Dom 10.06.2012
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CINE > PROMETEO: RIDLEY SCOTT Y LA PRECUELA DE ALIEN

La caverna de los sueños

Ridley Scott había hecho sólo dos películas de ciencia ficción, y había sido hace 30 años, pero le alcanzaron para entrar en la historia: Alien y Blade Runner. Ahora, después de una vida de éxitos tan disímiles como Gladiador y Thelma y Louise, vuelve a las fuentes. Aunque él y sus productores niegan que sea una precuela oficial, Prometeo es un regreso al origen de todo: de la vida humana, del universo y de aquel universo sexual y violento que insinuaba el bicho de Alien.

› Por Mariano Kairuz

Primero se anunció que sería una precuela. Después sus productores y realizadores dijeron oficialmente que no, que se trataba de una película enteramente nueva e “independiente”. Ahora que ya está, que ya se estrenó en parte del mundo y llega el próximo jueves a Argentina, no quedan dudas: Prometeo, la nueva película de Ridley Scott –apenas la tercera de ciencia ficción en su larga y profusa filmografía, la primera del género en treinta años–, es inequívocamente una precuela de Alien, el clásico inoxidable que lo hizo famoso y lanzó su carrera en 1979.

En todo caso, dicen Scott y sus guionistas, Prometeo es un regreso al “mismo universo” de la película que acá se estrenó con el recordado subtítulo “El octavo pasajero”: comparte su adn con aquélla. Y la elección de palabras desoxirribonucleicas no es casual, porque Prometeo trata justamente sobre eso: sobre la materia prima, los elementos originales, la helicoidal cadena de gestación de vida, de formas de vida. Formas de vida bien específicas: en pantalla vuelven a reconocerse los oscuros, perturbadores y explícitamente sexuales diseños del artista suizo H. R. Giger, cuyo estilo “biomecánico” sugiere no sólo sexo en sus formas y metal en sus estructuras y texturas, sino una salvaje combinación de una cosa y la otra (sexo duro y potencialmente doloroso). La “concepción”, después de todo, estuvo siempre en el centro de la primera Alien, como recordarán todos aquellos que alguna vez temblaron ante la tremebunda escena de la criatura ciega y dentada que sale a la luz haciendo estallar el pecho de John Hurt. Y la concepción vuelve una y otra vez, de diversas y a menudo temibles maneras, en Prometeo, que no por nada toma su título del mito griego del titán que les roba la llama de la creación a los dioses para dársela a los humanos. No sólo la creación de vida como posibilidad, sino también la pregunta de qué se hace con esa vida que se ha creado. Puede sonar a palabrerío New Age existencialista y pseudofilosófico, pero Scott sabe –ya lo probó antes y vuelve a hacerlo– cómo convertir todo esto en un espectáculo absorbente.

Lo que Scott procura no hacer, en última instancia, es una precuela en el sentido más abusado en los últimos tiempos, es decir, no usa los-mismos-personajes-en-versiones-jóvenes, y fundamentalmente, casi no recurre al bicharraco titular, al “xenomorfo”, es decir, al extraterrestre de cabeza fálica, múltiples mandíbulas y baba ácida, porque, dice, su imagen ya ha sido quemada: demasiadas secuelas –tres, ninguna del todo mala, alguna muy buena–, un par de derivaciones –los dos cruces con Depredador, el segundo un caso barato y vergonzante de explotación de marca– y múltiples historietas y videojuegos, terminaron por quitarle a esa figura sombría que en la primera película acechaba en la oscuridad, todo el misterio. Y el misterio es la clave de la perdurabilidad, la contundente vigencia de esa obra maestra que ya tiene 33 años pero todavía funciona tan bien como la primera vez.

EL HORROR, EL HORROR

Prometeo marca su filiación desde los créditos iniciales, cuando el título empieza a revelarse lentamente y por partes, replicando en pantalla los de la primera Alien. Lo que la película, ni ésta ni ninguna otra, puede replicar es el impacto que tuvo el original en su momento, porque Alien es inevitablemente un producto tardío del cine de los ’70, una época única en el cine de estudios. Hay que recordar que cuando 20th Century Fox decidió financiarla, el blockbuster, la superproducción multimillonaria y vacacional tal como las conocemos y se impone hoy en Hollywood, era todavía una novedad: la habían inventado Spielberg (con Tiburón) y George Lucas (con La guerra de las galaxias) en la segunda mitad de la década. Scott (South Shields, Inglaterra, 1937) era un realizador publicitario relativamente joven convocado para el proyecto por productores que habían visto su notable ópera prima, Los duelistas, basada en el relato The Duel, de Joseph Conrad. El guión de Alien, de Ronald Shusset y el siempre insuficientemente acreditado Dan O’Bannon, fallecido hace un par de años, había sido concebido como un pequeño proyecto clase B, con un presupuesto limitado y una estructura tipo “misterio del cuarto cerrado”. Unos pocos personajes, un puñado de ambientes aislados. Claustrofobia, oscuridad y miedo a lo desconocido, y también miedo a la naturaleza humana. Eso y poco más, la feroz contundencia de lo sencillo. Un par de sets sofisticados y un par de efectos mecánicos habían encarecido el proyecto. La Fox le dio luz verde, sin embargo, porque necesitaban capitalizar el éxito inesperado de La guerra de las galaxias con cualquier cosa que se pareciera a una aventura espacial, y necesitaban hacerlo ya mismo.

