Dom 18.03.2012
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La línea suelta

› Por  LUCRECIA PALACIOS

De Pablo Siquier siempre se ha dicho que es el artista de la renuncia. Su trabajo había encontrado la lógica del despojamiento y se había proyectado como flecha desde allí, cada vez prohibiéndose más elementos, abandonando más opciones y ciñéndose a un ascetismo que excluía cualquier novedad en su pintura. El mismo definió su trabajo como una cárcel y, en una entrevista con Leopoldo Estol, señaló que en veinte años no había hecho lo que había tenido ganas sino lo que sus obras le obligaban a hacer. “Soy un esclavo de mis cuadros”, bromeaba.

En sus obras desapareció el color y sólo quedaron los valores. Desapareció la figura y desaparecieron las formas orgánicas y sólo quedaron líneas y curvas que, para que también desaparezca cualquier tipo de inmiscusión subjetiva, Siquier realiza en la computadora y luego transfiere sobre las telas o las paredes. Al mismo tiempo fue forjando una imagen abstracta, un repertorio de formas que remite en su complejidad a ciudades imposibles o arquitecturas inexpugnables.

Antes de encontrarse con el Doctor Frankenstein, Robert Walto anotaba: “Nada hay que tranquilice tanto la mente como un propósito claro, una meta en la cual el alma pueda fiar su aliento intelectual”. Fijados los parámetros, la obra de Siquier creció a través de la repetición. El desarrollo fue orgánico. Son siempre los mismos pocos elementos los que se repiten (el blanco, el negro, la línea, la curva) y la imagen es tan similar que le ha permitido a Siquier establecer que, en realidad, se trataba de la misma obra que se realizaba una y otra vez. Pero si esta idea puede recordarnos el modelo musical de la variación, en las obras de Siquier no hay transformación alguna. En ellas, esos pocos elementos que quedaron como elecciones posibles dentro de su universo, se acumulan hasta el agotamiento.

Porque mientras Siquier limitaba con rigor las formas de representación, algo en sus imágenes crecía fuera de control. De a poco, las líneas empezaron a superponerse desquiciadas y los sistemas de vigas y arquitrabes a complejizarse de tal manera que es imposible descubrir una inteligencia que las haya imaginado, un alma que las haya querido así como son. Siguiendo la dialéctica frankensteiniana de la criatura que se revela contra su creador, las obras de Siquier se le fueron de las manos: se volvieron monstruosas. Porque si en ellas siempre hay un atisbo de estructura que intenta sostenerlas, su efecto agobiante se asienta en un crecimiento desmedido, en una desproporción anómala que tensiona y pervierte los cimientos sobre los que se asentaba y, entonces, hace tambalear toda la construcción.

Pero no siempre fue así. Hubo una época en que Siquier confiaba en que su obra lo obedecería. Ya a fines de los ’80, en una tela en la que pintó un círculo naranja sobre un paisaje de llanura nuboso, delimitó cuáles eran las opciones dentro de las que podía moverse su pintura: la figuración por un lado, la abstracción por el otro. Si Bonito Oliva pregonaba que ambas podían convivir dentro del “nomadismo estilístico” que desarrollaban los pintores de la transvanguardia, en la tela de Siquier son dos mundos que colapsaban y se separan, casi dos cuadros superpuestos, en donde el círculo naranja se impone sobre el paisaje, vibrante y enorme como un cartel de “no pasar”.

Como en esa tela, en sus trabajos la figuración seguiría latente como resto o como insinuación. En su serie posterior, unos mandalas se superponían sobre fondos trabajados con patterns. Inés Katzenstein los describió como diseños textiles y vio dentro de los mandalas una maraña de elementos que crecía como enfermedad. Allí, en el centro de la obra, se gestaban ya los laberintos de Siquier, por ahora confinados en un área y contenidos dentro de una forma.

A mediados de los ’90, Siquier volvió a ajustar método e imagen. Se abocó a realizar telas en donde, sobre fondos de color plano, flotaban cuerpos que, por su simetría y geometrismo, recordaban decoraciones arquitectónicas. Dibujadas en papel milimétrico y luego pasadas a la tela, las figuras emergían limpias, sin rastros de pinceladas desde un espacio vacío y grisáceo. Los cuadros parecían renders de decoraciones arquitectónicas. Puestos uno al lado del otro, era evidente que primero habían estado las reglas y, mucho después, había aparecido la imagen.

