› Por AURORA VENTURINI
El restorán abría sus puertas vitrales al público acicalado con gran ignorancia.
Ningún comensal calzaba zapatillas sino zapatos de charol, cabritilla, piel de ante o gamuzados.
No entraré en el detalle del atuendo selecto e impecable.
Ellas semejaban princesas de novela rosa del atardecer.
Ya en el interior, sentada a una mesa de cristal y soporte de madera preciosa, me tentó, sin leer la carta del menú, pedir aspirina con té. Sin embargo, quería cenar, por eso invadí el recinto extraño.
Lo de la aspirina fue ocurrencia debida al efecto visual de parecer el restorán porteño más que una casa para comer, una farmacia.
No diré del barrio. Diré, sí, del personal sereno como agua de lago, que en el fondo guarda un tesoro o algo así, un secreto divino y sólo confiable a un ser igualitario al declarante, es decir, al relator.
Mozos reservados de cogote adentrado en cuello duro y refulgente. Trajeados a la moda, fin de siglo XIX o principios del siglo XX.
Uñas pulidas en manos pálidas de azucena holgazana; finas las muñecas, con relojes antiguos, a cuerda.
Noté la rareza y me romantizó el recuerdo de la marca ya inexistente de aquel que me acompañó en años de un pasado irrepetible.
Del otro lado de la pared, maderamen de la selva negra.
Me atosigó una pena inútil, no pensada, arrastrada a causa del ambiente, del negocio extraño. Ahí mismo me invadió el otoño de las estaciones marcadas por la clásica esfera antigualla de mi Gérard Perregaux. Fue lo primero que compré cuando cobré dinero de mi cátedra de Filosofía.
El mozo patético plantó la carta sobre la cristalina mesa. Preguntó en qué podría servirme. Deletreé la ofrenda escrita en papel sedoso, de tipología gótica.
No puedo dejar de confesar que estuve a punto de pedir la aspirina con té, pero lo avanzado de la hora y el estilo noctámbulo de la clientela me obligaron a elegir comida y bebida. Al fin y al cabo, había entrado para cenar.
El mozo dijo:
–La dejo para que elija su menú.
Se alejó, diligente, flotando cierto claror neblinoso y frío. El halo repetíase doquier en el personal atento.
Volvió. Paró tieso, el servidor. Insinuó que podía aconsejarme el plato dilecto del restorán: “Bifes de prójimo con patatitas almibaradas”, atreviéndose a sugerir un champagne en botellita para un solo comensal. Acepté.
Transportó en bandeja de plata la carnecita tenue, rosada cual lechón, combinada con el acaramelado entorno. Y el champagne, en balde, lindo y fervoroso, que sirvió con suma atención, inclinado junco ungulado, en su estrenada manicuría.
Comprobé en todas las mesas el mismo menú y bebida.
Sorbí un piquito de aquel hilillo afrancesado y me entoné.
Corté la chuleta y mordí la carne más deliciosa del mundo, interrogándome: “¿Qué animal sería el prójimo?”.
“Tal vez un becerro criado a la pastura de un edén florido o una caballita bianca.”
Caballita significa yegüita, en lengua itálica.
Acudieron a mi caletre otras derivaciones a criaderos y a la feria rural.
No di en la tecla de tan colosal teclado y declaro que devoré la pitanza celestial, acaso diabólica.
Soy, por naturaleza, una persona inapetente. La buena mesa no me atrae.
Los horarios dobles con diez minutos, entre las horas de cátedra matutina y las tardías, me indujeron en otro tiempo a comer el simple alimento de pie, acompañado de agua.
Lo que sucedió esa noche en el restorán porteño, cuya dirección y nombre he olvidado, y aunque recordara jamás delataría, no había sucedido nunca: hasta limpié el plato con un cacho de pan y tragué el champagne rústicamente.
Rumor cavernícola cerníase a la dulce luz casi de luna de un principio inenarrable.
Coro de manducaciones se hacinaban en las troneras del techo del local mentado.
La atmósfera trasladaba a otras temporalidades espaciales.
Cualquier ayer amanecía. Se inauguraba el pasado pretérito.
Insalubre vida humedecía una muerte lozana, plena de remordimiento.
Lo increíble se creía y se alcanzaba la infinitud.
Nunca supe qué ocurrió en el antro. Debí inferir, de bestia ansiosa y satisfecha hasta eructar. Rebalsé mis cuidadas estructuras.
Luego de abonar lo consumido, salí a la vereda. Después, los hechos se cotidianizaron.
Durante el viaje en ómnibus, reconocí al mozo. Iba sentado y me cedió el lugar, caballerosamente. Nos entendimos con un movimiento de sube y baja de cejas.
En mi biblioteca guardo mi catecismo que estudié para comulgar y comer la hostia.
“Amarás al prójimo como a vos mismo.”
Leí y escondí el librito.
Basta.
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