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Martes, 29 de enero de 2002

CóMIC

He visto el futuro

Radicado en Sitges, donde prospera una comunidad de dibujantes argentinos, dibujante de la conocida As de pique y homenajeado por el Pompidou de París junto a Stanley Kubrick, Ray Bradbury y J.G. Ballard, Juan Giménez estuvo de paso por Buenos Aires, donde habló de La Casta de los Metabarones, la fabulosa saga futurista que dibuja con guión del escritor chileno Alejandro Jodorowsky y que define como “una especie de Ilíada a lo bestia”.

Por Pablo Plotkin
A un océano de distancia de la velocidad de sus motocicletas, Juan Giménez luce como el ciudadano mediterráneo promedio, un hombre de la costa dorada catalana recién aterrizado en el insolente calor de Buenos Aires. Frente a este tipo campechano, aquella descripción de Alejandro Jodorowsky publicada en el prólogo del segundo libro de La Casta de los Metabarones parece pura ficción: “Lo vi dibujar. Mi conciencia racional se diluía en un mundo mágico donde el azar se hacía destino: allí delante de mí estaba, en carne y hueso, el Metabarón. Juan Giménez vestía de cuero, su cráneo brillaba, su rostro huesudo semejaba al del guerrero, viajaba en una potente moto y sentía predilección por dibujar cuerpos con máquinas injertadas en la carne. Secreto, a primera vista tímido, pero con un alma de acero, no podía sino ser el artista designado por el destino para dar vida al mundo metabarónico”. Giménez sonríe con los dientes apretados, se frota las manos y espera que acalle el fragor de los altoparlantes de la convención de historietas que lo trajo por unos días a su país natal. “Cuando ando en moto, me pongo el cuero por una cuestión de seguridad, pero sé que me da un aspecto bastante impresionante. Es mi medio de locomoción de toda la vida, y a muchos festivales europeos voy en moto. La gente cree que intento impresionar.”
Giménez tardó cinco años en responderle a Jodorowsky, chileno radicado en París, veterano guionista hipercreativo, autor y actor de cine de culto (dirigió y protagonizó La montaña sagrada, El topo, Santa sangre y otras). Desprendida de un personaje secundario de El Incal (historieta que Jodorowsky coproducía con el dibujante Moebius), La Casta de los Metabarones les demandó a ambos sus últimos nueve años de trabajo. Siete libros (el octavo y último está en preparación) para narrar la historia del linaje de guerreros fabulosos que habita cierta galaxia paralela. La obra .-traducida al inglés, alemán, francés, valón, italiano, holandés– pronto abandona el mero relato de futurismo bélico para convertirse en una tragedia de ciencia ficción en que la herencia del poder no es más que una condena existencial, una obligación al parricidio. “Es un gran drama, una especie de Ilíada a lo bestia”, define Giménez. “El trato que hicimos con Jodorowsky cuando empezamos fue que yo tuviera toda la libertad en cuanto a puesta en escena: distribución de página, ritmo. Él aceptó, me dijo que no había ningún problema, no me exigía nada. Incluso me sugirió que si había algo en el texto que no me gustaba, que lo cambiara, cosa que jamás hice. Nunca le toqué una coma. Sólo me hice absolutamente cargo del ritmo, dilaté y comprimí acciones según lo que –a mi entender– requería la estructura de la historia. Y, claro, la inundé con toda la parafernalia tecnológica que es habitual en mí.”

