Dom 18.09.2011
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PERSONAJES > COLIN FARRELL COMO EL VAMPIRO DE NOCHE DE MIEDO

Pura sangre

› Por Mariana Enriquez

Noche de miedo es la remake de La hora del espanto, aquella querida comedia de horror de 1985 dirigida por Todd Holland que hizo historia en el género de terror adolescente. Las remakes que vienen asolando las pantallas en los últimos años suelen ser catástrofes estúpidas y todo hacía suponer que esta versión de Craig Gillespie iba a ser otra olvidable porquería. Mas no. Noche de miedo es muy divertida: los cambios que hace del original funcionan, mantiene el tono irreverente pero jamás tonto y sigue siendo, en el fondo, la historia de un jovencito que se hace hombre y aprende que los peligros del mundo adulto no están solo allá afuera sino que pueden encontrarse en el propio barrio, en la casa de al lado.

Pero, con toda sinceridad, si Noche de miedo 3D funciona es casi exclusivamente gracias a Colin Farrell. Porque, ciertamente, no funciona por el 3D, que no tiene sentido alguno en una película con pocos efectos nada impactantes y, encima, transcurre de noche: ¿a quién se le ocurre obligar al uso de anteojos ahumados para ver una cinta tan oscura? En fin, otro gastadero de plata al cuete. Volviendo a Colin. Hace de Jerry, el vampiro vecino de Charley (Anton Yelchin), que asuela el barrio, una población semifantasma de las afueras de Las Vegas, en proceso de abandono un poco por la crisis inmobiliaria y otro poco porque los habitantes son itinerantes, población golondrina que pasa fugaz por la ciudad del vicio. Jerry, allí, puede ejercer de vampiro predador con cierta tranquilidad: dice que trabaja de noche en el Strip entonces duerme de día, si la gente desaparece, bueno, será otra pérdida más en la lenta sangría del pueblo, y las casas abandonadas le sirven como guarida tanto para alimentarse como para esconder a sus víctimas en caso de que prefiera usarlas como snacks.

Lo lindo de Jerry, según Farrell, es que es letal y seductor, desagradable y asesino, un psicópata. Todo lo contrario a un vampiro de Crepúsculo. Este monstruo no se enamora, es un predador, le interesa poco pasar desapercibido –sostiene la farsa hasta donde puede, cuando se cae mata a quien lo descubre y ya–, es descontroladamente sensual y hasta guarango, es puro barrio, chongo, Budweiser, las patas levantadas para mirar tele en el plasma, nada de aristocracia pálida, en cambio camiseta ajustada, brazos fuertes, gel en el pelo y los ojos totalmente negros como un tiburón. Colin Farrell, que desde Escondidos en Brujas descubrió, por fin, qué hacer con su carisma y su talento –antes estaba tan disperso que daban ganas de ahorcarlo–, se divierte dando zancadas, susurrando al oído en escenas de mordida de cuello con rubias damitas que son más calientes que una escena de sexo explícito, murmura y sonríe y ronronea, se pasea como un gran gato negro, voraz, letal, perezoso, desagradecido y hermosísimo. Es una patada en la cabeza de Edward Cullen, ese chico muerto de hambre que tiene que ¡casarse con su novia humana para poder tener sexo con ella! Lo que Stephenie Meyer le ha hecho al mito del vampiro fatal y peligroso, esa conversión de la encarnación del dueto sexo y muerte en un chico puritano norteamericano, es un verdadero horror y todo intento de destruir a este engendro –por más estéril que sea: desgraciadamente, Crepúsculo es un producto adorado– es valorable. Y mucho más si ofrece una actuación tan cachonda y deliciosa como la de Colin Farrell.

La mejor escena de Noche de miedo es el homenaje que el director Craig Gillespie le hace a esa otra gran película sexual y grasa (¡está bien que estas características vayan juntas!) sobre vampiros: el Drácula de Francis Ford Coppola. Sí, tenía muchos problemas, pero ninguna –¡ninguna!– mujer podrá olvidar cuando Gary Oldman, con esos pelos largos y la frente ancha, se metía en la cama de Winona Ryder-Mina y, no bien ella aceptaba convertirse en vampira, se abría el pecho con una uña larga, la sangre manaba y ella chupaba: nunca la vida eterna había sido tan caliente. Lo mismo exacto hace Colin, para que beba Amy (Imogen Poots), él de camisa negra, ella de vestidito blanco, gloriosos en su maldición.

De a poco, con actuaciones así, Colin Farrell debería conseguir el lugar que se merece, el del hombre más sexy de Hollywood –el único, a lo mejor–. Hace falta que más gente se dé cuenta. La que lo tenía clarísimo era nada menos que Elizabeth Taylor. Parece que en el último año de vida de la diva, ella y Colin se hablaron mucho por teléfono, se hicieron amigos; indudablemente, él sedujo, flirteó, se portó como un caballero, cortejando a la mujer más hermosa del mundo cuando ella más necesitaba de ese viento de juventud. Liz, antes de morir, dejó por escrito los ritos de su funeral y pidió que Colin leyera el poema “The Leaden Echo & The Golden Echo”, del poeta británico victoriano Gerald Manley Hopkins. Un poeta famoso por el subtexto erótico de sus poemas. Escuchen a Liz. Ella entendía. Ella sabía de verdad.

Otra cosa: hubieran usado el 3D para acercar a Colin a las pobres cristas y cristos del público. Si lo ponían a susurrar a centímetros de las bocas de los presentes, reventaba el cine.

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