Dom 20.11.2011
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PERLAS > JULIA KRISTEVA REPASA SU VIDA PASEANDO POR BUENOS AIRES

Poderes terrenales

Emigrada de Bulgaria a los 25 años, joven prodigio en la París del estructuralismo, lingüista y semióloga admirada por Lacan y Barthes, psicoanalista fundamental en la superación poslacaniana, en los últimos años Julia Kristeva se ha entregado a “las enfermedades del alma”, a las posibilidades de un nuevo humanismo y a tender un puente entre la necesidad de creer y el deseo de saber. De paso por Buenos Aires para dar una conferencia y recibir un doctorado honoris causa de la UBA, en su tiempo libre paseó por la ciudad con su amigo (y editor de varios de sus libros) el psicoanalista Fernando Urribarri y recorrió una vida que empezó en otro Rosedal, allá en Bulgaria.

› Por Fernando Urribarri

A diferencia de ciertos intelectuales obsesionados por mostrarse muy dueños de su saber y de sí mismos, Julia Kristeva transita con extraordinaria libertad por entre sus múltiples territorios: literatura, semiología, lingüística, filosofía, psicoanálisis. Cierta pasión por la alteridad parece impulsar a esta “extranjera” –como la bautizó Roland Barthes al captar y festejar tempranamente su capacidad de desestabilizar las identidades y los saberes–. Algunas décadas después en Buenos Aires, con la misma mirada soñadora, afilada, dice: “Yo me viajo”. Esta fórmula con la que condensa su estilo y su biografía, sorprende cuando la despliega como diálogo, en una entrecortada e ininterrumpida conversación porteña de casi cuatro días. “Nos viajamos”. Mientras paseamos por la ciudad, ella me conduce por su historia, indisociablemente íntima e intelectual.

CORRE, JULIA, CORRE

Caminamos a pleno sol por el Rosedal de Palermo. Está contenta porque en ninguna otra parte había vuelto a encontrar un rosedal como el de Silven, la ciudad de su infancia. “Cuando yo era chica parece que era algo retraída y que no hablé casi nada hasta los dos o tres años. Hasta que un día en el rosedal tuve una emoción, un entusiasmo tan grande, que empecé a correr y a correr. De felicidad. Corría y corría y me tropezaba y mi madre me gritaba que pare. Pero yo seguía corriendo, cayendo, raspándome las rodillas, levantándome. Mi madre se desesperaba. Pero yo seguía y le gritaba ‘no es nada mamá (es sólo un poco sangre)’. Parece que desde ese día cambié.”

Hablar de corridas me hace pensar en su escape del Este hacia el Oeste europeos. Se lo digo. “Llegué a Francia en 1965 con una beca. Pero no fue fácil. El problema con estas becas era que las autoridades comunistas de Bulgaria sólo se las ofrecían a los viejos, que no hablaban francés. Así que nadie las aprovechaba. Yo hablaba bien francés y hacía una tesis sobre el Nouveau Roman. Mi director de tesis tuvo la ocurrencia de hacer que me presentara. Y también tuvo la astucia de aprovechar la ausencia del director de la universidad, que se oponía a los viajes al extranjero. Así que me presenté al examen, obtuve la beca y al día siguiente estaba volando a París. Llegué a fines de 1965, en las vísperas de Navidad, con 24 años, cinco dólares en el bolsillo y una beca que empezaba en febrero... –hace una pausa y su mirada vuelve a encenderse–. Pero también seguí y no fue nada.”

La evocación del episodio infantil, con sus corridas y sus rosas de sangre en las rodillas, me hace pensar en sus ideas más recientes acerca del tiempo. “Es una parte clave de mi investigación actual acerca de la pasión materna. Ocurre que de Platón a Heidegger la tradición filosófica, principalmente masculina, liga el tiempo humano a la finitud. Para el ser parlante el tiempo estaría determinado por la amenaza de la muerte, la conciencia de la mortalidad. Se hace del tiempo el tiempo de la muerte. Claro que la obsesión de la muerte no es extraña a la experiencia materna, por la fragilidad del niño: toda madre piensa en ello. Pero hay otra dimensión de la experiencia materna, que es distinta de la que puede tener el hombre. Es el tiempo del comienzo, del nacimiento: es otra marca del tiempo, que se renueva con cada hijo y con la siguiente generación. Es el tiempo de la vida. Esta es la cuestión de gran calado filosófico que denomino del inicio, o de la eclosión. Que no se reduce a la experiencia de parir, sino que está abierta a toda otra serie de experiencias humanas a la vez corporales y simbólicas. Si bien esto fue percibido intuitivamente por algunos filósofos, yo encuentro una referencia extraordinaria en esa gran escritora que fue Colette. Para ella el gran acontecimiento trágico, que marca la condición humana, no es la muerte sino la eclosión, el nacimiento, el inicio. Que está cargado de tensiones y de ambivalencia: de posibilidades de creación y de destrucción.”

