Horacio Coppola era el último exponente de la generación de fotógrafos que llenó de vanguardia y modernidad la fotografía argentina. Estudió con la Bauhaus en la Alemania de las entreguerras, donde compró su primera Leica, fotografió en París a Miró y a Chagall, hizo las fotos de la primera edición de Evaristo Carriego, de Borges, publicaba habitualmente en Sur, creó una editorial y fundó el grupo Imagema, se casó con Grete Stern (otro emblema de aquella generación), fotografió viajes y capitales, fue maestro de fotógrafos con una frase que todos recuerdan. Pero fundamentalmente Horacio Coppola, con su estética modernista y su búsqueda permanente de un modo nuevo de ver, será siempre el hombre que le dio una identidad fotográfica a Buenos Aires. Tras su muerte, a los 105 años, los fotógrafos argentinos lo despiden.
› Por Marcos Zimmermann
Tenía 105 años y era el último mohicano del grupo dorado de la fotografía argentina del siglo XX. Annemarie Heinrich, Anatole Saderman, Grete Stern, Juan Di Sandro, Hans Mann y Sameer Makarius completaban el podio. “Lo que importa es la cabeza y el ojo”, “una buena fotografía es una fotografía completa”, sostenía Coppola con todos esos años a cuestas, la última vez que lo vi en su casa. Cuando le pregunté a qué se refería con esta última frase, me contestó que una buena foto debía contener el mundo y, además, la visión del fotógrafo. La unión de lo interno y lo externo, ese equilibrio delicado sin el cual, decía, el arte permanece ausente, era la clave de todo su trabajo.
Nadie sabe bien por qué ciertos artistas se adelantan a veces a su tiempo. Nadie es capaz de describir en detalle las razones que hacen que un fotógrafo anteceda con su mirada a otros y hasta modele la visión del resto. Coppola, espía de calles, gente, zaguanes y sombras de Buenos Aires –ese flâneur metropolitano (como a él le gustaba llamarse)–, construyó en sus largos años de vida una obra que, curiosamente, es capaz de rejuvenecer constantemente. El fotógrafo ha muerto pero, siguiendo la mejor tradición de los grandes artistas, no se llevó nada consigo. Al contrario, nos dejó la historia viva de la Ciudad de Buenos Aires. Y, sobre todo, dejó la herencia más generosa que puede brindar un fotógrafo: su propia mirada.
Se podrían enumerar muchos hitos de la larguísima vida de Horacio Coppola. Mencionar, por ejemplo, que fundó en 1929 el primer cineclub de Buenos Aires; que sus fotografías fueron incluidas en el Evaristo Carriego de Borges; que la mítica revista Sur se nutrió con sus imágenes; que en 1932 viajó a Berlín y asistió al Departamento de Fotografía de la Bauhaus, en donde conoció a su primera mujer, Grete Stern; que allí filmó el documental Traüm; que, poco después, fotografió en París a Miró y a Chagall; que en 1936 publicó su primer libro sobre Buenos Aires y filmó otra película sobre la construcción del Obelisco; que fotografió, entre muchas otras cosas, la obra del Aleijadinho y fundó Ediciones de la Llanura; que se casó en segundas nupcias con Raquel Palomeque; que publicó en 1980 Viejo Buenos Aires, adiós; que en 1982 recibió el Konex de platino y que en 1984 creó el grupo Imagema; que en 1986 ganó el Gran Premio del Fondo Nacional de las Artes y que en 1997 el Instituto Valenciano de Arte Moderno realizó una gran muestra y publicó El Buenos Aires de Horacio Coppola; que expuso en 2002 en la feria de ARCO, en Madrid; que fue proclamado Ciudadano Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires; que Ediciones Larivière publicó en 2006 Buenos Aires, Coppola+Zuviría y que festejó sus cien años con una gran muestra en el Museo Malba.
Pero, lo que más habría que destacar de la vida de Coppola es que, con incansable pasión y una estética modernista que era desconocida hasta entonces en el Río de la Plata, fijó, Leica en mano, ciertos rasgos ineludibles de aquella Buenos Aires de la primera mitad del siglo XX. Aunque su obsesión por mostrar el mundo desde un punto de vista particular lo empujó también a registrar las formas que dibujaba la luz en innumerables utensilios cotidianos, que su mirada personal convirtió rápidamente en objetos abstractos. Es que lo que parecía fascinar a Coppola era exhibir la realidad desde una perspectiva nueva. Hay una fotografía hecha en Londres, en 1936, donde aparece él mismo sacando una foto subido al borde de una pared, sostenido por su amigo Walter Auerbach. Quizá sea ésa la imagen que mejor lo describa.
En el catálogo de una de sus últimas exposiciones titulada Los viajes, su galerista Jorge Mara hace una comparación de algunas de sus fotografías con otras, pertenecientes a fotógrafos como Lázló Moholy-Nagy, André Kertész, Walker Evans, Aleksandr Rodchenko, Andreas Feninger, Berenice Abbott, George Brassaï, Manuel Alvarez Bravo, Paul Strand, Willy Ronis y Henri Cartier-Bresson, entre otros. Basta mirarlas para darse cuenta de que Coppola no tiene nada que envidiarles. Al contrario, en más de un caso, las imágenes de Coppola preceden en el tiempo a las de estos grandes fotógrafos.
La última vez que lo vi, descubrí que compartía con él el hecho de que, a ambos, nos había enseñado fotografía un hermano. Antes de irme le pedí que me permitiera sacarle algunas fotos y le pregunté si él también quería tomarme alguna. Asintió inmediatamente. Entonces le alcancé mi cámara y, desde su sillón disparó, creo yo, una de sus últimas fotografías. Hoy me gustaría despedirlo con las mismas palabras que él mismo usó en el título de uno de sus libros, para referirse a un viejo Buenos Aires que se había ido y que –sabía– sus fotos iban a conservar para siempre: ¡Viejo Horacio Coppola, adiós! Ahora, esas mismas fotografías harán que usted viva por siempre.
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