Después de años de discusiones sobre la piratería, el colapso de los videoclubes, el cierre definitivo de las distribuidoras de DVD en el país y la polémica por el boom de Cuevana –un sitio fundado por tres amigos sanjuaninos que provee de series y películas gratuitas y online–, el desembarco de la empresa norteamericana Netflix parece ser la respuesta perdurable a todas esas inquietudes: el streaming, o cómo combatir la piratería, ofrece precios razonables y una oferta variada de música, películas y series. Radar explora los matices, tantea sus limitaciones, escucha a sus responsables y recorre los demás sitios (incluido uno de Juan José Campanella para la producción argentina) que aspiran a cumplir el sueño de los fanáticos: la videoteca total. A cambio de un módico precio.
› Por Mariano Kairuz
¿Y ahora qué vamos a hacer con todo este espacio libre? Es decir, con todo el lugar que ocupaban los discos, los VHS, los DVD, incluso, parece, muchos de los libros.
Por lo pronto, nada de seguir lamentándose por la pérdida del “arte de tapa”, que en todo caso se perdió hace ya mucho. Ni llorar como una viuda los “viejos y queridos” soportes materiales: eso también ya era cosa del pasado desde antes. Al que le gusten los vinilos o los discos de pasta, nadie le impedirá tener unos cuantos en su casa, aunque ya como artefacto decorativo y fetiche antes que como artículo de consumo. Alguien seguirá leyendo en papel en el subte. Y el que quiera ver en fílmico las películas que fueron concebidas en ese soporte, seguramente todavía contarán con algún Malba o una Lugones, pero los 35 mm desaparecerán de las salas comerciales.
Hoy es la hora del streaming, la gran novedad que ya no es en rigor tan novedosa pero que finalmente empieza a ser comercializada a escala masiva. El streaming es la posibilidad –eventualmente optimizada por el creciente ancho de banda de los proveedores de Internet– de ver videos online: largometrajes completos, temporadas enteras de series, oscuros cortos de autor, lo que sea. También de escuchar música online; todo sin necesidad de descargar ni las películas ni las canciones al dispositivo con el que se accede a ellas (la computadora, el celular, la tableta, el televisor conectable), ni mucho menos compilarlos en DVD o CD vírgenes. Con el desembarco en Argentina y buena parte de Latinoamérica de Netflix –el servicio pago de streaming que es un éxito para muchos inesperado en Estados Unidos y Canadá, con más de 23 millones de suscriptores–, este modelo de consumo de servicios culturales que hasta ahora se realizaba mayormente de manera informal, termina de, por así decirlo, institucionalizarse entre nosotros. Por primera vez en mucho tiempo, aparece además como una alternativa a los soportes previos que está destinada a durar, y que puede plantearse en el mediano y largo plazo como el verdadero futuro de la forma en que veremos series y películas y escucharemos música. Así que basta de apilar cachivaches.
Creado en 1997 por Marc Randolph y Reed Hastings –que días atrás visitó la Argentina en plan promocional–, Netflix fue originalmente un servicio de alquiler de DVD por correo, motivado por la molestia de tener que devolver los VHS o DVD alquilados o pagar multa. El sistema de streaming comenzó a operar en 2007. Para ponerlo a prueba en Argentina es necesario registrarse en www.netflix.com, ingresando nombre, dirección de e-mail y los datos de una tarjeta de crédito internacional. El mes de septiembre es gratuito, pero el usuario debe darse de baja si no quiere que se le cobren los 39 pesos que costará el abono básico. Este abono da un acceso ilimitado a un catálogo básico de series y películas, que pueden verse en un nivel de imagen estándar y en muchos casos en alta definición. Consultado por Radar, el vicepresidente de Comunicaciones Globales Corporativas de Netflix, Jonathan Friedland, indica que Netflix ofrece “miles de horas” de material, y que “en el caso puntual de Argentina, esperamos duplicar los contenidos disponibles actualmente antes de finalizar el año”. Atendiendo observaciones que se le hicieron a la versión local del servicio (muchas series y películas están dobladas al castellano), aclara que “la idea es que en los próximos meses el usuario pueda elegir verlas (películas y series) dobladas o en el idioma original con subtítulos en español”.
