LA MEGABIOGRAFíA DE LOS TITANES EN EL RING
El éxito de aquel programa de catch por el que desfilaban los personajes más disímiles (del Ancho Peucelle al Hombre Vegetal, pasando por El Pibe 10, el Androide y La Momia, muchos creados especialmente para publicitar productos), y que además vendía discos, figuritas, chocolates y juguetes, se apoyaba en las espaldas de un armenio de metro sesenta y pasado mítico: Martín Karadagian. Finalmente, el periodista Daniel Roncoli entrevistó a casi todos aquellos Titanes para escribir El Gran Martín, la megainvestigación que disecciona el mito, el negocio y aquella época de gloria cándida.
Como suele ocurrir con los mitos populares de la infancia cuando se los revisita en la adultez, el de los Titanes en el Ring, los luchadores de catch de Martín Karadagian, puede dejar un regusto amargo. Se trató de un discontinuo pero importante éxito televisivo entre 1962 y 1983 (sin contar los intentos de resurrección posteriores a la muerte del titán armenio), que vendió incontables entradas de sus presentaciones en vivo, cientos de miles de discos con los leitmotiv de sus personajes, y una cantidad de merchandising sin comparación para un producto nacional que no pertenecía a, digamos, García Ferré. Pero a la distancia, puestas en contexto, indagadas las historias de vida de los luchadores y la de su líder armenio, aquellas hazañas cobran otra dimensión, los colores vivos de los trajes de aquellos fantásticos gladiadores provenientes de tiempos y/o espacios remotos se van destiñendo, la vocación suprema de enfrentar el Mal en el cuadrilátero se convierte en un laburo, y asoma la panza de los atletas venidos a menos, se descosen las cuerdas, se deshilacha la lona.
Editado en coincidencia para el 50º aniversario de su debut televisivo –la noche del sábado 4 de marzo de 1962, por Canal 9–, el libraco El Gran Martín: vida y obra de Karadagian y sus titanes (Editorial Planeta) aborda con rigor pero no sin emoción, y con una contundente descarga de realidad, la biografía de quien fue el más importante de los practicantes de esta disciplina a mitad de camino entre el deporte y una puesta teatral fantástica, junto a los destinos de buena parte de quienes lo acompañaron por años. Por esta fecha también apareció Martín y sus Titanes, de Leandro D’Ambrosio (el coautor de la biografía de Narciso Ibáñez Menta publicada el año pasado), un volumen que recorre más someramente pero con entusiasmo de fan la vida de Karadagian y la carrera de su troupe. El libro gordo de Roncoli consta de más de 750 páginas que incluyen dos apéndices: uno dedicado a un anecdotario hecho de múltiples voces de los miembros de la troupe y del programa televisivo, casi una historia oral de los Titanes; el otro, un “Diccionario Titán” de la A a la Z, con la ficha correspondiente hasta a los más oscuros y olvidados luchadores, y que invita a los lectores a indagar en los orígenes –en general de clase humilde– y devenires –casi siempre igualmente de clase– de aquellos ídolos.