FRAGMENTOS DE UN DISCURSO AMOROSO: SOLLERS, BARTHES & CIA.

En la vida y la obra de la autora de El genio femenino, feminista heterodoxa, los hombres están lejos de ser intrascendentes. “En París me salvó encontrar muy pronto a Philipe Sollers. Nos enamoramos inmediatamente, nos casamos al poco tiempo y jamás nos separamos. Hace poco festejamos 40 años juntos, ¿qué tal? Fue Philipe quien me introdujo de lleno en el medio intelectual parisiense, en una época dorada, de plena efervescencia cultural, estética, política. El ya dirigía la revista Tel Quel, y era un joven novelista cercano al Noveau Roman. Me llevó al seminario de Lacan, a quien luego empezamos a frecuentar.” Como en una película (o en uno de esos programas donde al entrevistado lo cruzan “en vivo y en directo” con alguien de su entorno) suena el celular y es el mismísimo Sollers. Pregunta si van a ir o no a Venecia, en 15 días, a cierto evento. Cuando cortan, su esposa dice con ternura: “Llama seis veces por día. Pensar que tiene toda esa fama de Don Juan”.

“Otra persona fundamental fue Roland (Barthes). Incluso podría decirse que él ayudó a salvar nuestro matrimonio. Esto muy pocos lo saben. La familia, burguesa, de Sollers me aceptó bastante bien cuando me presentó como su novia. Pero cuando les dijo que íbamos a casarnos nos cerraron las puertas. Literalmente, un día fuimos a la casa de campo y nos dejaron afuera. Tuvimos que irnos a un hotelito. Y por supuesto no vinieron a nuestro casamiento. Así estaban las cosas cuando resulta que la madre de Philipe escuchó en la radio a Barthes hablando, parece, muy bien de mí. De pronto la pequeña campesina del Danubio, la búlgara arribista, era una investigadora respetable. Rápidamente la mamá me llamó y volvimos a ser aceptados y colorín colorado. ¡Todo gracias a Roland!”

Barthes la acogió en su seminario y la apoyó con formidable generosidad desde el vamos. La honró con una pronta invitación a hacer una exposición acerca de las ideas del lingüista ruso Mijail Bajtin, y luego le dio su pasaporte al reconocimiento público al hacerla editar en la prestigiosa revista Critique. Un poco después, en 1971, fue este maestro y amigo el que se ocupó de transformar el reconocimiento en consagración al dedicarle el ya clásico articulito “La extranjera”. “Para mí fue una sorpresa total. No me había avisado nada. Abro la Quinzaine Litteraire y ahí estaba. Roland supo descubrir mis defectos, pero para volverlos promesas de elaboración, de riguroso análisis de mí misma, del lenguaje y de los demás en cuanto se encerrasen en cualquier pasión endogámica. Distinguió en mis precipitaciones juveniles una ‘extranjeridad’ fértil de la que me investía quizá con excesiva generosidad. Aunque ese gesto no era inocente en la medida en que abría el Templo de las Letras Francesas a unos inmigrantes que no dejarían luego de perturbar el buen gusto para franquear a la literatura gala un acceso al tercer milenio.”

Aquello fue, sin duda, el comienzo de una extraordinaria amistad: “Tuve suerte de ser entendida amistosamente. Cuando quise investigar el Nouveau Roman descubrí que debía remontarme a su historia, y por lo tanto abrir la estructura. Y tuve la suerte de que los propios estructuralistas, como Barthes y Levi Strauss, apreciaran mis ideas. Así pude enriquecer a este movimiento con las nociones de ‘intertextualidad’ y de ‘dialogismo’, y de enriquecer la semiótica con el psicoanálisis proponiendo un ‘semanálisis’ colaborando al surgimiento de lo que se suele llamar posestructuralismo”.

