Domingo, 29 de abril de 2012 | Hoy
CRóNICAS > SACCOMANNO EN EL JUICIO QUE CIERRA SU LIBRO UN MAESTRO
Orlando Balbo, detenido el 24 de marzo de 1976 en Neuquén y quien tiempo después marcharía al exilio en Roma, es el protagonista del libro Un maestro, de Guillermo Saccomanno. Por estos días, acaba de dar testimonio por la causa de “La Escuelita”, en las afueras de Neuquén, primero un matadero y luego un centro clandestino de detención donde se torturaba y asesinaba. Su declaración de cuatro horas, lejos de un simple testimonio, fue una disertación en la que citó a Kafka, a Primo Levi y a Walsh. Guillermo Saccomanno viajó a Neuquén para presenciar el juicio y escribió esta crónica que, a su modo, funciona como epílogo del libro publicado el año pasado.
Por Guillermo Saccomanno
1 “Vos sabías que una de las versiones del porqué del nombre Escuelita –me contó el Nano–, es porque en Tucumán torturaban en una escuela. Otra versión dice que es porque allí los milicos enseñaban a cantar. Personalmente pienso que fue el resultado de una amalgama de experiencias similares en todas las provincias, hasta que los milicos instituyeron el término. Y hubo ‘Escuelitas’ en todo el país.”
2 Durante la dictadura, el mayor Luis Alberto Farías Barrera era el encargado en el Comando de la VI Brigada de Neuquén de atender a los familiares que venían a averiguar el destino de sus seres queridos. Cuando un familiar le preguntaba por su desaparecido, con una sonrisa campechana el mayor decía que no había por qué inquietarse: al ser querido lo estaban “reeducando”. Y una vez “reeducado”, volvería a su casa. “La Escuelita”, acá en Neuquén, se encontraba en las afueras de la ciudad, cerca del Batallón 181. Una construcción ruinosa que, en su origen, había sido un matadero y, más tarde, con la dictadura, fue adaptada como centro clandestino de detención. Allí se repetiría el infierno de los chupaderos de las cinco subzonas en que el país fue dividido por las Fuerzas Armadas poco antes de dar el golpe del 24 de marzo de 1976. Las dos voluminosas causas neuquinas de “La Escuelita” informan profusamente el horror que allí se vivía. No era diferente al de otros chupaderos. La causa judicial llamada vox populi “La Escuelita” supera las 24 mil fojas. Un detalle: hay unos cuantos apellidos mapuches. La causa no compromete sólo a los altos mandos militares y al personal de la represión. También involucra a la sociedad civil y, se estima, el juicio completo abarcará, en al menos dos causas más, cuatro expedientes.
3 Los Balbo acudieron a Farías Barrera varias veces mientras su hijo permanecía en cautiverio. Estaba al tanto de la suerte del muchacho, les dijo el militar. Sí, el Nano había sido golpeado un poco. Los de la Federal habían sido, esos salvajes. Más de una vez, los Balbo acudieron a Farías Barrera. Bonachón, el mayor les decía que no debían preocuparse: cuando volvieran a su chacra de Pellegrini, allí estaría el Nano. En estos días, Farías Barrera, como todos los acusados de la causa, es un viejo apocado que, hace unos días, sufrió un infarto en su arresto domiciliario y, por este motivo, se postergará su presencia en el juicio comenzado este mes después de una serie interminable de postergaciones.
