Domingo, 28 de agosto de 2011 | Hoy
Una puesta clásica con toques cool. Un Hamlet mujer. Un unipersonal loser e irreverente. Una ambientada en los ’90. Un infantil de aires tangueros. Y una versión hipermoderna con pantallas y farándula. Desde hace 300 años no hay día en que no se haga una puesta de Hamlet en el mundo, pero nunca antes Buenos Aires había tenido media docena de versiones al mismo tiempo sobre sus escenarios. Radar las vio (incluso una que todavía no llegó) y éstas son algunas pistas de cómo el fantasma de la obra habita las puestas más disímiles.
Por Liliana Viola
Alguien lo dijo mientras se acomodaba en la primera fila del Teatro Presidente Alvear para el estreno de Hamlet con Mike Amigorena: “Es que acá no importa el argumento, venimos a ver cómo hicieron lo que ya conocemos. Y éste es un Hamlet comercial, la gente quiere ver a los actores de la tele haciendo Shakespeare”. Más que apuntar a la remanida “vigencia” del clásico, el comentario actualiza la cuestión del teatro en el mundo contemporáneo: por qué volver una vez más a la platea, pulsión morbosa y cándida de sentarse a esperar la epifanía, tropezar con las mismas calaveras, leer y decodificar las acciones y juzgar en vivo a los actores que en tiempos digitales sostienen recursos milenarios. Jugar con el aburrimiento como con fuego. En el caso de Hamlet, está el plus de que se trata de un viejo amigo, el loco que pregunta sobre ser o no ser y que, por alguna ecuación que nadie descifra, desde el día de su estreno en 1601 permaneció 40 años en cartel y desde hace tres siglos no deja de representarse ni un solo día, según afirman los libros de records.
La certeza de que ya nadie en este mundo verá Hamlet por primera vez avivó durante todo el siglo XX el fuego de las relecturas más desorbitadas. Desde El Rey León, que acusa a Hamlet como subtexto, hasta una de las más brillantes sátiras nazis de los años ‘40 (To Be or not To Be de Ernst Lubitsch), pasando por una tendencia reciente a hacerlo fracasar contra los zombies (Hamlet vs. Zombies, 2011). Nótese, antes de seguir, que citar al público y los records resulta en este caso un gesto más pretencioso que convocar a René Girard o a Jung, si se tiene en cuenta que, como apuntaba el crítico polaco Jan Kott, “la lista de bibliografía sobre Hamlet es dos veces más voluminosa que la guía telefónica de Varsovia”. Vale decir, no sólo los que no nacieron ya saben quién es sino que lo que diga cualquiera de ahora en más, ya estaba escrito.
Pero, ¿qué comentario o qué lamento precedía a la sentencia de aquel espectador? No alcanzamos a oír. Pudo ser la molestia ante la perspectiva del final cantado, donde más de la mitad del elenco termina muerto. O tal vez éste fuera el quinto Hamlet al que, como esta cronista, le tocaba asistir en los últimos días. Porque así es: combinando los horarios de la cartelera porteña, cualquiera puede encontrarse con cuatro o cinco príncipes de Dinamarca en una misma semana, dos de ellos con sólo cruzar la calle Corrientes.
¿Será blasfemo relacionar esta yuxtaposición de fantasmas con la presencia de los espíritus locales en la reciente vida política argentina? Seguro, es una tentación. Un ex presidente que presta trajes, gestos y vocabulario a su hijo para que se presente a las elecciones. Otro ex presidente, viento que llega del Sur y abre las puertas de Olivos cuando su viuda está por pronunciar el nombre de los traidores. En un contexto de lucha más mediática que sangrienta, con odios contenidos, pero bajo presiones mucho menos trágicas que las que amenazaban a la corona en tiempos de Shakespeare, no tenemos, es cierto, apariciones que claman venganza. Ni algo huele mal sino todo lo contrario en la recuperación y la reiteración de la palabra “memoria”, con las diversas acepciones que va tomando a 35 años de la dictadura. Aparecidos (desaparecidos) rondan más persistentes que nunca los tribunales, las representaciones sociales, los estudios críticos sobre nuestro pasado claramente “dinamarqués”. Pero si la conexión entre cartelera y presente resulta forzada, sólo queda agregar que algunas de las versiones nombradas aquí hacen referencia explícita a los años ‘90, a los efectos del neoliberalismo y a la corrupción de los gobernantes mediante chistes y sobreentendidos que reciben risitas nerviosas del público.
