PERSONAJES
La vieja escuela
Estudió Literatura en Cambridge. Hace Shakespeare desde los 17. Encarnó “el mejor Macbeth desde Olivier”. Cosechó los más prestigiosos premios de las tablas inglesas. Pero su hora más gloriosa llegó en 1988, cuando a los 49 años confesó que era gay. Al año siguiente, la corona británica le ofreció el título de Sir. Y desde entonces, se ha convertido en una superestrella que consigue ser Eduardo II y Magneto, Gandalf y Ricardo III sin que nadie deje de aclamarlo.
Por Mariana Enriquez
En 1988, el Parlamento británico controlado por los conservadores promulgó una legislación que más tarde se conoció simplemente como “Sección 28”. La parte más significativa del texto establecía que las autoridades no debían “promover intencionalmente la homosexualidad” ni “promover la aceptación de la homosexualidad como una relación familiar aceptable”. Los defensores de los derechos humanos, furiosos ante semejante decisión, la combatieron. Los debates poblaron los medios. En uno de ellos, para la BBC, el conductor Peregrine Worsthorne invitó a Ian McKellen, integrante del National Theatre y de la Royal National Theatre Company, considerado el mejor actor inglés, y quizá del mundo. El conductor se refería a los gays como “ellos”. McKellen, inesperadamente, lo interrumpió y dijo “perdón, yo soy uno de ellos”. Fue uno de los coming-outs más tardíos y espectaculares del mundo del entretenimiento británico: Ian McKellen tenía 49 años.
Un año más tarde, la Corona le otorgó el título de Sir. A esa altura, McKellen ya había fundado Stonewall, un grupo de presión gay-lésbico, y había tomado el té con el primer ministro John Major para la causa. Cuando aceptó el título, se armó otro revuelo. El director de cine Derek Jarman publicó una solicitada donde defenestraba a McKellen, su coming-out y su activismo: “Stonewall hizo demasiadas concesiones. ¿Por qué fue un hombre a Downing Street en nuestro nombre? ¿McKellen sólo se representaba a sí mismo, como dijo? No pareció que fuera así. Es un hombre que acepta honores de un gobierno homofóbico, acepta honores que apoyan una deshonrosa estructura social. No tiene ningún mérito”. Enseguida, un grupo de artistas salió en su defensa. Y publicaron una carta en The Guardian que decía: “Como artistas gays y lesbianas queremos distanciarnos respetuosamente del artículo que publicó Derek Jarman criticando a sir Ian McKellen por aceptar el título de Caballero del mismo gobierno que firmó la ‘Sección 28’. Consideramos el título de McKellen como un hito en la historia del movimiento gay británico. Las figuras públicas ya no pueden decir que mantienen su homosexualidad oculta porque exponerla dañaría sus carreras. McKellen es una inspiración para nosotros, no sólo porque es un artista talentoso, sino porque es una figura pública extraordinariamente honesta y digna”. Firmaban Stephen Fry y John Schlesinger, entre otros.
Mientras tanto, sir Ian McKellen se mantuvo al margen con característica discreción. Apenas dijo que no se arrepentía, y que iba a aprovechar las ventajas de su nueva situación. Y explicó: “La autoridad me molesta, pero no necesariamente la combato. Siento que debería haber sincerado mi sexualidad antes. Pero cuando era más joven, lo cierto es que tenía vergüenza de no ser normal. En 1969, cuando hice Eduardo II en Edimburgo, nos visitó la policía. Todavía era ilegal que dos hombres hicieran el amor; yo era un criminal. Y siempre quise ser aceptado. Para serlo, mentía. Quizá fui cobarde. Ahora comprendo mi responsabilidad. Los gays famosos que mienten en público apoyan la idea de que la homosexualidad, propia y de los demás, es algo vergonzante”.
El año pasado, cuando fue nominado al Oscar por su papel de Gandalf en El señor de los anillos, Ian McKellen fue a la ceremonia con su novio, un morocho neocelandés que conoció durante el rodaje. Se estuvieron acariciando todo el tiempo en primera fila. El activista gay inglés Peter Tatchell lo considera “el rostro amable de la política gay inglesa”. Pero reconoce su importancia: “Hay que contar con alguien como sir Ian. Es el único que puede hacer lobby y negociar en los pasillos del poder”.
