta que el cine de David Lynch, los hermanos Coen y Tarantino, la promoción de géneros marginales como el gore al cine mainstream, y la fusión hoy inevitable entre horror, parodia y comedia volvieron aceptables sus excesos. Prueba de ello fue el éxito de la película Titus (1999), de la directora estadounidense Julie Taymor, quien ya había realizado una puesta off-Broadway de la obra. Y durante la temporada “romana” del Globe de 2006 sucedió lo que unos años atrás hubiera sido impensable: las más serias (e infinitamente superiores, si de teatro y de literatura hablamos) Antonio y Cleopatra y Coriolano mordieron el polvo ante Tito: para ésta era imposible conseguir entradas.
Ahora, la versión gastronómico-degustativa de la Fura dels Baus (Degustación de Titus Andronicus) propone, y tal vez demuestra, que el medio ideal para Tito y los suyos sigue siendo el teatro, pero no el teatro para espectadores, sino el teatro para participantes, interactivo, físico, que se vive con el cuerpo y nos penetra por los cinco sentidos. Porque Tito Andrónico siempre estuvo pensada para ser una obra sensacionalista en el mejor de los sentidos: su principal objetivo no es suscitar la reflexión, ni mucho menos la piedad y el terror, sino excitar sensaciones fuertes –su modelo no es la tragedia griega, que los isabelinos apenas leían, sino la más sangrienta, efectista y declamatoria tragedia de Séneca–. La tragedia seria que practicaría Shakespeare desde Romeo y Julieta en adelante apunta a nuestro corazón y a nuestra mente; Tito empieza más abajo, o más afuera: por las tripas, los músculos, los nervios: es una tragedia física, con cuerpos destrozados y pánico animal, como puede serlo –en el sentido “periodístico” de término– un choque de trenes, un terremoto, un bombardeo. Por eso uno de los momentos (no cabe hablar aquí de escenas) más logrados en la propuesta de la Fura es la de la cacería en el bosque: sobre las cuatro paredes de la carpa donde se mezclan los participantes de la pieza (actores y público) se proyecta un bosque que es a la vez una envolvente pantalla de videogame; y al son de una música aturdidora los tractores de los cazadores corren a toda velocidad entre un público aterrado que súbitamente se descubre en el lugar de la presa. Y son estos cuerpos amedrentados los que inmediatamente asisten al espectáculo (ahora sí) de la violación y mutilación de Lavinia. Y si ésta, como mera escena, ya sobrecoge a cualquiera (sus mugidos llegan a hacerse tan desesperantes que uno se encuentra pensando “por qué no la mataron y listo”: la escena ayuda a explicar por qué tantas veces las víctimas de actos atroces excitan más odio que pena), al ser percibida por los cuerpos medrosos que todavía no han dejado de temblar, su impacto se incrementa notablemente (tuve que sacar a mi acompañante de la carpa, semidesvanecida, y el personal de primeros auxilios que la atendió comentaba displicente “sí, tenemos entre diez y quince por noche”).
Por lo mismo, los momentos menos interesantes son los “meramente” teatrales: cuando actúan, a la manera tradicional, sobre algunos de los escenarios físicamente divorciados del público, y dicen los textos shakespeareanos, la puesta tiene sus momentos menos lucidos –en la vertiginosa escena inicial, por ejemplo, todo se dice y nada sucede: el hecho de que Tito, que ha llegado en triunfo y ha elegido él mismo al emperador, se encuentre a los pocos minutos odiado por éste, a merced de su mayor enemiga y con un hijo muerto a sus manos, simplemente no registra–, apenas podemos seguir lo que pasa, y si lo entendemos, no lo sentimos. Más que encarnar los textos, o aun decirlos, los actores parecen en momentos como éste sólo preocupados por sacárselos de encima.
En otros casos, la puesta muestra hasta qué punto las versiones de Julie Taymor se han superpuesto con la obra misma, hasta el punto que parecen inseparables de ésta: tanto en su puesta como en la de la Fura las manos cortadas de Lavinia son reemplazadas por ramas, los hijos de Tamora son colgados como reses para ser degollados, se mezclan libremente elementos romanos con otros modernos (aquí, el videogame, las motos, las armas).
La diferencia, claro, está en la cocina. El cocinero está preparando sus manjares cuando el público entra en la carpa, a lo largo de la obra los actores entregan o niegan bocadillos a los ávidos espectadores, en la escena final algunos de éstos, previamente seleccionados, son invitados a participar del banquete caníbal. Las críticas que reclaman a la Fura un mayor respeto por el texto shakespeareano (he leído algunas) no entendieron lo fundamental: el texto shakespeareano es malísimo, y Shakespeare era el primero en saberlo: lo que verdaderamente escribió fue una serie de instrucciones para una performance gritada entre sangre y vísceras, y si algo puede criticársele a la Fura, dada su fama, es que estuvieron algo timoratos y mansitos.
Después de las cinco presentaciones en el Club GEBA de Buenos Aires la semana pasada, la Fura llega con Degustación de Titus Andronicus a Córdoba (20 de agosto, Estadio Orfeo), Neuquén (26 y 27 de agosto, Parque Central) y Rosario (31 de agosto y 1º de septiembre, Estadio Metropolitano).
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