LUCES Y SOMBRAS
Juan Giménez nació en Mendoza, en 1943. Tenía 16 años cuando empezó a colaborar en Misterix, Hora Cero y otras glorias de la historieta nacional de mediados del siglo pasado. A partir de 1963, graduado en diseño gráfico industrial, trabajó en diversas agencias de publicidad y se mantuvo alejado de las viñetas hasta que, en 1976, se topó con el guionista Ricardo Barreiro y juntos pergeñaron As de pique, un relato de la Segunda Guerra Mundial que la editorial Record publicó en 28 episodios. “Hacía quince años que no dibujaba historietas”, recuerda Giménez. “Tenía muchas ganas de progresar. En esta profesión, la edad te va marcando. El proceso de aprendizaje es muy lento, y se hace menos lento cuando ves publicados tus trabajos. Ahí es donde te das cuenta si lo que hiciste está bien o mal. Para eso están los colegas, que son muy suaves, y te dicen: Mirá, eso es una mierda. Dejate de dibujar avioncitos y dibujá anatomía. En mis comienzos, la exigencia editorial era excesivamente alta: cuatro tipos que dibujaban muy bien constituían el pequeño circuito de la historieta argentina. No había trabajo, no podías publicar. De manera que aprendía viendo a los clásicos: Si yo fuera Breccia, ¿cómo resolveríaesto? Si empezabas a publicar, era porque llegabas con muy buen nivel. La anatomía tenía que ser lo más exacta posible. Y a mí me aburrió un montón eso de andar dibujando musculitos. Disfrazaba mis falencias anatómicas con unos avioncitos espectaculares.”
Pronto se mudó a España. Para hacerse conocer, primero se asentó en Madrid. Cuando las editoriales y el público lo adoptaron como dibujante local, Giménez se trasladó con su mujer a Sitges, un coqueto pueblo costero situado a cincuenta kilómetros de Barcelona, ahí donde también viven Horacio Altuna, Ciruelo Cabral (ilustrador de muchas tapas de Fierro) y Horacio Elena. “Hay una pequeña comunidad dibujante argentina”, asiente Giménez. “Es un lugar interesante, conserva cierta intimidad. Hoy en día ya no tanta, porque llega mucho turismo durante todo el año. Aun así, se puede vivir tranquilo.” Por supuesto, los primeros tiempos en España no fueron fáciles. “Cada país tiene una especie de escuela no declarada”, dice. “El aporte de la historieta argentina en Europa tiene su marca pero, claro, la persona que consume cómics allí tiene su identidad muy determinada por los dibujantes propios. Muchos pudimos superar esa barrera. A esta altura estamos en igualdad de condiciones frente a los dibujantes europeos. Pero tenés que ser muy bueno para estar al frente, porque obviamente hay cierta preferencia por los locales. De manera que lograr ser un dibujante prioritario se convierte en un honor.”
Giménez no sólo se convirtió en un dibujante prestigioso en Europa y Estados Unidos (donde La Casta de los Metabarones se vende en formato cómic, cada libro escindido en tres entregas), sino que además se lo considera un maestro de la ciencia ficción en general. Hace dos años, el Museo Pompidou de París inauguró una muestra itinerante del género -titulada De aquí al Infinito– para la que solicitaron a Giménez un original. Allí, entre trabajos de Stanley Kubrick, Ray Bradbury y J.G. Ballard, relucía una de sus tremendas naves espaciales, pintada con esa técnica extrañamente detallista con que suele trabajar la acuarela líquida. “No tengo un personaje por el que me reconozcan automáticamente”, se lamenta Giménez. “Sin querer, lo he reemplazado por el color y el género. No sé si eso es bueno o malo, pero sucede. El 99 por ciento de mi obra está dedicada a la ciencia ficción, porque es donde me siento cómodo, el que desarrollo con más rapidez. Y aparte me gusta, claro”.
Sobre su técnica para aplicar el color, Giménez da con una explicación más pragmática que estética. “Como la esencia del trabajo de historietas es el tiempo, si te ponés con una técnica muy acabada, no te lo paga nadie. No estoy con el cronómetro, pero procuro que, dentro de una página, no haya más que una viñeta pintada al detalle. Con el tiempo reduje el tamaño de los originales y empecé a notar que mi trabajo con acuarela, que seca al instante, se igualaba en tiempo con el blanco y negro. El lápiz es la base: ahí están las luces y las sombras, el sentido de todo, pero la tinta negra es menos minuciosa. El color se encarga del resto.”

APOCALIPSIS Y DESPUES
En su novela Mao II, el autor norteamericano Don DeLillo escribió: “Cuanto más claramente vemos el terror, tanto menor impacto nos produce el arte”. A bordo de ese razonamiento, el trabajo de los hacedores de ciencia ficción parece doblemente complicado. ¿Cómo representar los terrores y las angustias íntimas del ser humano cuando las peores visiones se materializan en el noticiero del mediodía? “Creo que la ciencia ficción empieza a buscar la espiritualidad. ¿Qué hace el ser humano más allá del apocalipsis? Con los elementos tecnológicos y las situaciones sociales actuales, el cine puede explotar muy bien esa clase de historias. Siempre hay algo más. Pero quizá sea momento de buscarle una esperanza a eso que existe más allá del apocalipsis, de esta realidad tan horrible”, apunta Giménez. “En los últimos años hemos estado haciendo de Julio Verne y muchas de las cosas que escribíamos con el genial guionistaRicardo Barreiro se fueron cumpliendo, de alguna manera. Una historia inconclusa, que se llamaba Arde París, hablaba de un ataque aéreo a la ciudad, especialmente sobre el edificio de correos, que mide ciento y pico de metros. Destruimos esa torre hace veinte años. Mirando aquellos bocetos, pensé en lo parecidos que eran a las imágenes del 11 de septiembre.”
En estos días Giménez está de vuelta en Sitges, junto a su mujer y sus dos motocicletas BMW (una pistera, otra enduro), abocado a la última parte de La Casta de los Metabarones. Durante diez meses, ocho horas de trabajo diario. No existen sábados ni domingos. Otro año –el último– inmerso en esa dimensión paralela, inescrupulosa, llena de amores negados, mutilaciones y microbombas alojadas en la columna vertebral de los guerreros, versión tecno-quirúrgica de la pastilla de cianuro. “Una vez que entrás en ese universo, te resulta más natural la aceptación de ciertas salvajadas”, dice Giménez. “Jodorowsky llevó la filosofía samurai al extremo: un joven guerrero, para graduarse de metabarón, tiene que asesinar a su propio padre, que es a la vez su instructor. Parece bastante lógico, después de todo, porque si no logra vencer al padre, es un inútil. Se trata de una completa deshumanización para poder ejecutar sin ningún titubeo su propia existencia”.
En aquel prólogo, el que describe al dibujante como un motociclista de un futuro a su medida, Jodorowsky también había escrito: “Estoy seguro que Giménez no inventa nada: deposita su mano sobre el papel y ella dibuja y pinta dirigida por una memoria que viene de otras dimensiones. Lo juro, palabra de honor, esto que ustedes leen, ven, no lo escribo yo ni lo dibuja Juan Giménez; nos es dictado”.

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