4 Detenido el 24 de marzo de 1976, Orlando Balbo, el Nano, fue torturado en la Delegación de la Policía Federal de Neuquén, estuvo preso en la cárcel U9 de la misma ciudad y luego fue trasladado al penal de Rawson, más tarde a la cárcel de Caseros y finalmente exiliado en Roma; la historia del Nano es la de tantos militantes sobrevivientes de la dictadura. Detallar la tortura, los padecimientos de una prisión en la que los castigos eran tan siniestros como gratuitos, es lo que el Nano denunció en cuatro oportunidades a la vuelta de su exilio. En junio de 1984 declaró ante la Comisión de la Legislatura de Neuquén; en julio de 1985, ante la Justicia Federal. Cuando el radicalismo derivó las causas de la dictadura a la Justicia militar, declaró en el Comando de la VI Brigada de Infantería. Y en noviembre de 2008, ante la Fiscalía Federal de Neuquén. En cada oportunidad, el Nano debió soportar una tortura más refinada: la espera. Ante la instancia de cada nuevo testimonio, revivió una y otra vez el calvario sufrido para ser fiel a la verdad. Un testimonio es una narración. Pero esta narración, la narración del testigo, parte de un cuerpo y sus marcas imborrables como, en este caso, es la sordera del Nano. El juicio oral y público, impulsado por la APDH (Asamblea Permanente por los Derechos Humanos), persigue el castigo de los responsables del terrorismo del Alto Valle de Río Negro y Neuquén. La magnitud del juicio llama la atención como el ninguneo de los medios nacionales.
5 A la vuelta del exilio, durante el alfonsinismo, buscando reinsertarse, siguiendo los consejos del padre Jaime de Nevares y Noemí Labrune, fundadores de la APDH neuquina, el Nano, discípulo de Paulo Freire, fue maestro de adultos en la comunidad mapuche Millain Currical en el Paraje Huncal. Una mañana del ’85, cuando daba clase en la cooperativa, un paisano vino a avisarle que debía comunicarse urgente con su familia en Pellegrini. Para establecer contacto telefónico, el Nano debió viajar en un auto desvencijado por el camino pedregoso y polvoriento hasta Loncopué. Llamó. Lo atendieron sus hermanas alarmadas por la salud de su padre después de una visita policial. A la comisaría de Pellegrini, en la provincia de Buenos Aires, por entonces domicilio legal del Nano, había llegado una citación judicial. Dos policías se apersonaron en el campo para entregarle la citación a la familia: el hijo debía presentarse ante la Justicia. El padre, octogenario, se preguntó qué pasaba. Y, le dijo un policía, usted debería saberlo. En las cosas que anduvo su hijo, le dijo el otro. Por algo lo estarán buscando. El fantasma de la represión volvió a cernirse sobre la familia Balbo. El Nano logró comprender lo ocurrido a través del nervioso relato telefónico de sus hermanas: debía presentarse en el juzgado para declarar contra sus represores en el juzgado de Neuquén. Aquí fue recibido por el juez Rodolfo Rivarola y su secretario, José María Daquier, en la actualidad, fiscal de la causa “La Escuelita”. Cuando el Nano le contó a Rivarola lo que los policías habían dicho a su padre y el temor que les habían resucitado a sus familiares, Rivarola le prometió al Nano que haría traer esposados a esos dos policías y los iba a sumariar por abuso de autoridad e intimidación. El Nano calmó al juez. Esos dos milicos eran policías de pueblo y habían actuado así de primitivos que eran nomás. Además, para qué complicar más la cuestión cuando uno de ellos seguro era de jugar a las bochas con su padre. No obstante, Rivarola levantó el teléfono y llamó a Pellegrini, pegándole un levante al comisario. Si el Nano, durante su testimonio, vacilaba, el juez le proponía que se tomara un descanso. El Nano se acuerda de que le habían desplegado sobre una mesa una serie de fotos de represores. Se le preguntaba por cada foto. Si podía identificarlos o no. Había fotos ante las que no dudaba. Pero otras lo hacían vacilar. Pudo identificar con nitidez a Guglielminetti y al Perro, el comisario de la Federal. Al dar vuelta esas fotos, en el reverso, allí figuraba el nombre del represor. Si al Nano la tensión de la memoria lo vencía durante el reconocimiento, el juez lo invitaba a relajarse, tomar un café juntos. Han sido esta clase de hombres de ley quienes, contra la adversidad impuesta por el terror de Estado, impulsaron las causas contra viento y marea.