Pero esa amistad no tocó sólo a los movimientos y a las corrientes que ayudaron a forjar: “En cuanto a Roland, me siento muy contenta de haber podido influir, o mejor dicho favorecer, ese cambio en su obra que puede leerse en su interés por ‘el placer del texto’, por ‘el discurso amoroso’. Esa expresión me recuerda una veta, un poco de comedia, que en cierto modo viene al caso. Mi amiga Teri Damisch y su marido, que eran también sus amigos y vecinos, me han sorprendido contando mucho más tarde cómo Roland se declaraba enamorado de mí. Incluso declaraba sin ninguna ironía, aunque con su sereno humor, que si no hubiese estado yo casada él me hubiese propuesto matrimonio. Ves que hay algo de una comedia de enredos: puesto que había sido él quien sin saberlo había salvado mi matrimonio”.

DE LACAN A GREEN: LA REVUELTA PSICOANALITICA

Sabemos que la lingüista autora de La revolución del lenguaje poético se interesó desde los años ‘60 en el psicoanálisis, llegando a proponer un “semanálisis”. Pero sólo a mediados de los ‘70 la pasión por el psicoanálisis devino deseo de analizarse y luego vocación analítica. Este cambio fundamental iba a incidir decisivamente en su recorrido y en su obra.

“El viaje a China en 1974 marcó un punto de viraje, en lo político y en lo personal. Si querés puede decirse que fue el fin de la pasión política y el comienzo de la pasión o la vocación psicoanalítica. Yo no era realmente maoísta, aunque caí en algunas tentaciones pro chinas, con los sectarismos que ya sabemos. Me había interesado la lengua, la había estudiado, y fui a China con la esperanza de que floreciese un verdadero socialismo —a diferencia de la pesadilla burocrática europea—. Pero la decepción fue masiva. Volví, un poco en crisis, decidida a analizarme. Pero antes de seguir contándote tengo que decirte que Lacan, a último momento, no vino al viaje a China. Porque estaba mal con su amiga de entonces. Justamente unos días antes de viajar íbamos a cenar los cuatro, en su restaurante favorito, y ella no llegaba. Lacan estaba terriblemente inquieto y nos propuso acompañarlo hasta la casa de ella. Tocamos el timbre y nada. Estábamos en la vereda, y yo miré hacia arriba y en su ventana vi a un hombre. ‘Uy, un hombre’, dije con una espontaneidad algo tonta. Lacan no pudo con su genio y quiso subir. Cuando ella finalmente abrió la puerta resultó que aquel hombre era un discípulo de Lacan, un analista que supervisaba (sus casos) con él. Ahora bien, te cuento todo esto para que comprendas mi sorpresa y mi decepción cuando al regreso del viaje le pedí a Lacan que me recomiende un analista... y me recomendó a aquel hombre en la ventana. Esa promiscuidad algo perversa me shockeó y me confundió. Por suerte se lo conté a un amigo búlgaro, el lingüista Ivan Fonagy, que me ayudó a no equivocarme y me recomendó a una gran analista, Ilse Barande. Entonces dejé de asistir al seminario de Lacan.”

