› Por Marcos Zimmermann
Era la época en la que se cagaba de hambre en Ciudad de México y Raúl Castro lo ayudaba a recoger gatos por la calle para los experimentos médicos que realizaba en la Sala de Alergias del Hospital General, adonde trabajaba esporádicamente a la mañana. Poco antes, Ernesto Guevara había conocido en Guatemala a quien iba a ser su primera mujer, Hilda Gadea, una peruana militante del APRA que, como tantos otros jóvenes de aquella época de luchas latinoamericanas, trabajaba para el gobierno revolucionario de Jacobo Arbenz, en ese pequeño país centroamericano. La misma noche en que la había conocido, Ernesto la había llevado a la habitación que alquilaba en la calle Quinta y, antes de que despuntara el alba, se habían enamorado.
Guevara llegaría a México poco tiempo después, en septiembre de 1954, escapando del golpe de Castillo Armas contra el gobierno de Arbenz. Poco después arribaría Hilda. Sin futuro claro, el joven se había comprado una cámara Retina de 35mm con idea de poner en práctica las enseñanzas que otro fotógrafo, llamado Gustav Thorlichen, hoy también olvidado, le había impartido en Bolivia poco tiempo antes. Con esa actividad, trataba de ganarse el sustento como fotógrafo ambulante, recorriendo durante la tarde los parques de la Ciudad de México, en donde, según cuenta en sus diarios, fotografiaba madres, hijos y paseantes bajo el tórrido sol mexicano.
El caso es que un día de aquel tiempo de bohemia mexicana, Ernesto tomó el tranvía de siempre, que lo llevaba desde su barrio hasta el Zócalo, donde pasaría toda la tarde trabajando. De su cuello colgaba, como siempre, su cámara. Parado, pero un poco más adelante, viajaba Alfonso Pérez Vizcaíno, otro médico argentino devenido periodista que por entonces dirigía la Agencia Latina de Noticias, una institución que Perón había fundado en México para contrarrestar la hostilidad de las grandes agencias informativas de los Estados Unidos. Ni bien lo vio subir, Ernesto percibió, con su ojo de fotógrafo, que aquel hombre no era mexicano y se puso a observarlo con detenimiento. Pérez Vizcaíno debe haber advertido aquella mirada aguda del joven, porque entabló conversación con él inmediatamente. Quizá fue la nacionalidad argentina aquello que lo acercó de entrada. Tal vez, la condición de médico que compartía con Guevara o, simplemente, el magnetismo natural del joven. Lo cierto es que, en medio de esa conversación, Pérez Vizcaíno decidió que aquel argentino de veintisiete años, universitario y fotógrafo, podría ocupar el puesto de corresponsal de la Agencia Latina y cubrir los II Juegos Panamericanos de 1955 que se desarrollarían en pocas semanas. Y, antes de que aquel viaje llegara a su fin, le ofreció el trabajo.
“Conocí en la calle al jefe de la Agencia Latina, que es médico, simpatizó conmigo y me nombró corresponsal provisorio”, escribe el Che, esperanzado, en sus diarios. Hasta entonces, Ernesto Guevara no era más que Ernesto Guevara, un joven viajero inquieto, medio hambriento, e imbuido del espíritu revolucionario que flotaba entonces en la región. Todavía no había conocido a Fidel Castro, con quien sellaría su amistad poco después, luego de una noche entera de charla en la casa de María Antonia González de la calle Emparan 49, de donde saldría, a la mañana siguiente, convertido en guerrillero. Así es que la propuesta que le hizo Pérez Vizcaíno de un contrato de un año por seis mil pesos para cubrir los Juegos Panamericanos que se de-sarrollarían en marzo de ese año le vino como anillo al dedo para paliar el difícil momento económico que estaba pasando con Hilda.
Durante el tiempo que duraron los juegos, Ernesto Guevara se dedicó a cubrir todos los eventos en compañía de su amigo Julio Roberto Cáceres, trabajando sin cesar y haciendo de compilador de noticias, redactor, fotógrafo, laboratorista y cicerone de los periodistas provenientes de diversos países de América del Sur. Delante del lente de aquel Che fotógrafo pasaron atletas como el americano Bob Richard, los mexicanos Mariles, Hardcourt, De la Garza y Viñals y el remero cubano Vero, entre otros. Muchas de esas fotografías se conservan, todavía hoy, en el archivo personal de su segunda mujer, Aleida March, en Cuba, y algunas han visto la luz en diversas publicaciones de la época y en una muestra y un libro compilado por Vincent Monzó, responsable de fotografía del Instituto Valenciano de Arte Moderno.
Pero el 16 de septiembre de 1955 sobrevendría en la Argentina la llamada Revolución Libertadora, el sangriento golpe militar que destituyó a Perón, por lo que la Agencia Latina se disolvió de un día para el otro. Pese a la promesa de Pérez Vizcaíno de indemnizarlo, la institución se esfumó de repente junto con su director, y dejó a Guevara en la calle y con una enorme deuda. Un testimonio apócrifo, nunca confirmado, sostiene que el día tumultuoso en que estaban cerrando la agencia, la secretaria de Pérez Vizcaíno le preguntó a su jefe si incluir a aquel joven fotógrafo entre los últimos pagos que harían. Pérez Vizcaíno levantó entonces la vista y, luego de meditar un instante, le respondió: “No. ¡De todas maneras ese muchacho nunca va a ser capaz de reclamar nada!”.
Cuatro años después, el 1º de enero de 1959, la revolución cubana triunfaba y el Che Guevara se convertía en uno de sus tres líderes más carismáticos, junto con Fidel Castro y Camilo Cienfuegos. Su afición por la fotografía lo acompañaría a lo largo de toda su vida. Pero el mundo conocería a aquel ex fotógrafo ambulante como uno de los revolucionarios más duros en sus reclamos.
Este es uno de los relatos de la serie
Cuentos de fotógrafos, en los que
Zimmermann trabaja actualmente.
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