No siempre fueron así quienes le tomaron su testimonio. Cuando Alfonsín derivó las causas a los fueros militares, el Nano fue citado a declarar en la brigada. Se presentó solo. Un guardia armado lo condujo al interrogatorio de la Justicia militar, donde fue tratado como culpable. Ante cualquier vacilación, las preguntas se volvían apriete. Un ejemplo: al Nano le fue preguntado si el vehículo en que lo cargó Guglielminetti era crema o celeste. Era claro, color claro, de eso se acordaba. “No le pregunto por la tonalidad”, le dijo el oficial. “Esta no es una cuestión de tonos”, agregó con dureza. Al rato de estar declarando, el Nano se arrepentía de haber venido solo. Podía quedar adentro por falso testimonio. Finalmente, cuando terminó su declaración y salió del edificio, sentada junto a uno de los cañones que decoran el pórtico de la brigada, allí estaba leyendo y escribiendo Noemí. “¿Cómo se te ocurrió venir solo?”, le preguntó Noemí. “No quería ser cargoso, ni joder a nadie”, contestó el Nano. “No debiste hacerlo”, le dijo Noemí. Y esta anécdota la describe en genio y figura. Porque Noemí vela atenta por cada uno de los sobrevivientes. Y es, desde luego, el alma mater de esta causa.
6 Hay una historia que Noemí describe con humor ácido. Un viejo entra a la panadería. Otro viejo, al verlo, se descompone. Se da cuenta: ese otro viejo fue su torturador. La escena no es improbable. Y la refería Noemí hace unos meses al aludir a la impunidad y la demora del Ejecutivo en la firma de los pliegos, el nombramiento de los jueces y la reactivación de las causas, si las víctimas sobrevivientes de la dictadura, una generación, la del ’70, merodea o sobrepasa los sesenta años, los criminales son viejos de aspecto inofensivo y expresión perdida, como si no comprendieran por qué están ahí, acusados. Quien entre al tribunal y mire hacia el sector de los acusados, verá un conjunto de abuelitos. El tiempo pasa, los hombres envejecen, pero los delitos de lesa humanidad y el genocidio no prescriben. Si estos ancianos criminales no asustan hoy a nadie, hay entre ellos, sin embargo, un tipo que no parece tan viejo y todavía mira torvo: Guglielminetti.
7 Al sentirse “atacado” por una abogada, Raúl Antonio Guglielminetti no prestó declaración indagatoria, pero ofreció una sucinta autobiografía. Contó que hasta la mayoría de edad se apellidaba Beleni, como su madre, pues Amleto Guglielminetti no es su padre biológico y lo reconoció después que cumplió la mayoría de edad. El nombre de fantasía con que lo bautizó el Ejército fue Rogelio Angel Guastavino. Nació en la Capital Federal, tiene setenta años. Y ha permanecido preso en el penal de Marcos Paz. En su relato pormenorizó que fue agente de Inteligencia del Ejército desde 1973, en 1976 fue trasladado a la ciudad de Buenos Aires y prestó servicios hasta 1979. Después fue a vivir a Estados Unidos: en Miami tuvo una joyería. Tampoco se refirió a su vinculación con el tráfico de armas. En el presente arrastra una sentencia condenatoria del TOF Nº 2 de Capital Federal por delitos de lesa humanidad. La pena fue de 25 años de prisión. También fue condenado en la causa Automotores Orletti por el TOF Nº 1 de la Capital Federal a 20 años de prisión. Después de ser acusado como integrante de la banda de Aníbal Gordon y autor de los secuestros y asesinatos de los empresarios Sivak y Naun, Guglielminetti jugó su sarcasmo al extenderse sobre “sensaciones que estaba teniendo y necesitaba exteriorizar”. Lo que dijo: “Caído el nazismo, en la reforma del código penal alemán, el artículo segundo les daba a los jueces la libertad de interpretar la declaración de los imputados para satisfacer las necesidades del Estado punitivo. Y yo creo que esta mención que se hace así, atropelladamente, intentando acumular información para el acto que va a venir, está