A lo largo de esas 750 y pico (sin contar la no muy amplia pero notable selección de imágenes), el autor de El Gran Martín, el periodista, dramaturgo y actor Daniel Roncoli imprime la leyenda y va intercalando atisbos del detrás de escena, que es una historia plagada de miserias. Aunque se mantiene a distancia de la recuperación puramente nostálgica y la celebración acrítica que abunda, por ejemplo, en los revivals ochentosos de moda, Roncoli parte del noble recuerdo del goce infantil: “Me tomo la atribución como delegado de todos aquellos que alguna vez fueron al diccionario o a un manual para saber quién era el nuevo personaje histórico o de mitología que debutaba en el programa y ampliaban su vocabulario hurgando en los significados de algunos adjetivos que utilizaba el magnífico relator (Rodolfo Di Sarli). Me asigno la tarea como personero de quienes rompieron un elástico de la cama, se abrieron la frente, fueron condenados a dirección o vieron su guardapolvos hecho jirones al sentirse El Indio Comanche, El Ancho Peucelle, El Caballero Rojo, Pepino, Mister Chile, Mister Moto, El Pibe 10, El Hacker, según la concordancia temporal con su deseo de emulación infante”, anuncia, con lúdica solemnidad, en el prólogo. Y una página después advierte que “la pretenciosa empresa mereció de revisar en varias ocasiones el discurso dominante. Martín, acaso como parte de sus travesuras, escogió un relato plagado de inexactitudes, irrespetos por las cronologías y le puso a su novela sustancias y condimentos impunes”. El mundo de Titanes en el Ring, dice, es un universo de fábulas, pero detrás de las fábulas están las historias muchas veces tristísimas de muchos hombres de origen humilde, de escasa educación, a quienes ni siquiera ese éxito enorme que hoy supone la televisión sacó de sus destinos de clase. A muchos de los luchadores a través de cuyos testimonios fue armando la historia, Roncoli los conoció en los modestos trabajos con los que sobrevivían tras el retiro del cuadrilátero.
La investigación empezó de algún modo cuando Roncoli estaba todavía en el colegio secundario, en Cañuelas, su pueblo natal. “A los quince años yo estaba en un teatro independiente de allá, y vine a Buenos Aires a la Asociación Argentina de Actores, a inscribir al elenco”, le cuenta Roncoli a Radar. “En eso estaba cuando escucho que en la caja llaman a un Eduardo Bargach. Yo había escuchado de Alí Bargach, alias el Gigante Sirio, aunque no lo había llegado a ver. Con mi tremenda timidez de pueblerino le pregunté: ¿Usted es algo de Alí Bargach? Y me dijo que sí, que era él, y me dio su teléfono, y el de Pedro Goitía, otra figura de la primera etapa del programa. Poco después voy a una despedida de algo que no recuerdo qué era, en la cantina Spadavecchia, y ahí lo veo, sirviendo las mesas, a Joe Galera. Trabajaba de mozo y también cantaba al final, así que fui a verlo y fue el tercero que entrevisté. A través de él me contacté con Di Sarli y empecé a entrevistar a todos. Investigué con un rigor estadístico, buscando datos precisos, pero nadie tenía nada, casi nadie se acordaba de nada. Yo quería saber las historias de vidas de los luchadores: saber qué había sido de ellos antes y después. Lo que me encontré fue que había dos grandes zonas de las que salían los luchadores de catch: una era la zona Norte de Olivos, del palo del guardavidas, a esos en general los buscaban por el físico, eran jóvenes y facheros, los que salían de El Ancla. Y después estaba la otra vertiente, que es la del Sur, la mayoría de los cuales fueron alumnos de la Academia de Mister Chile. Son tipos distintos de los boxeadores, con un ego más de artistas, de actores. Eran en general gente con poca formación, y los ganaba esto de ser reconocidos, al punto de que muchos terminaron creyéndose el personaje y hoy te hablan desde el personaje.”