Coincidencia u oportunidad, lo cierto es que hasta hace poco la oferta porteña incluía también una versión para niños con aires tangueros ambientada en los años ‘30, y en septiembre sumará, como una de las atracciones principales del Festival Internacional de Buenos Aires (FIBA), la inquietante puesta del alemán Thomas Ostermeier en la que seis actores vestidos de noche, sentados a una mesa como una especie de media última cena tendida a la vera de un cementerio o lodazal, interpretan a los 20 personajes de la obra. No sólo por economía sino por honrar a la locura: Hamlet, poco a poco, deja de reconocer a las personas de su entorno y se pregunta sin tregua dónde está la verdad de los discursos que escucha. Estrenada en Grecia en 2008, desde entonces no ha dejado de recorrer países y festivales. Los actores se proyectan en la pantalla, porque así de virtuales son los fantasmas, y porque cámara en mano graban gestos y movimientos íntimos vueltos ahora gigantes. Hamlet registra la lujuria de su madre y de su tío con la voracidad de un Gran Hermano. Todos sufren el embate de una lluvia realista y los efectos de sonido, iluminación y sorpresas escenográficas. La reina canta como Carla Bruni y muere por los chismes de la farándula (¡por fin alguien repara en la pobre Gertrudis, que en el resto de las versiones posa como un florero sólo por acostarse con el cuñado y porque Shakespeare le negó parlamentos citables!). Y Hamlet (Lars Eidinger)... Francamente, ese muchacho no está nada bien. Haciendo honor a la ley tácita que dice que quien haga de Hamlet puede ser sobreactuado, desbordado, afeminado, patético, engreído, pero nunca mediocre, el actor construye un esperpento que por momentos asquea.
“Tenía ganas de expresar mi cólera contra Hamlet porque no actúa. ¡Tenía ganas de violentarle un poco y de darle una buena patada en el culo!”, ha explicado el director cada vez que le han pedido explicaciones, y se las han pedido en cada país que estuvo. “Lo que también me interesa es el eterno problema de la locura: quería demostrar que la locura toma posesión de él y que él ya no puede esconderse más tiempo tras la máscara de loco que se ha puesto al principio de la obra.” En términos políticos, esta versión pone el foco no ya en la duda sobre si ejecutar la venganza sino en el poco tiempo que las decisiones políticas admiten cuanto más importantes son los asuntos. Es esta incapacidad de tomar una decisión lo que convierte a Hamlet en no apto para el poder y eso, para Ostermeier, no es necesariamente algo bueno. Nada queda aquí del personaje romántico que no se corrompe, las urgencias sociales no son tan simples para el alemán. Una cosa es sopesar los motivos y muy otra que muera gente en el transcurso de la reflexión: “Me parece que es un tema muy actual para nosotros, que sabemos mucho cómo analizar los problemas nacidos de la injusticia social, pero no conseguimos realmente actuar en su contra, política y globalmente”.
