Domingo, 15 de julio de 2012 | Hoy
MUESTRAS 1 > MARCELO POMBO: LOS ’90, LOS 2000 Y DESPUéS
Con la mítica galería Witcomb como ideal de pertenencia, Marcelo Pombo salda cuentas con la década que terminó y traza un cielo redondo de un metro y medio en el que brillan sus mejores estrellas.
Por Claudio Iglesias
Una ventana de lluvia púrpura, una miríada de seres plásticos que brotan de la tierra, un horizonte tornasolado con elementos insertos, rectangulares y aéreos, son algunos de los símbolos más característicos de Marcelo Pombo, un artista con más de veinte años de trabajo en los cuales se enhebraron los deseos y las aporías de dos décadas de arte en Buenos Aires. Mi primera muestra en la galería Witcomb, su exhibición en Roldán, lleva su estilo (tantas veces maltratado por formalista) al terreno de la postura crítica, sin abandonar la ficción. La muestra es, de hecho, un gran invento, una impostura: primero que nada, no es en Witcomb, la galería señera de la modernidad en Buenos Aires, sino en un establecimiento ligado al mercado secundario, donde puede hasta verse algún collage raro de Yente o una obra de Ari Brizzy. En la vidriera, una pintura anuncia el título. Y en un formidable cubículo pintado de verde, Pombo despliega seis cuadros y una suerte de ambientación de muy vieja escuela: una mesa con alfombra y jarrón que acompaña y condimenta el recorrido por las imágenes. Pombo entró en Witcomb y muestra sus cuadros como si estuviera en el cielo, o en 1900, lo que es casi igual. Witcomb se convierte en el significante narcótico de cuyos pies emana la historia del arte, la gran historia del arte, lo que en el vocabulario de Pombo es la historia del arte argentino, a secas. La galería por la que pasaron Xul Solar, Schiaffino y quien usted guste ahora recibe a su más joven campeón. Witcomb es una mezcla exacta del Hotel Overlook de Stanley Kubrick y la Zona de Andrei Tarkovski: un lugar propio, afantasmado e intemporal en el que los deseos se hacen realidad en medio de los amigos de toda la historia. De ahí el carácter mistificadoramente legendario de las pinturas. Si Pombo roba el aliento con su exhibición, es porque nos puede transportar a otro lugar. Y porque parece estar hablando con amigos más pesados de los que estamos acostumbrados a ver.
Este espacio espiritual y propio, si bien supone cierta reflexión sobre la historia del arte local, es sin embargo lo que Pombo viene señalando desde hace mucho tiempo en su trabajo, y que ahora materializa con la mayor claridad. Los cielos nocturnos, la nieve de stickers y la fauna extravagante de billeteras que flotan en el paisaje, la familia bailarina de monederos de distintos colores y mil texturas con manchas de algodón en la piel, las líneas en el horizonte, los rombos y óvalos, el animal print y los platos voladores no constituyen sólo la prueba de que el arte argentino de los noventa anticipó un conjunto de referencias que actualmente ganaron espacio en el segmento del mercado específicamente correspondiente a los jóvenes. Lo que dice Pombo es que ese paisaje lleno de citas a sus más queridos amigos (Esteban Echeverría, Benito Laren), ese cielo, esa Pampa, es de algún modo Witcomb: el lugar en el que el arte está a salvo.
La pregunta maliciosa que queda, entonces, es qué hay, o qué hubo, afuera de Witcomb, este espacio mítico, sinónimo del arte, que se abre en la calle Juncal con ánimo de juicio final. Y para responder, Pombo tiene dos frases concisas que alcanzan. (Marcel Proust decía que una mujer le podía romper el corazón a un muchacho con sólo dos frases.) La primera es muy conocida: que todo lo que le importa es lo que está a su más inmediato alcance, literalmente, en un radio de un metro cuadrado. La segunda: que la década del 2000 no existió. Si la primera frase hace mención al modelo del “artista de artistas” (característico de los noventa en Argentina) cuyo trabajo se dirige exclusivamente a sus artistas amigos, la segunda nos pinta un panorama ominoso para una década con la autoestima muy desencontrada, en la cual los lazos de solidaridad entre artistas fueron sustituidos por ferias pujantes, galerías de moda y conglomerados educativos con imagen de marca. La década que Pombo dice que no existió es la que se aleja de su radio de un metro: una década en la cual, en Buenos Aires y en muchas ciudades, la escena se expandió, el mercado explotó y el arte se volvió extremadamente popular, al precio de perder su soberanía: la industria que se desarrolló a su alrededor pudo someterlo pacíficamente a sus propias demandas.
Representémonos entonces la historia de Pombo (o la historia del arte contada por Pombo) como un drama filosófico: metro cuadrado - no existencia - Witcomb. Respectivamente, el idilio, la caída y la gloria. Lo curioso es que Pombo fue partícipe de los tres momentos. Así como fue un artista de artistas, en los dos mil se vio afectado por una escena que se agigantó perdiendo dimensión de sí misma. Algunas muestras en Ruth Benzacar lo pusieron en la incomodidad de formar parte de una generación que se repetía mientras centenares de chicos con actitud atildada se alegraban cuando sus proyectos eran aceptados en instancias de exhibición tan desoladoras como bochincheras. El arte no se encontraba, y el metro, por decirlo así, se tragaba las lágrimas, incapaz de dibujar un círculo en el suelo, de marcar un territorio. El salto a Witcomb, después de mucho peregrinar, es una especie de cameback: no a la escena del mundo del arte, de la que puede entrar y salir a gusto, sino a esa conversación sideral que puede tomar la forma de una mesa de tres. Ese círculo compartido, y propio, en el que el arte es una especie de hogar.
Marcelo Pombo
Mi primera muestra en la galería Witcomb
Roldán
Juncal 743
De lunes a viernes de 14 a 20.
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