Domingo, 11 de septiembre de 2011 | Hoy
ESCULTURA > UNA RETROSPECTIVA DE NORBERTO GóMEZ EN OSDE
Criado en Sarandí con un padre carpintero y un tío luthier que le enseñaron el amor por los materiales, becado en París donde respiró el romance entre la intelectualidad y la clase obrera, conoció a su admirado Le Parc, ganó el Premio Bienal de Venecia en 1965 y ayudó a Berni a montar sus primeros Juanitos, Norberto Gómez se consolidó como uno de los escultores argentinos más importantes con una obra en 1983. Crucifixión parecía hablar del pasado, el presente y el futuro de un país desgarrado una y otra vez por la violencia. Desde entonces, cada vez más alejado del elogio del mundillo, ha seguido llevando los materiales hasta el límite para alzar esculturas que hablan en gritos mudos de la trágica condición humana. La retrospectiva en la Fundación OSDE permite ver más de sesenta obras después de quince años de su última muestra antológica.
Por Lucrecia Palacios
Hace poco más de un cuarto de siglo, mientras el mundo del arte se regocijaba festejando la vuelta a la democracia y el arte efímero e interdisciplinario, Norberto Gómez luchaba con la resina poliéster, en un periférico taller del conurbano, para construir una de las obras más crueles y despiadadas de la escultura argentina, Crucifixión, una especie de asador en donde se retuerce el esqueleto de un cabrito o de un ser humano.
En los años ’70, a su regreso de Europa, Gómez había sido señalado como gran promesa y la crítica vislumbraba en él al nuevo escultor. Sus trabajos, en los que mostraba paso a paso cómo desde un círculo se podía llegar formalmente a un cuadrado, habían dado lugar a unos objetos escultóricos en donde las formas geométricas empezaban a derretirse o anudarse. Las transformaciones ocurrían sobre objetos o formas que parecían de plástico, pero que en realidad eran maderas con las que Gómez simulaba acabados de hule.
Las obras le habían valido el Premio de Ridder y el reconocimiento de un futuro promisorio en la escultura argentina, varios vernisagges y palmaditas de los críticos. Pero él aprovechó para dejar el arte durante algunos años y la década del ’80 lo encontró en Sarandí. Había ido para refugiarse de un medio artístico que, con tanto aplauso y premio, lo aturdía y sofocaba. Sus trabajos, que alguna vez se habían podido emparentar con el minimal, se alejaban cada vez más de cualquier ascetismo.
Y empezó entonces a trabajar con resina poliéster. Algo de ese enojo y decepción empezó a dar cuerpo a formas orgánicas que se retuercen, a vísceras y dentaduras y esqueletos a los que Gómez les agregaba pelos y modelaba deteniéndose en la vuelta, la torcedura, el momento en que el hueso o el material están a punto de romperse o estallar en mil pedazos, pero todavía resisten.
En 1983, Crucifixión aparece en el taller como un mueble que siempre estuvo. Era el desarrollo lógico de esa serie de investigaciones en donde el cuerpo es torturado, quemado, desarmado, prensado y vuelto a armar. La visión es horrenda, y fascinante. Es como si alguien le hubiese quitado las vendas a los esperpentos de Heredia, como una especie de grito que en su intensidad hace explotar el tórax del esqueleto. En algunas críticas a la exhibición en la que se vio la obra, se menciona que ya José Hernández había comparado el asador criollo con la cruz. Sin embargo, en Gómez el asador es más el suplicio que la cruz, más el dolor y el sufrimiento que la expiación.
“Pocos días antes de su exposición, me encontré con Norberto Gómez en un bar. Le pregunté sobre su obra y me muestra tres fotografías de sus esculturas. A pesar de sus limitaciones (sic) la emoción que ellas me produjeron fue enorme. Tuve la sensación de que Gómez será uno de los pocos artistas que dejará vivo y elocuente testimonio de esta era de muerte que nos ha tocado vivir”, anotaba Noé en Artinf, en 1983.
En 2007, en una entrevista que le realizó Alberto Passolini para la revista Ramona, Gómez recordaba: “Cuando mostré esas esculturas en lo de Benzacar, el público que iba a las muestras era muy distinto al de ahora. Era muy exclusivo. Una de las señoras que fue, ni bien vio una de esas obras se descompuso y vomitó. Por supuesto, se armó un revuelo bárbaro y las tuvieron que sacar, a la señora y a la escultura. –No la escondas –le dije a Ruth–, ¿cuántas obras tenés que hagan vomitar? Subile el precio.”