El resultado fue extraordinario, uno de esos casos en los que un director les saca chispas a sus limitaciones de producción. Una película de atmósfera, que describe la tensa, paranoica relación entre sus protagonistas. Su escenario era el espacio exterior y el futuro pero, como en la mejor ciencia ficción, no se trataba de otra cosa que una proyección del acá y ahora: la nave espacial, la Nostromo, era un enorme carguero interestelar, y su tripulación –un grupo de obreros y técnicos, “camioneros siderales” de poco o nulo espíritu científico– están desde un principio a merced no tanto del monstruo como de la corporación industrial que les paga el sueldo. Como descubría horrorizada Ripley (la debutante Sigourney Weaver), la compañía había supeditado a sus trabajadores a sus propios intereses y los consideraba “sacrificables”. Como corresponde al cine de los ’70, el mundo del trabajo, del egoísmo y la codicia, lo más sucio de la naturaleza humana estaba ahí, pero en el espacio, donde, decía el slogan de la película, nadie escucha nuestros gritos.

Siempre se señaló entre las influencias más directas de Alien a otro clásico, El enigma de otro mundo, de los ’50, basada en el relato de John W. Campbell Jr. (todavía faltaban un par de años para la extraordinaria remake de John Carpenter), y con la cual compartía, además de sus “diez indiecitos” en el entorno cerrado, el tema central de las víctimas como anfitriones de un monstruo-huésped. Un tema que Alien llevaba al extremo, ofreciendo una perspectiva por lo menos incómoda sobre la noción de embarazo. Pero además, como bien señaló el crítico Aníbal Vinelli en la hoy legendaria revista El Péndulo (diciembre de 1979), en un entusiasta anticipo de la que ya era sin dudas la película del año, Scott contaba con otras influencias más difusas pero también más prestigiosas: Scott había vuelto a Joseph Conrad una vez más después de Los duelistas. “Maestro de la aventura, ex capitán de barco –escribe Vinelli–, a 55 años de su muerte, su apasionada exploración del interior humano ambientada en territorios coloniales sigue atrayendo la atención de cineastas como Francis Ford Coppola, que llevó El corazón de las tinieblas al Vietnam de los ’70. Según dicen, Apocalypse Now conserva de Conrad el espíritu trágico, la convicción de lo inexorable. Alien es también conradiana, y lo es en más de un sentido. Se nota en la humorada que implica bautizar como Nostromo y Narciso a la nave espacial y a la cápsula de desembarco, respectivamente, los títulos de otras tantas novelas del polaco. Pero es, si se quiere, no más que una divertida alusión, un simpático homenaje que palidece frente a toda la concepción del film. Si bien Conrad jamás escribió libros de terror, el miedo, la angustia, la sensación del horror antes que el horror mismo, se intuían en sus relatos, que en numerosas oportunidades se caracterizaron por una condición: el poder de lo inexorable. En Alien lo inevitable es deliberado y la ingenuidad aparente, un engaño.”

Hoy, 33 años después, Alien sigue siendo un artefacto perfectamente aterrador cuya puesta en escena funciona por sustracción: hasta uno de los últimos planos de la película no sabemos qué forma tiene el extraterrestre. Para entonces lo que vimos fue ese artrópodo que se prende con fuerza a la cara de John Hurt para “inseminarlo”. Después la criatura serpenteante que sale de su pecho. Y luego el monstruo faliforme, cuyo cuerpo, agazapado en las sombras, sólo podemos ir reconstruyendo de a poco, lo que le exige a cada espectador que lo complete con las formas de sus pesadillas más personales. Al final, tras su tenso e irreductiblemente erótico tête à tête con Ripley –la muchacha apenas vestida y su gatito Jones contra el monstruo con cabeza de pija– expulsa al bicho de la nave, y entonces lo vemos de cuerpo entero y descubrimos, para nuestro horror, que el alien en cuestión era más bien antropomorfo, algo así como un tipo alto y cabezón que no se corta las uñas. Hay maestría en ese golpe final, que, aunque no es el que quería Scott inicialmente –Scott quería que el bicho le arrancara la cabeza a la teniente y luego pusiera rumbo a la Tierra– termina por abrir la puerta, sin sospecharlo, a la lejana Prometeo.