Es uno de los pocos, además, que a los 64 años puede ser Macbeth y Magneto, Gandalf y Ricardo III. El nuevo siglo le trajo papeles que jamás hubiera sospechado en su juventud, cuando estudiaba Literatura Inglesa en Cambridge y casi por casualidad entró en el grupo de teatro de la universidad, donde descubrió su vocación. Hijo de un ingeniero civil y criado en el norte de Inglaterra –en sus primeros años, durante la Segunda Guerra Mundial, dormía bajo una mesa de hierro que su familia creía a prueba de bombardeos–, debutó profesionalmente en 1961 en Coventry, y en el National Theatre de Londres en 1965. Su primer momento de gloria fue en 1969, cuando recorrió Inglaterra con dos piezas: Eduardo II (donde besaba apasionadamente a otro actor en la boca y recibía amenazas de censura) y Ricardo II. En Londres, cuando las presentó juntas, presentó a Rudolf Nureyev y Noel Cöward en el camarín. Apareció por primera vez en el Royal Shakespeare Company en 1974, y se consagró con piezas como Faustus y Macbeth con Judi Dench: los críticos lo consideraron “el mejor Macbeth desde Olivier” y hasta hoy nadie le ha quitado el cetro. En los ‘80 ganó el Tony en Broadway por su interpretación de Salieri en la pieza Amadeus de Peter Schaeffer, creando el papel por el que más tarde F. Murray Abraham ganaría el Oscar en el film de Milos Forman. Ganó cinco premios Olivier, uno de ellos por Bent (1979), pieza que dirigió su entonces pareja, el director Sean Matthias.
Su carrera en cine fue mucho más tardía. Debutó en 1981, pero no fue hasta los ‘90, después de su famoso coming-out, que comenzaron a lloverle papeles jugosos. Primero Y la banda siguió tocando, la película que narra el descubrimiento y los primeros años de lucha contra el sida. En 1996 produjo y co-escribió Ricardo III, versión de Shakespeare ambientada en la Inglaterra de los años ‘30; su actuación es pavorosa, hipnótica. Y en 1999 lo nominaron al Oscar por Dioses y monstruos, donde deslumbró y conmovió a todos recreando los últimos días de James Whale, el mítico realizador gay que dirigió la primera versión de Frankenstein. Después, la industria decidió adoptarlo: así como Guinnes le dio la sobriedad adecuada a Obi Wan Kenobi en La guerra de las galaxias, McKellen hizo lo que parecía imposible con Gandalf en El señor de los anillos. Gracias a McKellen, el mago de Tolkien, de larga barba gris y varita, es la epítome de la sabiduría, lo más lejano a una caricatura. Cualquier otro hubiera hecho el ridículo. De la misma manera, su Magneto en la saga X Men es un villano que derrocha dignidad. “No creo que Magneto sea malvado. ¿Qué hay que hacer cuando se es un marginado social? ¿Uno trata de pasar inadvertido o pelea? Magneto pelea. ¿Es por eso un villano?”
Para McKellen no hay diferencia entre hacer La danza de la muerte de Strindberg (hoy en cartel en Londres) y al mismo tiempo ser la estrella de las dos películas más vistas del año. “Todo es trabajo. Soy un hombre grande, y es grato poder disfrutar de las dos cosas al mismo tiempo. ¡Christopher Lee y yo aparecemos en las estampillas neocelandesas de cuatro centavos!” Elegante, anticuado y maestro en la ironía fina que los ingleses llaman wit, McKellen es lo que nunca podrá ser Anthony Hopkins: el británico pícaro y brillante que sale ileso de cada blockbuster y no necesita montar un personaje público intenso ni citar su currículum para demostrar que es inmensamente talentoso. Hace poco, le explicaba su método a una revista: “Dicen que un hombre gay no puede hacer una escena sexual creíble con una mujer. Por Dios, claro que puede. Eso es actuar”.