Las variaciones locales, que también tienen ese impulso de tomar partido por algo, incluyen un Hamlet representado por una mujer (Gabriela Toscano, en Hamlet o la metamorfosis), un Hamlet representado por un solo actor que ensaya día y noche en su monoambiente y se carga al elenco completo con los objetos que encuentra al paso (Marcelo Savignone en Hamlet x Hamlet), otro alejadísimo de Dinamarca y de Shakespeare (Hamlet. El señor de los cielos, dirigido por Rubén Pires), ambientado en Latinoamérica en los años ‘90, con un padre fantasma basado en Amado Carrillo Fuentes, el conocido narcotraficante mexicano que murió tras someterse a una extensa cirugía plástica para cambiar su rostro y un hijo educado en una escuela de cine en la Argentina, que hace documentales y es medio zonzo. Completa la lista el que dirige Juan Carlos Gené, que el espectador del comienzo calificaba de comercial, y que es, para sorpresa de algunos y decepción de los que querían seguir viendo algo de tele, el que más se ajusta a una versión tradicional “sin agregados”, asumiendo el riesgo de resultar bastante aburrida, didáctica y respetuosa del original. Claro que, a 400 años de distancia, originales son Laurence Olivier, Richard Burton, John Gielgud y también Alfredo Alcón en la traducción de Luis Gregorich, que es quien también presta su adaptación para el Hamlet de Amigorena. Ninguno de los citados llega a las tres o cuatro horas reglamentarias (Gené y Ostermeier sobrepasan las dos horas, el más breve es Hamlet x Hamlet con 60 minutos) y aun los más fieles se han arreglado para eludir los datos coyunturales y las desviaciones más engorrosas. “Seguro van a salir del teatro entendiendo exactamente de qué se trata la obra”, declaró Amigorena refiriéndose a la transparencia de un texto donde los personajes mantienen un trato hiperformal propio del imaginario palaciego, pero que consigue fuertes sobresaltos en la platea cada vez que se tratan de vos. En tren de respetar, Amigorena respeta incluso la visión que Jorge Luis Borges tiene de Hamlet cuando le reprocha la excentricidad de su famosa frase (“y el resto es silencio”) para justificarlo enseguida con su borgeana palmada en la espalda: “Pero está bien, no hay otro que pueda decir eso antes de morir. Después de todo, era un dandy y le encantaba lucirse”.
Se podría conjeturar que lo que marca la diferencia entre una puesta y otra es cómo responde cada una a preguntas inevitables: “Pero, ¿qué le pasa a este tipo? ¿Por qué hace lo que hace y no lo que tiene que hacer?”. Tan naturalizada la venganza y tanto prestigio otorga, que la actitud de Hamlet resulta siempre sospechosa. De hecho, “Hamlet” en política es un insulto.
Algunos responden con el complejo de Edipo, con un dilema moral, con el contexto histórico, con insania. ¿Qué le pasa al Hamlet de Amigorena? Nada de esto. Le pasa que es demasiado cool. Más cool que su madre Luisa Kuliok, que su rotundo padre Edward Nutkiewicz, que la blonda y alelada Ofelia de Esmeralda Mitre y que el original Polonio robado del comic y de las viejas películas argentinas que ha creado Horacio Peña. Le quedan increíblemente bien los trajes, el peinado estilizado y también los rollers con los que se desliza sobre el escenario cuando simula el pico de locura; hasta el vestido rosa viejo le queda cool. Amigorena no sufre, no se emociona, sino que se sabe la esgrima y la letra perfectamente, lo que le permite decir los famosos monólogos como quien entrega su cuerpo a un mantra.
En el polo opuesto de lo cool, el Hamlet de Gabriela Toscano dirigido por Carlos Rivas irrumpe desde el fondo de un sillón desvencijado. Sabíamos que aparecería de un momento a otro, de hecho, anunciando la disrupción que preceden dos actrices en roles masculinos. Primero un relator (Catherine Biquard), cabeza de una compañía trashumante que viene a representar la obra que estamos viendo mientras triplica la apuesta del teatro dentro del teatro del mismo Shakespeare. Al rato aparece Horacio, una jovencita alta con sobretodo y el pelo tímidamente recogido en dos trenzas, algo encorvada y un sutil trabajo con la voz (Mercedes Spangenberg). Pero hasta que no aparezca Hamlet esta apuesta le debe más al colegio secundario que se quedó sin varones que a la ambigüedad que comandará la trama. Hamlet aparece y todo cobra sentido. Gabriela Toscano no espera a que nos convenzamos de que una mujer puede hacer de varón: ella ya es Hamlet desde el fondo de ese sillón. Al poco tiempo a nadie le importa el sexo de la actriz, que por otra parte no se ha esforzado en travestirse: calzas que le ajustan las caderas, una camisola negra lo suficiente ajustada como para que no se nos escamotee un Hamlet con tetas y el pelo largo, atado. “De haberme puesto un bigote, por ejemplo, ahí sí me habría costado más hacerlo”, explica Toscano, quien por más que se le repregunte no encuentra mucha ciencia en su metamorfosis. “Saco la parte masculina que tengo y uso la femenina que tiene Hamlet; cuando me toca besar a Ofelia, cuando la miro, la miro como un hombre. Me siento mal cuando tengo que agarrarme a trompadas con Laertes, que es tanto más alto y más fuerte.” Es cierto, se nota; pero pasa. Descubrimos aquí que Hamlet, además de lo dicho, ya no responde a un género definido. Atravesado por la pasión hasta llegar al ataque de epilepsia, más triste que un hijo por la muerte de su padre, ¡oh paradoja!, el personaje que pronuncia una de las frases más misóginas de Shakespeare (“Fragilidad: tu nombre es mujer”), ahora debe hacerlo desde un cuerpo femenino. La propuesta de la metamorfosis, no en sentido kafkiano, es la más psicológica de todas las que ofrece la cartelera. Enamorado de su padre, enamorado de su madre y enamorado de Horacio o de lo que Ofelia tiene de Horacio, Hamlet es la carne del dolor. Incapaz de sentir otra cosa. ¿Para qué? Mientras en la versión de Ostermeier la misma actriz hace de Gertrudis y de Ofelia, ya que Hamlet castiga a la segunda por lo que hizo la primera, aquí Ofelia y Horacio tienen una sola actriz. Un cambio mínimo de vestuario y una sutileza en la actitud logran que no nos resistamos. Las escenas de Ofelia con su padre cuando la baña, la peina, la seca, la besa, mientras le enseña cómo negarse a Hamlet, marcan la intensidad sexual de este enfoque. Y la estremecedora despedida de Horacio que quiere suprimirse cuando su amigo se muere mientras se le cuelan bajo el sobretodo las faldas de Ofelia, confirma que la podredumbre que se huele en esta Dinamarca no sólo es política sino amor reprimido.
Si la prueba de fuego y de fama es hacer Hamlet, Marcelo Savignone retoma esa condena y la devuelve en forma de parodia y ejercicio de destreza en Hamlet x Hamlet. “Si nadie me convoca”, parece gritar desde su decorado (el monoambiente de un perdedor) al teatro de enfrente en la calle Corrientes (donde brilla la elocuente puesta de Gené con alfombra roja y féretro multifunción), “pues lo haré solo”. Y la verdad es que lo hace. Un actor poseído por la obra, que sólo lee Hamlet, sólo habla con su libreto y sólo se relaciona por teléfono con su amigo Horacio y con su novia Ofelia, consigue transmitir una versión básica, sorprendente y entretenida. Sin más calavera que un bollo de papel, ni más Ofelia que una máscara, y sin ninguna otra compañía que videos de películas, banda musical y una ingeniosa iluminación, Savignone se las arregla muy bien para burlarse de muchos clichés, incluido el de “ser o no ser”. Poco espacio para la burla y la risa deja en cambio Hamlet. El señor de los cielos. Con la carcasa de Shakespeare se monta una denuncia nada solapada ni estetizada sino enojadísima. De hecho el protagonista, antes de comenzar, pide unos minutos para recordarnos, como en una asamblea universitaria, los estragos del neoliberalismo en la región. Como el bardo eligió Dinamarca para no herir susceptibilidades, Pires elige México. A partir de eso, nada es silencio sino denuncia. Los personajes malos son más malos que los de Shakespeare (¡el más malo se llama Mauricio!) y las víctimas, como Ofelia, no estudian abogacía, como les mandan, sino circo y malabares.
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A la salida de uno de estos teatros, alguien comenta que el año pasado fue a Londres y pudo ver la versión de Jude Law: tres horas de tortura intentando entender algo del inglés, “cuando de pronto escucho que está diciendo: “To be or not to be. That is the question”. Y ya no pude contener las lágrimas. Para mí fue la mejor puesta que vi en mi vida”. ¿Será que hay un Hamlet esperando para cada uno? ¿Por eso no hay competencia y hoy pueden convivir tantos en la misma ciudad? Siempre se dice, cuando se pretende hacer una buena crítica de Hamlet, que el actor consiguió retratarlo, que transmite la esencia del personaje. “¿Y qué si fuera cierto?”, se pregunta y nos responde C.S. Lewis. “Yo caminaría días enteros para conocer a Beatriz o a Falstaff. Y no cruzaría la calle para encontrarme con Hamlet. No sería necesario. El está siempre donde yo estoy.”
Tapa Alejandro Ros. Foto: Xavier Martin. gracias Monica
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