PROMETEO EN EL DESIERTO

Prometeo se llama la nave que en el año 2093 arriba en un lejano planeta perteneciente a un sistema parecido al nuestro, con su propio sol. A bordo viajan un grupo de expedicionarios, y los técnicos y obreros sacrificables de siempre, en busca del origen de unas elocuentes pinturas rupestres que anteceden a todas las conocidas por el hombre, y en las que vemos representados a unos hombrecitos que parecen venerar a otros hombres más altos que señalan una constelación en el cielo. La hipótesis de la doctora Shaw (la sueca Noomi Rapace, la Lisbeth Salander de la primera versión para cine de la saga Millennium) y su colega y pareja es que esos hombres altos de la pintura son nuestros diseñadores. Nuestros “ingenieros”, los llaman. Ellos nos hicieron a nosotros, así como nosotros fabricamos robots perfectamente humanos (y, salvando las distancias, así como no-sotros tenemos hijos). Así que allá vamos, al encuentro de nuestros hacedores. Un rato más tarde, ya inmersos en una cueva inconfundiblemente gigeriana, se topan con una cápsula de navegación y lo que parece ser el esqueleto, de cabeza elefantiásica, de su piloto. Una imagen que les resultará más que familiar a los fanáticos de Alien: se trata de un piloto como el piloto muerto con el agujero en el pecho que encuentran los tripulantes de la Nostromo al comienzo de Alien. Bueno, ocurre que eso no era un esqueleto ni una cabeza elefantiásica, sino un raro traje de astronauta. La precuela diseñada por Scott –escrita por el ignoto Jon Spaihts y reescrita por Damon Lindelof, uno de los principales factótum de la serie Lost y seguramente responsable de los pasajes de charlatanería religiosa de esta película– parte de una pregunta que todas las secuelas de Alien habían ignorado: ¿quién era ese piloto muerto, ese otro alienígena? Y de ahí, al misterio de la creación, casi sin escalas.

Es bastante impresionante que Ridley Scott se haya convertido en uno de los mayores referentes del cine de ciencia ficción a pesar de que, hasta Prometeo, sólo había filmado dos películas de este género. Pasa que se trata de dos de las películas más importantes del cine contemporáneo: después de Alien, Blade Runner. No es difícil ver la correlación entre una y otra, porque más allá de los futuros apestosos que pintan ambas, la adaptación de la novela de Philip K. Dick le permitió retomar uno de los temas de Alien que era, claro, el encuentro con nuevas formas de vida, tanto naturales como artificiales. Las de este último tipo estaban encarnadas en Ash, el robot enviado de incógnito por la corporación para cumplir con una misión y vigilar a sus empleados (gran interpretación de Ian Holm). Remitiéndonos por supuesto a Ash pero no menos a los sufridos replicantes de Blade Runner –a quien su creador ha dotado de vida, de sentimientos, hasta de “alma”, a la vez que de un ciclo vital cruelmente corto–, Prometeo incorpora su propio androide, que termina por apropiarse de la película. Michael Fassbender (el irlandés a quien conocimos en Bastardos sin gloria hace un par de años y hoy está hasta en la sopa) interpreta a David, el mayordomo todoterreno de la Prometeo, conocedor de infinitas lenguas y culturas y técnicas, con una ambigüedad sugestiva y perturbadora. Algo en el fondo de su mirada presuntamente vacía parece activarse cada vez que algún personaje le recuerda que lo que lo diferencia de los humanos es que él no tiene alma. Cuando aparece por primera vez, parece un personaje de 2001, odisea del espacio, pero enseguida advertimos las grietas humanas en la máquina: mientras el resto de la nave duerme su sueño criogénico, David recorre pasillos y salones vacíos y se solaza de una manera por lo menos llamativa: proyectándose en pantalla grande Lawrence de Arabia, imitando el acento de Peter O’Toole, aprendiendo sus diálogos, caracterizándose como él, con elementos de –según el propio Fassbender– el Rutger Hauer de Blade Runner (que cumple 30 este año) y el David Bowie de El hombre que cayó a la Tierra. En su no-humano David, en su irritante perfección motora y su frialdad se cuela cierta vulnerabilidad y cierta humildad fingidas, detrás de las cuales se adivinan una tremenda altanería y un profundo resentimiento que sólo pueden ser humanos. (En espejo, no falta quien sospeche que la otra jefa enviada por la compañía, Meredith Vickers, interpretada por Charlize Theron, sea acaso una autómata.) “En el desierto no hay nada, y ningún hombre quiere nada”, dice David. “Es algo salido de una película que me gusta mucho”, explica. David es el androide que sueña con ovejas eléctricas.

Y mejor no contar más. Sólo que habrá un par de escenas gore absolutamente aterradoras, dignas del primer Alien, una en particular que involucra un intento de aborto que lleva un paso más allá las violentas ideas sobre la concepción que han atravesado la saga desde sus inicios.

Con todos sus defectos y traspiés –que los tiene y los da–, Prometeo es una de las pocas películas adultas de la ciencia ficción contemporánea y una de las pocas aventuras espaciales genuinamente ambiciosas y –a pesar de su carácter de precuela– originales, que ha dado el género desde Matrix y a su discutible manera Avatar. Un espectáculo único que nace de la cruza entre una pregunta trillada y grandilocuente pero igualmente inagotable e inexorable sobre el misterio original, y un bienvenido regreso a ese espectáculo único y hermosamente obsceno de vulvas y falos hipertróficos que les rompió la cabeza a varias generaciones de espectadores a lo largo de más de tres décadas.

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