totalmente fuera de lugar, señor presidente, porque debieran tener el recato de que el Derecho penal también tiene una estética, más allá de una ética. Tiene una estética y debe conservarse frente al tribunal”. En consecuencia, se reservaba para después de los alegatos. Guglielminetti, cabe consignarlo, fue el secuestrador y torturador del Nano en aquellos días primeros del golpe. A las sesiones de picana y de teléfono, golpes en los oídos con la mano ahuecada, se debe la sordera casi total que sufre el Nano. Con todo lo que parece saber sobre la teatralidad del ritual jurídico, el represor debería tener en cuenta Eichmann en Jerusalén, la crónica ensayística que Arendt escribió para The New Yorker. La filósofa describe con sagacidad la puesta en escena del juicio, el efecto que causaba, en cada audiencia, el ingreso de los letrados, la voz estentórea del juez, anunciando el inicio de la sesión. Impactaba ese instante del comienzo de la puesta. Pero el efecto teatral, su liturgia, lo que podía considerarse eso que Guglielminetti demoniza como el lado “estético”, se disolvía apenas comenzaban los testimonios y el horror estremecía al público. Contra el relato de las víctimas no había, no hay, no habrá, efecto estetizante.
8 En la silla de los acusados se sentarían en este abril jefes militares, suboficiales, civiles que trabajaban en Inteligencia del Ejército, personal de Gendarmería y comisarios retirados que integraron el área de Inteligencia de la Policía o la jefatura de comisarías de Cinco Saltos y Cipolletti. Los involucrados en la causa “La Escuelita”: José Ricardo Luera, Enrique Braulio Olea, Hilarión Sosa, Luis Alberto Farías Barrera, Oscar Lorenzo Reinhold, Mario Alberto Gómez Arenas, Enrique Charles Casagrande, Máximo Ubaldo Maldonado, Osvaldo Antonio Laurella Crippa, Gustavo Vitón, Jorge Osvaldo Gaetani, Jorge Eduardo Molina Ezcurra, Sergio Adolfo San Martín y Francisco Julio Oviedo. También serán juzgados el gendarme retirado Emilio Jorge Sacchitella; los civiles de Inteligencia Raúl Guglielminetti y Serapio del Carmen Barros; y los ex comisarios rionegrinos Antonio Camarelli, Julio Héctor Villalobo, Saturnino Martínez, Miguel Angel Quiñones, Gerónimo Huircaín, Oscar Ignacio Del Magro y Desiderio Penchulef. Además de las 24 defensas, participaría del proceso una gran cantidad de querellantes por las 39 víctimas. El arranque del segundo juicio de la causa “La Escuelita” II fue de alto voltaje. Los primeros tres días de audiencias fueron bravos, con cruces fuertes entre los querellantes y defensores. Hubo encontronazos a raíz de los planteos preliminares, pero el Tribunal evidenció la firme decisión de avanzar en el proceso sin distraerse en las estrategias de las partes. De los 23 acusados, 18 se abstuvieron de declarar, aunque algunos prometieron hacerlo después, y quedó abierta la expectativa sobre los cinco restantes, porque hay elementos objetivos que permiten suponer que podrían tomar la palabra y dar su versión de los hechos que les imputan o al menos del proceso. En estos días, las declaraciones más explosivas fueron las de Molina Ezcurra, quien criticó que en las cárceles sólo están algunos militares y no rinden cuentas los “más de 600 intendentes” que formaron parte del proceso. También cargó contra Balza por haber instalado durante su mando un “sentido malicioso de obediencia” con el concepto de órdenes “morales e inmorales”, que consideró inexistentes en el manual del mando militar. Al el ex jefe de Estado Mayor, Martín Balza, lo acusó de conocer que en 1983 se mandó a incinerar toda la documentación existente sobre las directivas y actividad del Ejército relacionada con la “lucha contra la subversión”. Molina Ezcurra recalcó que la Justicia debió citar a Balza por la actuación en el centro clandestino “La Polaca”, que recorría como “jefe de día”.