Tras abandonar el seminario y empezar a atenderse con Barande, Kristeva decidió formarse como psicoanalista en la Sociedad Psicoanalítica de París. Pero eso no significaba repudiar a Lacan: “En 1977, cuando publiqué mi libro Polylogue, Lacan me llamó, me invitó a hablar en su seminario. Aunque no acepté, nos volvimos a encontrar. Elogió el libro y me dijo: ‘Usted no tiene necesidad de mi escuela’. Yo creo que en esa época Lacan ya estaba harto del lacanismo y empezaba a pensar en disolver su escuela. Pero él siempre valoró mi trabajo. Como psicoanalista yo soy nieta de Jacques Lacan e hija de André Green, que fue su discípulo pero que luego desarrolló un pensamiento propio. Es decir que soy una analista poslacaniana. Me inscribo en una filiación freudiana antidogmática, que lee a los grandes autores posfreudianos (como Lacan, Klein, Bion, Winnicott y otros) que han enriquecido el pensamiento psicoanalítico a la luz de los desafíos clínicos y culturales actuales. Reconozco el aporte de Lacan para renovar el psicoanálisis, especialmente para re-centrar la experiencia analítica en torno del lenguaje. Pero también reconozco los límites reduccionistas de una perspectiva que no incluye suficientemente el afecto, el cuerpo, la historia. La crítica de ese reduccionismo y el desarrollo pionero de esas cuestiones ha sido el rol fundamental de Green, junto con otros, para que el psicoanálisis devenga contemporáneo. Los autores poslacanianos como Piera Aulagnier o Didier Anzieu me han permitido entender lo que he llamado ‘las nuevas enfermedades del alma’ (como los estados limítrofes, la anorexia, las adicciones, la psicosomática, etc.). Son cuadros que requieren un abordaje capaz de escuchar lo infralingüístico, lo pulsional irrepresentable, lo que Green denomina ‘la heterogeneidad del significante analítico’. Es en esta línea que se inscriben mis investigaciones acerca de lo semiótico. Por otra parte, André es un amigo, con buen sentido del humor. Lo llamé hace unos días a mi regreso de Italia, tras participar en el primer encuentro humanista de laicos con el Papa. ‘Te felicito –se reía– ahora sos la Papisa del Psicoanálisis”.

UN HUMANISMO PARA EL SIGLO XXI: DEL PADRE AL PAPA

El interés por la religión de la autora del reciente Santa Teresa no es nuevo, pero sí renovado. Su eje conceptual, psicoanalítico, es el que pone en tensión la necesidad de creer y el deseo de saber. No sólo estudia el pasaje de lo primero a lo segundo, y la búsqueda del predominio relativo de éste. Antes que nada bucea en los fundamentos antropológicos de la necesidad de creer, postulando en la pasión materna un grado cero de la otredad y del pensamiento que denomina “religancia”. De este modo concibe una dimensión pre-religiosa de la creencia, en correspondencia con un vínculo con el otro distinto del “religare” de las religiones monoteístas que remiten siempre al padre.

En un plano distinto, estas investigaciones se correlacionan con una activa militancia a favor del diálogo entre laicos y religiosos, cuyo punto culminante ha sido el mencionado encuentro con el Papa. Difícilmente pueda ignorarse en todo este trabajo teórico y político la fundamental relación de Julia Kristeva con su papá. Stoynan Kristeva fue un católico ferviente que vivió su fe como parte integral de su resistencia impenitente contra el estado totalitario. Fue perseguido y perjudicado de muchas maneras, como la de impedirle ejercer su profesión de médico, o la de negarle eternamente una visa para viajar a Francia. El extremo fue su “asesinato” (tal como su hija lo define) en un hospital en el que la burocracia lo privó de los caros medicamentos necesarios y lo utilizó como cobayo para experimentos quirúrgicos.

Este padre que la estimuló siempre a expresarse y que aceptó su ateísmo le permitió también “conocer y experimentar la fuerza de resistencia que anida en la fe. Amé su sensualidad, su misterio, ese retraimiento que nos hace sentir en la celebración litúrgica los dolores y los goces de otro mundo. Ella imprime en nosotros el sentimiento —que no es más que una certidumbre racional— de que no somos de este mundo. Impresión ilusoria ¡pero tan feliz y tan liberadora y creativa!”. En la continuidad de las disputas amistosas con su padre, hoy Kristeva sueña con la transvaluación nietzscheana de la fe como un aporte a un nuevo humanismo. Un humanismo evidentemente laico que relance el proyecto inconcluso de la modernidad, siendo capaz de dar cuenta y de transformar “esa increíble necesidad de creer” (como se titula uno de sus libros más recientes). “Un humanismo para el que propuse, en el encuentro con el Papa, no diez mandamientos (me mira con picardía) sino diez principios para el humanismo del siglo XXI.”

El diario Libération lo festejó titulando: “Kristeva habla de Sade y de Freud frente al Papa”. Pero le confieso que me siento más cerca de la apasionada autora de El porvenir de la revuelta que de la autora fascinada por Santa Teresa. Y parafraseando a Borges le suelto: la amistad es una pasión salvadora. “El don de la amistad”, pronuncia con humor pero sin ironía. La amistad, esa pasión sublimada, quizá sea la clave más evidente e ignorada del recorrido de Julia Kristeva.

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