Dom 19.02.2012
radar

Webeando

› Por  William Gibson

Acuñé la palabra “ciberespacio” en 1981, en uno de mis primeros relatos de ciencia ficción, y subsecuentemente la usé para describir algo que la gente insiste en ver como una especie de antecedente literario de Internet. Siendo esto así, muchos consideran notable que yo no use e-mail. La verdad es que lo he evitado porque soy perezoso y disfruto quedarme mirando el espacio (que es también el espacio de donde vienen las novelas) y porque la correspondencia sin contestar, sea e- o no, es una fuente de incomodidad para mí.

Pero recientemente me he convertido en un ávido navegador de la red. A algunos esto les parece raro. Mi esposa lo encuentra perverso. Yo, sin embargo, huelo grandes cambios que se avecinan, posibilidades que no eran tan manifiestas en más tempranas encarnaciones de la red.

Nací en 1948. No recuerdo un mundo sin televisión, pero sé que lo experimenté. Recuerdo vagamente la llegada de una pieza de mobiliario de madera con recias perillas de baquelita y una pantalla no más grande que la pantalla de este PowerBook.

Inicialmente no había nada allí salvo “nieve” y después la llegada nocturna de un dispositivo llamado “la señal de ajuste” que la gente se reunía para mirar.

Hoy pienso en la señal de ajuste cuando navego la red. Imagino que la red y sus modestas maravillas son nada más que una señal de ajuste para lo que sea que el siglo XXI va a considerar como su medio equivalente. No puedo imaginar, sin embargo, lo que ese medio podría ser.

En la era de la televisión de madera, en el Sur, donde crecí, el ocio incluía sentarse en los porches, fumar cigarrillos, beber té helado, conversar y mirar fijo el espacio en la noche estrellada. Podía también incluir pescar.

A veces la web me recuerda a la pesca. Nunca me recuerda a la conversación, aunque se puede parecer mucho a mirar el espacio. “Navegar la web” –una metáfora dudosa como la “autopista de la información”– es, como dice un amigo mío, como leer revistas con las páginas pegadas. Mi esposa sacude la cabeza con desazón mientras espero pacientemente que bajen los piratas de los Beatles de la colección de un fan japonés. “¡Pero son de Japón!” No se impresiona. Se va afuera y disfruta de las flores de su jardín.

Yo me quedo. Enganchado. ¿Es esto ocio –este linkear sin orden mi camino a través de estos pequeños pedazos de propiedades virtuales– o de alguna manera imagino que estoy ejecutando una función más dinámica? El contenido de la web aspira a la absoluta variedad. Uno puede encontrar cualquier cosa allí. Es como rebuscar en la avanzada de la mente humana colectiva. En algún lado, seguramente, hay un sitio que contiene... ¿todo lo que perdimos?

El mejor y más secreto placer que tienen los usuarios de la web consiste en buscar en Altavista los nombres de la gente con la que no hemos hablado durante años. ¿Ella va a estar allí? ¿El ha sobrevivido hasta hoy? (Ella no está ahí. Alguien con su nombre ha recientemente posteado en un newsgroup sobre chismes de las estrellas de TV.) ¿Qué significa esta búsqueda de identidades? ¿Nos involucramos aquí en algo trágicamente serio?

En la era de la televisión de madera, los medios estaban para entretener, para vender un producto, quizá para informar. Mirar televisión podía ser considerada una actividad ociosa. En nuestra edad hipermediada, sospechamos que ver televisión es una especie de trabajo. Como criaturas posindustriales de una economía de la información, sentimos cada vez más que acceder a los medios es lo que hacemos. Nos hemos vuelto terminalmente autoconscientes. No existe algo así como un simple entretenimiento. Nos vemos ver. Nos vemos ver a Beavis & Butt-Head que están viendo videos de rock. Simplemente mirar, sin encender el buffer de la ironía, puede revelar una ingenuidad fatal.

Pero esa es nuestra respuesta a los medios envejecidos como el cine y la TV, sobrevivientes de la era de la madera. La red es nueva y nuestra respuesta a ella todavía no se ha solidificado. Esa es una gran parte de su atractivo. Es algo a medio formar, en crecimiento. Larval. No es lo que era seis meses atrás; dentro de seis meses, también será otra cosa. No fue planeada, simplemente sucedió, está sucediendo. Está sucediendo de la manera en que las ciudades suceden. Es una ciudad.

Cerca del fin de la era de las televisiones de madera, los futuristas de los suplementos dominicales anunciaron el advenimiento de la “sociedad del ocio”. La tecnología cada vez nos dejaría menos para hacer en el sentido marxista de saltar niveles de producción. El desafío sería, entonces, llenar nuestros días con actividades significativas, saludables, satisfactorias. Como con muchos productos de una primera era de futurismo, hoy nos cuesta imaginar las exactas coordenadas de donde vino esta visión. En cualquier caso, nuestro mundo no nos ofrece un extra de ocio. Solo los muy viejos o los pobres (en algunos casos) tienen tiempo entre las manos. Tener éxito es, aparentemente, estar crónicamente ocupado. Mientras las nuevas tecnologías buscan y enlazan cada intersticio en la red de comunicaciones globales, nos encontramos cada vez con menos excusas para, sencillamente, haraganear.

Y eso, creo, es lo que la red, la señal de ajuste del próximo Medio Dominante Global, nos ofrece. Hoy, a su manera torpe, larvaria, curiosamente inocente, nos ofrece la oportunidad de perder el tiempo, de vagabundear sin objetivo, de soñar despierto sobre incontables otras vidas, otra gente, del otro lado de los monitores en ese metapaís posgeográfico que llamamos, cada vez con más frecuencia, nuestro hogar. Probablemente evolucionará en algo más metódico y menos divertido, pero mientras tanto surfear la web es el sueño de los perdedores de tiempo. Y hay gente que puede pensar, al verte, que estás trabajando.


Este artículo se publicó en el New York Times en julio de 1996. Ahora apareció recopilado en Distrust that Particular Flavour, el libro que compila los textos periodísticos de William Gibson, el creador del cyberpunk. Y sobre este artículo, Gibson comenta hoy: “¿Buscar en Altavista? Uy. Esto fue dicho en el universo pre-Google. Tiempos tiernos y amorfos, de hecho. Sin embargo, cuando leo esto ahora pienso que la red se convirtió en lo que esperaba que se convirtiera. Aunque, como suele ocurrir con cosas como ésta, se transformó también en mucho más”.

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