9 En los días anteriores a declarar en el TOF, acompañé al Nano. Iba a ser el primer testigo de la causa. Y su familia estaba atemorizada. No era para menos: al antecedente de la desaparición de Julio López, ahora, en Neuquén, había que sumar la casa de las Madres baleada al comenzar el juicio. Pero el Nano no es de achicarse. Conviene tal vez que lo aclare: el Nano es el protagonista de Un maestro, la crónica que escribí inspirado en su vida como ejemplo de lucha y lección de vida. Nuestra intención original era concluir el libro con el juicio, pero el juicio se postergó, prometiendo convertirse en el Día del Juicio Final. Ahora, por fin, el miércoles 18, el Nano declararía ante el TOF compuesto por los jueces Orlando Coscia, Eugenio Krom y Norberto Ferrando. En esas noches anteriores, al Nano se le notaban los nervios. La ansiedad subterránea. “¿Qué te preocupa?”, le pregunté. “Incurrir en falso testimonio –decía–. Quiero estar seguro de cada cosa que digo.” Y volvía a escribir en su ayuda-memoria. En un momento le pregunté si sentía que se encontraba ante un examen o daría una clase. “Es las dos cosas –dijo–. Me siento más seguro dando una clase.” Como docente, se dispuso a prepararla. No durmió bien esa noche, el Nano. La pesadilla que lo tuvo atrapado después de la tortura volvió con intensidad. Taquicardia, sudor frío, despertar con un grito ahogado. La espera.
10 Ese miércoles amaneció limpio y soleado. Pero el viento patagónico frío y crudo obligaba a alzar solapas y anudar bufandas. Sin embargo, no impidió que en la avenida Argentina que sube hacia la Universidad se juntaran frente al alambrado protector del TOF agrupaciones con sus carteles, además de un sinfín de compañeros docentes del Nano. Vinieron a apoyarlo amigos, tanto desde Chos Malal como desde San Martín, y no pocos de Buenos Aires. Un gran lienzo blanco de la APDH con los rostros de los desaparecidos tapaba gran parte del alambrado.
El TOF funciona en instalaciones de la Universidad del Comahue y no reúne todas las condiciones que, se supone, exige una sala para este tipo de juicio. El Ejecutivo había prometido una cifra para acondicionar la sala. La cifra no se completó. Pero suspender el juicio esperando el dinero del gobierno implicaba –y Noemí Labrune lo sabía– una nueva postergación de la causa, una nueva dilación y su consecuente tortura en la espera en las víctimas por declarar. Excepto el comisario Camarelli, solitario y apocado, ninguno de los acusados se presentó a esta audiencia. Aquellos que no adujeron, como Farías Barrera, un infarto y arresto domiciliario, pidieron seguir las alternativas por teleconferencia. Apenas el Nano entró en la sala, el público se levantó a aplaudirlo. Fue un saludo conmovedor.
La sala amplia, enorme, compartía las dimensiones de un gimnasio. Distribuidos en U, los jueces, en un estrado. Al pie, en dos hileras, las mesas respectivas de la querella y la defensa. En el centro, el banco y la mesita donde se sienta el testigo. En este caso, debido a la sordera del Nano, se habían acondicionado dos monitores en los que se imprimirían las preguntas a formularle.
