Mientras terminaba Rosa de Miami, a mediados de la década pasada, Eduardo Belgrano Rawson empezó a tantear lo que sería el material de su siguiente novela: el caso de un chico puntano acusado de un crimen que no cometió, condenado, enviado a la cárcel, y sólo liberado, en pésimas condiciones, cuando el caso se resolvió sin ninguna responsabilidad sobre sus espaldas. Belgrano Rawson entrevistó durante meses a ese chico, preguntándose cómo darle forma a la historia que hablaba con elocuencia no sólo de una injusticia sino de un pueblo de provincia corrompido desde hace décadas hasta sus cimientos. Finalmente vislumbró la posibilidad de hacer “una novela de la vida real”: El sermón de La Victoria, un relato poderoso sobre un infierno provinciano donde la policía y la Justicia no sólo no dan respuesta, sino que avivan el fuego de la venganza.
› Por Guillermo Saccomanno
En 1938, en su ensayo Enemigos de la promesa, el crítico británico Cyril Connolly declaraba: “Tengo una sola ambición: escribir un libro que se mantenga vigente diez años”. Acto seguido se preguntaba: “¿Cuántos libros hoy han durado tanto?”. Implacable, Connolly: “La brevedad del éxito de un libro puede deberse a los lectores, pues periódicos, bibliotecas, sociedades literarias, radio y cine han viciado el arte de la lectura”. Connolly realizó un experimento de estilo: con fragmentos de George Orwell, Christopher Isherwood y Ernest Hemingway compuso el pasaje de un relato. El resultado era increíble: los tres autores se amalgamaban en un solo estilo standard. “El desarrollo de las frases de uno parecen totalmente indistinguibles de los del otro, cada una de cuyas páginas podría haber sido escrita por cualquiera de sus compañeros”, señalaba Co-nnolly. Si se conviene con Connolly que el estilo es la materia de la escritura, una manera personal de observar y contar, se advertirá que más de una ficción nacional de los últimos tiempos es indiscernible de otras muchas. La broma justiciera de Co-nnolly acerca del estilo, eso que constituye la identidad de una escritura, viene perfectamente a cuento para diferenciar la prosa de Eduardo Belgrano Rawson (1943) y dejarse uno llevar por la lectura de El sermón de La Victoria: hay un fraseo que le es propio, intransferible, una modulación, una alternancia entre aquello que el periodismo puede conceder como práctica y el corte brusco hacia el chispazo de un dicho criollo, una ocurrencia pronunciada como al contar un chiste, una metáfora que recurre al humor negro o bien a la piedad, todos elementos que pueden sellar el corte de un párrafo, de un capítulo, y en ese registro donde lo culto y lo bajo urden una payada, se anuda entonces la garganta del lector. Al cortar la respiración de la frase, lo que logra Belgrano Rawson es suspender el aliento. No muchos han conseguido este prodigio que es, ni más ni menos, el secreto de una prosa, el sentido de una maceración estilística, es decir, una firma. Que yo recuerde, algunos, como Briante, por dar sólo un ejemplo, con sus excepcionales cuentos bolicheros, buscaron ese destello personal, una poética intransferible. El fenómeno se repite en la literatura de Belgrano Rawson y si esto que es una poética, en su lujo, no interfiere en el desarrollo de la trama, el interés del lector, se debe quizás a que lo más complicado de conseguir no es un rebusque que singularice la forma por encima del contenido sino esa armonía entre la primera y el segundo sin perder de vista al lector, que sabe distinguir tanto las flatulencias retóricas como el chabacanerismo demagógico. (Hay que repetirlo: los lectores no son siempre meros consumidores, usuarios de librerías de shopping.) La haré corta. Hace unos años, el irritable Peter Handke se despachaba: “La literatura se está yendo al carajo”, dijo. “Y la responsabilidad es de los escritores.”
Este introito puede sonar excesivo en un artículo sobre una novela, pero no me disgusta escribirlo. Porque se trata ni más ni menos de todo eso que detona la lectura de una novela que vuelve de pronto vigentes los planteos de Connolly y Handke. Y me pregunto: ¿es que alguna vez se trató de otra cosa? Si El sermón de La Victoria tiene una fuerza narrativa infrecuente no se debe sólo a su trama, una tragedia que puede sucederle a cualquiera, a tu vecino. Y te puede pasar también a vos. No hace falta que Belgrano Rawson señale con nombre y apellido la brutalidad y el salvajismo policial en el San Luis feudal, la negrura y el espanto de la larga noche de la dictadura y, más acá, la lucha infatigable y amorosa de las Abuelas. Aun sin sus nombres reales, los personajes tienen señas particulares. Parafraseando a Belgrano Rawson: “Pongamos” que sus personajes podemos ser nosotros. El Durazno, el paisaje de Belgrano Rawson, la pequeña aldea a no sé cuántos metros sobre el nivel del mal, así retratada, se vuelve el vasto territorio nacional y ésta es la parte que nos compromete a todos.