Pasando Avellaneda, siguiendo por el sur, hay un pequeño pueblo llamado Sarandí. Hoy, es una de esas zonas semiindustriales que rodean la Capital, muy transitadas por camiones que bajan y suben de las autopistas. Gómez creció en Sarandí, pero en los años ‘40, cuando la localidad tenía todavía calles de barro y se innundaba con la lluvia. Estaba habitado por gallegos, inmigrantes que trabajaban durante el día y se peleaban a gritos por las noches. Su padre era carpintero y su tío, luthier. Fue de ellos de quienes aprendió el contacto diario con los materiales, el placer de la lisura en una madera, el gusto por el trabajo bien realizado, la práctica cotidiana del artesano. De Sarandí es también su gusto por la conversación parsimoniosa, concentrada y de a pocos. Y la configuración de su voz de outsider, de personaje que nunca termina de pertenecer al centro.
Al abandonar sus estudios en la Escuela Belgrano, Gómez se consideraba un pintor. De día se ganaba la vida como letrista, repasaba las marquesinas de los cines, dibujaba y coloreaba los rostros de los actores en las vidrieras y muy cuidadosamente marcaba las sombras en las tipografías. De noche, pintaba cuadros que pocos vieron, y que –Gómez se encargó– ya nadie verá. En los años ’60, a través de una beca, viajó a París, la ciudad en donde conoció a Le Parc.
Llegó en su mejor época, la de París y la de Le Parc. La simpatía entre la intelectualidad y la clase obrera francesa, que explotaría luego en la primavera del ’68, estaba en su apogeo. Y Gómez congeniaba con una idea del arte relacionada con el trabajo. “Le Parc estaba todo el día en su taller y, cuando salía, era para visitar industrias o ferreterías buscando materiales nuevos. Era un genio, era innato en él. Te dabas cuenta de cuando lo mirabas trabajar. Lo respeto mucho. Y el respeto es mejor que el cariño. Es una forma más profunda de lo fraterno. Porque el amor es inevitable, pero no enseña. En cambio el respeto es formador.”
En esos años, a la vez que colaboraba con Le Parc con la obra que ganó el premio de la Bienal de Venecia en el ’65, entablaba amistad con todo el grupo de la Recherche, visitaba el taller de Berni (otro premio en Venecia que también estaba en París) y empezó a ayudarlo con sus assemblages de los primeros Juanitos. “Todo eso de lo social en él era mentira. Era un tipo que, en su taller, se servía té, apretaba el saquito para que su té sea bien oscuro y, después, con ese mismo saquito, te ofrecía un té a vos. Pero esas obras eran increíbles. Realmente era algo audaz. Cambiaba lo que venía haciendo. Un giro de 90 grados. Y una obra potente, muy potente. En el arte se dan esas cosas..., no siempre por ser buena persona hacés la obra más sublime.”
Gómez recorrió Europa y volvió en barco, siendo ya un escultor.
En las salas de Fundación OSDE, las obras de Gómez se acomodan en círculo, siguiendo una cronología que va desde sus primeros trabajos en los ’60 hasta la actualidad. Como señala Ana María Battistozi, curadora de la exposición, han pasado más de quince años desde la última muestra antológica de Gómez. En ese tiempo, Gómez se mudó a Parque Lezama y después a Olivos, paulatinamente dejó de frecuentar inauguraciones y bares, se supo cada vez menos de él. Y a la par que se creaban leyendas sobre su carácter huraño y arisco, él seguía trabajando en sus antimonumentos, unas esculturas hechas en yeso pero que parecen de bronce, en donde personajes amputados y animalizados aparecen ridículos en sus ansias de poder y gloria.
El humor paródico de esas obras, y del resto del trabajo de Gómez, deja un sabor amargo. Como en Brazil, la película de Terry Giliam en la que la computadora del futuro usa como teclado una máquina de escribir, uno de los monumentos de Gómez, que podría ser una escultura ecuestre, construye el caballo con una rueda de moto y la cabeza de un pájaro. Aunque a veces trabaje los mismos temas que Pablo Suárez, como el deseo de ascenso social o la hipocresía, en Gómez la cuerda siempre es existencial. No se trata, como en Suárez, de satirizar ciertos localismos, sino que lo que aparece es un universo humano que podría ser de cualquier época, de cualquier lugar.
Por sus referencias a la tortura del cuerpo, a la tradición macabra del matadero y por su condición de obras realizadas en la soledad de un taller, la serie de las parrillas, como las llama Gómez, fue leída una y otra vez como una alusión, velada pero directa, a la dictadura. Para Gómez, más que del terrorismo de Estado, esas obras, y todo su trabajo, hablan de la resistencia. ¿A qué? Al material, en principio. Pero sobre todo a cualquier tipo de poder, por más ínfima o terrible que sea su manifestación.
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