El servicio ha empezado a funcionar acá, en Uruguay y en Paraguay con una oferta todavía muy menor a la abrumadora cantidad de películas que da a sus suscriptores norteamericanos, pero bajo la promesa de un crecimiento exponencial en los próximos años.
A pesar de que por ahora el catálogo parece bastante pobre en relación con la enorme oferta informal (y en infracción de copyright) que hay en Internet, se trata de una apuesta a futuro que debería ir creciendo. Si el proyecto de Netflix se despliega tal como prometen sus responsables y promotores, y la oferta de los otros servicios de streaming que ya funcionan acá (caso de On Video, de Telefónica) o anuncian su lanzamiento para los próximos meses proveen una auténtica diversidad de títulos, el streaming debería ser, finalmente, la primera respuesta efectiva, sensata y sustentable a la piratería, y de este modo poner punto final al sinfín de discusiones y a algunos discursos falaces que giran en torno del complicadísimo tema de la regulación de la propiedad intelectual en Internet.
¿Qué discursos falaces? Por ejemplo, ese que enarbolan los sectores más fuertes de la industria –la MPAA en representación de los estudios de Hollywood, o a veces las cámaras regionales que agrupan a los videoeditores– que publican las cifras de piratería sugiriendo que el volumen que maneja el mercado ilegal equivale al lucro cesante de sus respectivas actividades. Eso no sólo es más bien difícil de probar, sino que además el sentido común indica que está bien lejos de la realidad: no hay ninguna razón sólida para asumir que el adolescente que se descarga de Internet una copia horrible de un flamante estreno hollywoodense, tomada con imagen borrosa y sonido difuso en una sala de cine, de no tener esa posibilidad pagaría sin dudar los 34 pesos de la entrada al cine –38 si es 3D– o los 70 de su lanzamiento en DVD. O que el que compra un par de DVD truchos a un mantero por unos 15 pesos, destinaría todo ese dinero a DVD legales o al cine si no tuviera otra alternativa. Probablemente buena parte de esos potenciales clientes no quiere aceptar la relación costo-beneficio de los productos legales, o sencillamente no dispone del dinero para hacerlo. No es cuestión de negar el impacto que la piratería ha tenido sobre la venta y el alquiler de video, pero tampoco hay que exagerarlo, porque no puede decirse que cada DVD trucho que se comercializa equivale a uno legal que no se vende. El tema no puede tomarse a la ligera cuando, como ocurrió dos años atrás, dos de los más grandes distribuidores de video de la Argentina –las editoras LK-Tel y Gativideo– bajaron sus persianas de manera definitiva y parte de sus desempleados marcharon para reclamar al Estado una iniciativa activa contra la piratería que presuntamente los había dejado en la calle. Pero también hay que tener en cuenta que se trata de un argumento extorsivo –con el desempleo “no se jode”– que no contempla todos los factores del mercado y parece olvidar que si la reproducción masiva de archivos por Internet le ha dado un duro golpe a su negocio, el cable ya había dañado muchos años antes el negocio del video (a los editores y a los videoclubes, que cerraron en masa); como el del video hogareño lo hizo sin duda con el cine, y como el cine ya había sufrido –y tenido que adaptarse a– la difusión de la televisión sesenta años atrás. Cada nuevo desplazado podrá echarle la culpa a su reemplazante, pero no puede detenerse el progreso tecnológico ni anularse por la fuerza las posibilidades que habilita. Lo que la llegada de servicios populares y de bajo costo como Netflix podría finalmente probar es que incluso si las descargas piratas de películas (y música y libros) se terminaran mañana mismo, por voluntad popular o acción judicial, entonces sería el streaming legal el que tomara el lugar del verdugo del videoclub y de parte del negocio de los cableoperadores, por la sencilla razón de que ofrece algo nuevo y potencialmente mejor: la posibilidad de elegir entre una oferta más variada, en mayor calidad, para ver cuando y como se quiera. Y también donde se quiera, porque la reproducción de video por este medio no implica verlo todo en el monitor de la computadora, sino en las aplicaciones que empresas como Netflix negocian para hacer compatibles sus materiales a través de televisores con conexión a Internet, consolas de juegos, smartphones (y allá él, quien quiera tratar de entender El Padrino en una pantallita y dividida en tramos que duran lo mismo que un viaje en subte del trabajo a casa) y otros juguetes hitech.