Hijo de un inmigrante armenio llamado Amparsun, un matarife que llegó escapando de las masacres a las que fue sometido su pueblo, y de la hija de una familia española con más educación, Martín Karadagian nació en 1922 en un conventillo de San Telmo. Hasta ahí se sabe, así como –por lo que él mismo contó infinidad de veces– que pasó una infancia desgraciada debido a los brutales maltratos que su padre les prodigó a él, a su madre y sus hermanas. También que su interés desde muy chico por la lucha grecorromana y el cachascán –la denominación común del catch, tomada del inglés catch-as-catch-can: atrapar como se pueda– le costó otra larga temporada de rigores y bestiales dolores físicos, administrados por los grandes locales de la actividad en los ’30 y ’40, como el polaco Conde Nowina y el Hombre Montaña. Un poco porque así se hacían los luchadores en esa época, pero también porque, por su baja estatura –Karadagian no llegaba al metro sesenta– no se lo consideraba apto para este deporte-espectáculo de mastodontes. Se supone que de ese doble origen violento –de los golpes de su padre y de sus mentores en el catch– nace el trato áspero y riguroso que le dio famosamente a su troupe durante décadas, generándole enemistades y resentimientos. Roncoli llegó hasta el hombre que los espectadores conocieron como El Cortito (y que él denomina alternativamente de múltiples maneras: El demonio armenio, El Chivo, El Barbado) recién cuando ya había conocido a varios de sus ex luchadores, Karadagian ya había perdido una pierna y todavía pensaba en un regreso a la televisión. “Lo entrevisté dos veces”, recuerda Roncoli. “Lo conocí en el ’87. Yo venía ofreciendo la entrevista para El Gráfico y me la rechazaban todas las semanas, pero decidí hacerla. Era el 3 de junio y yo creo que aceptó porque le importaba El Gráfico, estaba convencido de que la promoción lo iba ayudar a volver a la televisión. Lo primero que me acuerdo es que cuando llego a su oficina en Callao 449 había un olor raro. Era olor a bife, y él me dice: Cuando estoy cansado, por la pierna no tengo ganas de salir, le pido a Galera que me tire dos bifes. Y ahí estaba Joe Galera, que en la vida personal fue como su secretario privado, que le había puesto dos bifes en el anafe, en un lugar sin ventilación que no estaba preparado para cocinar. Otra cosa que recuerdo de él es que tenía una taza de té con agua, y cada tanto mojaba un peine y se peinaba el flequillo. Como era bajo, se sentaba arriba de un pedestal, te miraba de arriba. Al principio me recibió bien, pero como yo le preguntaba muy puntillosamente uno a uno por todos sus luchadores, pronto se puso fastidioso. Como muchos luchadores habían intentado abrir sus propias troupes, él había empezado a poner cada vez más enmascarados, porque eran más fáciles de reemplazar. Y era muy petulante, entonces, decía ‘Mis titanes son muñequitos que yo pongo’, y yo le retrucaba que el Caballero Rojo no era siempre el mismo, que había diferencias entre los distintos tipos que lo habían interpretado. Me contestó un par de preguntas pero se fastidió y me tiró unos biblioratos para que revise. Yo estaba chocho, los biblioratos eran más que nada telegramas y anotaciones, pero de pronto yo podía sacar direcciones y nombres. Tenía también unos cuadernos con anotaciones sobre personajes, apuntes de luchas, bocetos del años ’81 de un regreso que al final no salió, de muchos personajes que no se usaron. Después se ablandó cuando vio que no le preguntaba boludeces, pero era una época en la que nadie cotejaba nada, nadie cruzaba información y cuando yo le marcaba alguna contradicción, le preguntaba ¡pero cómo, usted acá dijo que en tal momento estaba en Inglaterra pero se supone que estuvo en este otro lugar!, a él le daba por las bolas, ¡pará pibe!, me decía, con su voz cascada.”