La historia del pibe Nelson Madaf, acusado de un crimen que no se llegó a cometer, viene a ser, en la primera parte de la novela, la consecuencia de la segunda: ese pasado en el que no hace tanto, cuarenta años casi, una dictadura militar respaldada por la complicidad civil sumergía al país entero en una sesión de submarino. Y es cierto: en más de un momento, El sermón de La Victoria conmueve y espeluzna, pero la conjunción de asco, miedo y repudio no proviene sólo de la visión lúcida del escritor: surge de la realidad misma. Es decir, este país en que vivimos. “Un país que ha tenido campos de concentración tiene el corazón comido por los gusanos”, escribió Tzvetan Todorov. En este país ha sido escrita El sermón de La Victoria, en este país se la leerá. La Victoria, aclaremos, es el nombre de esa cárcel provinciana en la que se focaliza el relato, donde van a parar los pobres diablos.
“Pongamos que conocés a una chica a la vuelta del colegio, que la llevás a su casa y se despiden en la vereda. Que al otro día desaparece y la gente sale a exigir justicia. Que se desata la cacería y una noche tocan a tu puerta. Que te torturan y confesás lo que sea, admitiendo que la enterraste. Que vas a dar a la cárcel y tu familia queda en la ruina.” Esto cuenta Belgrano Rawson, hace unos años. Y más atrás, la causa de todo, en el después en la novela: “Pongamos que la policía llega a los tiros y que tu mamá escapa con vos en brazos. Que la matan a ella y a vos te lleva un robaniños. Que a tu hermano lo dejan de cebo en la vereda, por si vienen a rescatarlo. Será el único testigo que sobreviva, pero tiene un año y medio. Que tu viejo durante los años que siguen no hará más que buscarte”. Como lo insinuaba, la primera parte de la novela, el calvario del pibe Nelson, un inocente, en la ficción, es consecuencia de lo que viene después –pero que en la realidad pasó antes–, una de las dictaduras más atroces de este continente. Belgrano Rawson no tiene empacho en admitirlo y lo dice en una nota introductoria: “Los personajes de estas historias son de carne y hueso y algunos permanecen en San Luis. En sus vidas hay escenarios comunes, como tribunales, comisarías y cárceles. Muy contados episodios son producto de la imaginación. Quienes hayan conocido esta tierra, sabrán distinguir la realidad. Hice la secundaria en el colegio de Claudia, frecuenté el Ocean y La Victoria, pasé la adolescencia en la plaza de los pimientos y todavía vivo en el valle. Algunos personajes son mis amigos, figuran con sus verdaderos nombres y, aunque es difícil ser objetivo, procuré ceñirme a los hechos”.
Me importa volver a la cita de Connolly del comienzo y apostar: esta novela de Belgrano Rawson aguantará más que la prueba de los diez años. ¿Acaso no vienen aguantando el tiempo Fuegia, Noticias secretas de América y Setembrada, por citar sólo algunos de sus libros? Se me ocurre una explicación. Aunque en la nota preliminar Belgrano Rawson aparenta justificar su procedimiento de escritura, el sentido va más allá, o si se prefiere, más acá. El sermón de La Victoria tiene un subtítulo: “Novela de la vida real”. Ninguna ingenuidad en su manera de encuadrar la propia obra. Más bien patada en el tablero del establishment literario seducido por el auge pirotécnico de las crónicas. A veces uno tiene la impresión de que la prensa amarilla, más o menos pulcramente redactada, le sacó varios cuerpos a la literatura. Se prestigia cualquier crónica amparándola en Capote, en Walsh, como antecedentes del género, pero se olvida de que, antes que cronistas, Capote y Walsh fueron escritores y como escritores, estilistas. En este aspecto, Belgrano Rawson impone reflexionar sobre el panorama literario actual. Sin bajada de línea, pero sin temerle a la denuncia, El sermón de La Victoria apela a la comprensión y también a una toma de partido por la verdad. Pero, ¿de qué verdad se trata? Cabe preguntarse: ¿qué es una “novela de la vida real”? Para Stendhal, la novela era un espejo en movimiento. Para Lukács, una visión totalizadora de la realidad. Más humilde, pero no menos ambiciosa, Duras anotaba que escribir era mirar una mosca. No es improbable que el subtítulo “Novela de la vida real”, con su picardía, se nutra de estas tres ideas y busque trasuntar un cuestionamiento socarrón. En sus orígenes, Belgrano Rawson fue periodista y, cada tanto, sigue ejerciendo el oficio. Sus crónicas sobre Malvinas publicadas en Clarín vinieron a enaltecer un género trasegado. Esta novela también fue publicada por entregas en el mismo diario. La provocación consiste entonces en un pudoroso ejercicio de maestría, como si el escritor dijera: “Vean, yo también soy periodista y escribo una crónica. Pero una crónica se escribe así: haciendo literatura”. No se trata, a lo justicialista, de que “la única verdad es la realidad”, vaya paradigma del doble discurso autoritario. En todo caso no hay una única verdad y cualquiera se elija, depende de su lectura, una lectura que legitima la ficción como interpretación subjetiva. Entonces ésta, la ficción, viene a decir aquello que el periodismo ignora cómo decir, que la única verdad consiste en cómo se lee (la lectura es siempre el hecho correlativo previo de la escritura) y cómo se escribe la realidad sin dejar de inscribirse uno en ella.
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