Lo quieran o no los exhibidores de cine y los videoeditores, si el streaming crece en Argentina ya no podrán echarles la culpa de sus males a los piratas que aún queden compartiendo sus descargas, muchas veces de películas raras y secretas de dudosa explotación comercial.
Así que, ¿es de verdad el streaming la alternativa legal y viable a la piratería? Bueno, el caso norteamericano –que, por supuesto, es un mercado distinto del argentino, pero podría tomarse como modelo hipotético a otra escala– ha ofrecido al menos un par de indicadores en ese sentido. En mayo pasado la revista Wired publicó un artículo (“Netflix supera el ancho de banda de BitTorrent”) en el que indicaba que “probablemente por primera vez en la historia de Internet el porcentaje más alto de tráfico de la red es el de los contenidos pagos” (por poco: un 22,2 por ciento, con picos de hasta 30, de Netflix, contra un 21,6 de BitTorrent, sobre el tráfico de la banda ancha). El artículo adjudicaba las posibles razones al bajo costo de la suscripción al servicio de streaming de Netflix (los 9 dólares mentados, y de otros servicios similares como el iTunes, o el de Amazon) a la vez que advertía que el intercambio de archivos P2P no va a desaparecer de la noche a la mañana, que antes Hollywood debe optimizar su fondo de catálogo hasta aproximarse en serio a aquello que sólo los marginales de la red han aspirado hasta ahora: la fantasía de la videoteca –la discoteca y la biblioteca– total, la disponibilidad absoluta de todo para ver en cualquier momento desde cualquier lugar. En otra nota de Wired se citaba el comment que un usuario había dejado en el sitio Hacker News: “Cuando quiero ver una película, el primer lugar al que voy es a Netflix Canadá, pero la mitad de lo que quiero ver no está disponible y no se actualiza muy seguido. No es difícil entonces imaginar cuál es mi segunda opción. Lo cual hace que la opción más obvia para la cura contra la piratería P2P está en manos de los estudios”.
El otro caso “testigo” es el de Hulu, otro sitio que ofrece contenidos en streamline, muy popular en Estados Unidos y en Japón. El mes pasado, la cadena Fox decidió diferir en una semana el estreno online de los episodios de su canal de cable, que hasta entonces ofrecía a la mañana siguiente del estreno. A partir de entonces, el que quisiera recuperar la inmediatez perdida debía registrarse como abonado del canal Fox o suscribirse al servicio Premium Hulu Plus. Lo que pasó fue que en los primeros cinco días posteriores a la implementación de esta medida, se registró una suba del 114 por ciento de bajadas vía Torrent de una de las series de Fox, y casi un 200 por ciento de otra. El mensaje fue claro para algunos: si los productores quieren proteger su contenido, la mejor manera será ofrecerlo de manera inmediata y sin costos abusivos; si los precios del servicio son razonables, buena parte del público está dispuesto a pagarlos en lugar de recurrir a la piratería. Friedman, de Netflix, coincide: “El uso de BitTorrent ha bajado en Canadá desde nuestra llegada allí. Si la gente tiene una buena alternativa, que es conveniente, muchos eligen un servicio legal”.
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