Al tomársele juramento, el Nano apoyó la mano, como sin querer, sobre una Biblia. Más tarde se daría cuenta de qué ejemplar era: la Biblia Latinoamericana, la de los teólogos de la liberación. Tranquilo, al principio con voz quebrada, recuperando firmeza después, el Nano arrancó: “Durante casi cuarenta años he almacenado y preservado en mi memoria hechos de los que fui testigo, hechos que muestran cómo se montó un plan criminal que, conducido por las Fuerzas Armadas, sometió a las instituciones del Estado y, con la complicidad de sectores de la sociedad civil, se instaló el terrorismo de Estado en nuestro país. Este plan tuvo un objetivo: bajo el terror, la sociedad se comportaría con sumisión sin reaccionar no sólo ante el terrorismo sino, también, ante un proyecto económico que endeudaría al país y empobrecería como nunca a sus habitantes. Instituciones jerarquizadas del Estado, a las que el pueblo había provisto para su defensa, eran ahora las responsables del exterminio de toda oposición”. El Nano no podía pasar por alto una asociación para nada ilícita: que hace unos meses se cumpliera otro aniversario del asesinato del maestro Carlos Fuentealba, que ayer fuera el Día del Profesor Neuquino y que él, un docente, fuera el primero en declarar en una causa denominada “La Escuelita”, todo cerraba en una paradoja tan macabra como el origen del centro clandestino, un matadero, lo que remitía al vejatorio texto echeverriano, según David Viñas, fundante de nuestra literatura y clave para comprender las tensiones entre civilización y barbarie. En su relato, el Nano no se detuvo en una enumeración obsesiva de las torturas sufridas. Se acordó con ironía de la rapiña de sus torturadores, los efectos que le robaron al detenerlo: un reloj, un anillo de sello, un encendedor y algo de dinero. Sí, en cambio, abundó en las penurias y bromas siniestras con que los represores gozaban a los familiares de los detenidos. Tampoco se manifestó partidario de la pena de muerte. No es de victimizarse el Nano. “Estoy convencido de que la justicia repara y es sanadora”, afirmó. En una interrupción, agotado, debió retirarse para controlar la presión arterial. Un enfermero le suministró una pastilla. Estabilizado, al continuar, antes que detenerse en la descripción morbosa de los castigos eligió, durante sus tres horas de exposición, citas que irritarían a la defensa, abogadas y abogados refunfuñantes, poco ilustrados, que se dedicaron a hostigarlo con preguntas de mala leche queriendo vincular al Nano, militante del PB, con las organizaciones armadas de la época. No fueron pocas las veces que la provocación chabacana y ramplona de la defensa causó la hilaridad del público y fue reprendida por el juez Coscia con un laconismo elegante. El Nano prefirió continuar su argumentación citando a Kafka, aludiendo a la espera como castigo más terrible que el castigo en sí, y a Primo Levi: “Si comprender es imposible, conocer es necesario. Porque aquello que ocurrió puede retornar. Las conciencias pueden ser nuevamente seducidas y oscurecidas: incluso las nuestras”. Como cierre, leyó un fragmento de la Carta de Rodolfo Walsh a la Junta Militar: “El primer aniversario de esta Junta Militar ha motivado un balance de la acción de gobierno en documentos y discursos oficiales, donde lo que ustedes llaman aciertos son errores, lo que reconocen como errores son crímenes y lo que omiten son calamidades. El 24 de marzo de 1976 derrocaron ustedes a un gobierno del que formaban parte, a cuyo desprestigio contribuyeron como ejecutores de su política represiva, y cuyo término estaba señalado por elecciones convocadas para nueve meses más tarde. En esa perspectiva, lo que ustedes liquidaron no fue el mandato transitorio de Isabel Martínez sino la posibilidad de un proceso democrático donde el pueblo remediara males que ustedes continuaron y agravaron”. La exposición del Nano ante el Tribunal había durado casi cuatro horas.
11 Al salir del Tribunal, más de las tres de la tarde, bajo un sol tibio y un cielo azul, el Nano se fundió en un abrazo con su hija. Se miraron a los ojos, rodeados por una multitud que quería abrazarlo y felicitarlo por su clase. Su expresión se había despejado. Su sonrisa era feliz. La espera, esa tortura, había concluido. Y la pesadilla, exorcizada. Había sido un luminoso día de justicia.
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