Buena parte de la leyenda de El Cortito fue difundida (y acaso también inventada) por él mismo, empezando por su discutido y eterno título de Campeón del Mundo obtenido de chico, y los campeonatos que supuestamente ganó en Detroit a los 8 años, en Europa no mucho después, y otros heroísmos. No hay constancia de muchas de esas hazañas, un mito que él se ocupaba en acrecentar, al punto de llegarse a adjudicar el muy poco probable asesinato (accidental) de otro luchador sobre las cuerdas, en el exterior. El libro de Roncoli recorre su personalidad avasallante, los gestos a veces generosos que tuvo con miembros de su troupe, muchas de sus anécdotas amorosas –ingeniosas y a veces flagrantes barbaridades extramatrimoniales– y también su raro comportamiento como “emprendedor comercial”: a pesar del éxito y el dinero que le generaron su troupe y el programa televisivo, Karadagian nunca dejó de comportarse como un pequeño mercader, inventándose pequeños o medianos negocios, entre los que se destacaron y prosperaron una joyería y un garaje. “Yo creo que es algo que heredó del padre”, dice Roncoli. “Nunca se quedó tranquilo en lo económico. Fue como su padre, muy avaro, le quedó un trauma de la infancia: cuando el padre se iba a la carnicería le dejaba muy poco guita a la madre para administrar el hogar y al cabo de un tiempo llegaban unas deudas por las que los cagaba a golpes. Nunca se convirtió en un empresario en serio: un día descubrió el guaraná en Brasil y empezó a traer cajas de guaraná en polvo y llamaba a los luchadores y a todos les decía lo mismo, que era mágico, que los iba a ayudar a vivir cien años. El ya estaba forrado pero seguía yéndose a Brasil a traer esas cajas de contrabando chico. Nunca tomó dimensión del negocio de la televisión: cuando tuvo la oportunidad, como cuento en el libro, de comprar Canal 9, antes de Romay, en los ’60, le pareció que no. No la veía, no fue un empresario, siempre fue un poco de mostrador, de ser el que manejaba la pollería solo. Sí le daba un poco de bola a la publicidad indirecta, pero la televisión la veía sólo como una difusión para el show. Lo que le gustaba eran las presentaciones en vivo, recibir la recaudación, tenerla contante y sonante, le encantaba sentirla viva. Cobraba y se ponía la guita en el bulto, y peleaba así. Era muy paranoico, creía que lo iban a robar: cuando lo conocí, mientras hablábamos, cada veinte minutos se metía la mano en la malla y sacaba la plata y la contaba y la guardaba. Y cuando lo volví a ver, en el ’91, que él ya estaba mal, fue unos meses antes de que muriera, le había quedado el tic, un reflejo, hacía como que contaba con los dedos.”
¿Y los luchadores?
–Muchas de las historias de cómo terminaron muestran que no consiguieron independencia económica. El reconocimiento nunca tuvo una traducción en plata. En sus mejores momentos por ahí tenían un contrato de trabajo. Martín les decía que no dejaran sus otros laburos, esto para muchos siempre fue una changa. Estaban los que como José Luis estaban en una posición más o menos cómoda, él tenía taller de radiadores y nunca lo dejó. A muchos lo que les gustaba era esta cosa artística, aunque les costaba mucho entrar a la televisión, se comían dos años en el banco, salvo casos excepcionales. Esa formación era parte del rigor que les aplicaba Karadagian y que él había vivido en carne propia. Lo trasladó a su troupe, era un escalafón que tenías que pasar sí o sí. Si un tipo era nuevo lo limitaban, tenían un par de años que los cagaban a palos, y por ahí algunos que tenían alguna aptitud no se lo bancaron. Muchos lo criticaban pero cuando se cortaban por las suyas usaban el nombre de Titanes, el disco, y todo, y pagaban a su troupe igual o peor. El era duro en el trato pero era una cosa estratégica, el patrón era muy importante. Cuando Paulina, la única hija de Martín, me llamó para trabajar en el regreso que se hizo en el ’97, por el conocimiento que me había dado mi larga investigación, y tuve que tomar decisiones, lo entendí un poco. Yo no lo justifico, pero cuando estás ahí adentro ves que son 25 tipos pesados, que todos quieren ser el mejor, aparece el ego, ninguno quiere perder. Tuve un acceso privilegiado a la trastienda de Titanes pero me encontré con que era complicado.
¿Y qué dirías que diferencia la experiencia de Titanes en el ring, de programas que vinieron después como 100 % Lucha?
–No seguí mucho 100 % Lucha, pero lo que vi creo que estuvo bien hecho, tuvo resultados, dos películas, muchos shows. Pero son otros tiempos: Titanes eran los luchadores, mientras que 100 % Lucha era el negocio de los productores, que hacen un programa de catch como podrían hacer uno de cocina. Titanes pertenece a otro tiempo de la televisión, tenía mística y creo que era en parte por el tiempo histórico que le tocó. Era una Argentina más cándida, hoy la televisión es más fugaz, pero en las buenas épocas de Titanes, palpitabas el traje, la lucha te quedaba en la carne de otra manera y la fantasía la paladeabas una semana entera.
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