“Me considero un expresionista, pero el expresionismo está vinculado con emociones fuertes. Yo expreso emociones frágiles”, decía Siquier. Le peleaba terreno a la crítica, que había visto en los acabados casi industriales de su obra, y en las pequeñas variaciones que establecen dentro de lo igual, una respuesta al expresionismo de los años ’80. Pero también dejaba entrever que no está mal dejarse entristecer un poco por esas figuras que se recortan en el vacío, solitarias e inútiles, como los edificios sin ventanas que se levantan desde el desierto en las obras de Roberto Aizenberg.

Fue a principios de 2000 cuando Siquier empezó a desestabilizar sus imágenes. El color de fondo empezó a ser el blanco y de los cuerpos sólo quedó su sombra. La sustracción estaba consumada. A partir de aquí, Siquier se concentraría por un lado en desarrollar arquitecturas claustrofóbicas, dibujos simétricos que muestran de frente construcciones apuntaladas y comprimidas; y, en otra serie de obras, en tensionar la composición hasta lograr, en sus propias palabras, “el cuadro más desequilibrado de todos”. Si en las primeras se puede señalar un centro, en éstas es imposible entender dónde empiezan y hasta dónde llegan. Expansivas y fragmentarias, las imágenes parecen teselas de un friso gigantesco y perdido.

Así las cosas, el universo de Siquier se presentaba cerrado en sí mismo y el horizonte de su trabajo no era el descubrimiento sino la repetición. Por eso, la muestra en el Recoleta que presenta por estos días es, además de una exposición antológica, un cambio de piel. Porque si Siquier siempre se pensó a sí mismo como un pintor (“siempre pinté el mismo fucking cuadro”, decía), la muestra empieza en donde la pintura termina y empieza la instalación.

En 2005, en el Museo Reina Sofía, Siquier había desprendido uno de los objetos que flotaba en sus cuadros y lo había convertido en un volumen. Era una moldura desaforada, cómica por lo desproporcionada y angustiante por la sensación aplastante que creaba. Un año antes, en la Bienal de San Pablo, había realizado uno de sus dibujos con carbonilla sobre la pared en un mural. La fricción de la carbonilla contra el muro dejaba un rastro sucio y corpóreo, la línea comenzaba a materializarse.

Variantes de esas dos obras se presentan en el Recoleta, rodeando lo que es la pieza central de la exposición: una enorme jaula, réplica en acero de las arquitecturas carcelarias que aparecen en sus dibujos. Allí están de nuevo el hermetismo y el diseño disfuncional, la base geométrica y la tachadura. Pero, siendo una pieza a la que se puede entrar y de la que se puede salir, hay algo de la infranqueabilidad y claustrofobia que se ha perdido.

Siquier había logrado invisibilizar en sus obras cómo estaban realizadas hasta lograr una imagen que parecía hacerse a sí misma pero, en la muestra, el material y los problemas de construcción asumen un rol protagónico. En la última sala, de una pared sobresalen maderitas que se entrecruzan, desprolijas y pintadas, hasta cubrir el muro. Para un artista que concibió su obra como un ouroboros, el avance hacia el espacio significa también contar una nueva genealogía. Y esta obra, una instalación que proyectó en 1987 y que permanecía sin realizar, se ofrece en la exposición como un nuevo origen.

Si en las mejores exhibiciones de Siquier el impacto se producía por concentración, sistema y serie, la muestra en el Recoleta produce un efecto difuso. Por un lado, la cantidad de medios (mural, arquitectura, instalación, dibujo) dificulta integrarlas. Por otro, si bien en todas hay una voluntad de volumen, lo más interesante de las obras sigue siendo su superficie, como si, a pesar de todo, el problema continuase siendo la representación. El universo Siquier sigue allí, pero disperso y, al salir a la calle, uno tiene la sensación de que el nudo que mantenía la obra de Siquier en tensión se ha aflojado.

“Es inadmisible que la vida no tenga undo”, se quejaba el artista en la entrevista. Y tal vez Siquier, murales e instalaciones se trate de eso, de despejar todas las renuncias para reincorporar en su obra el placer del cuerpo y la pintura que trabajó en los ’80, y que la pintura de los ’90 pareció dejar de lado. Quizá no sea casual que la instalación de las maderitas sea sólo un año anterior a la pintura en la que Siquier elegía entre llanura y círculo. Si en esa primera renuncia se cifraba el germen de todas las demás, al volver sobre sus pasos Siquier puede recuperar opciones que había descartado.

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