Domingo, 15 de julio de 2012 | Hoy
ENTREVISTAS > NICOLáS PRIVIDERA HABLA DE TIERRA DE LOS PADRES
Después de su debut con M, un documental extraordinario en el que indagaba sobre la desaparición de su madre durante la última dictadura, entrevistando a viejos compañeros de militancia y buscando las grietas y contradicciones de un discurso militante que muchas veces aparece como monolítico, Nicolás Prividera dedicó su segunda película a otro discurso igual de diverso y a veces en apariencia monolítico: el de la Historia. Convocando a artistas, escritores e intelectuales a leer el único y gran libro de pasajes de obras argentinas literarias, testimoniales e históricas en diferentes rincones del emblemático cementerio de la Recoleta, Tierra de los padres despliega con sugestiva sobriedad un relato en el que la Historia nacional va mostrando sus sangrientos conflictos y el modo en que todavía laten en el presente.
Por Hugo Salas
Al comienzo de Tierra de los padres, segunda película de Nicolás Prividera, el Himno Nacional acompaña una minuciosa compilación de registros documentales signada por la represión y la violencia. Salvo unas pocas imágenes de principios de siglo, que tienen por escenario el campo, se trata de sucesos acontecidos en la ciudad, desde la Semana Trágica hasta las penosas jornadas de diciembre de 2001, pasando por el bombardeo de Plaza de Mayo, la represión bajo el Onganiato, la masacre de Ezeiza y las acciones terroristas de la última dictadura militar. El blanco y negro empareja los materiales, creando la sensación de un continuo triste, y el espectador se encuentra de pronto reconociendo el cambio de una época a otra con cierta demora, como si se tratara de una corriente que permea y enlaza esos momentos que, al mismo tiempo, son claramente distintos. La versión del Himno, de las más ortodoxas y tradicionales, reafirma el vínculo indisoluble entre esa sucesión violenta y la esfera oficial, entre represión y Estado, y tras su último acorde, por corte directo, la mirada se fija en un plano aéreo y silencioso del cementerio de la Recoleta. Allí, distintos lectores habrán de dar voz a los fantasmas y disputas que acosan la idea misma de nación desde 1837 hasta la década de 1970.
Por ese espacio emblemático, de hecho, comenzó el proyecto. “Siempre me interesó el cementerio de la Recoleta”, desliza Prividera, puesto a rastrear su génesis. “Me interesa el espacio mismo de los cementerios, tan concreto y tan simbólico a la vez y, en el caso particular de la Recoleta, a eso se suma que es uno de los pocos del mundo capaces de concentrar toda una historia nacional en un mismo espacio, con tantas tramas y subtramas, donde están enterrados personajes que incluso lucharon en bandos opuestos. Esto me permitía trabajar un arco muy extenso de tiempo, la historia, y hacer que la película se expandiera, como ocurre literalmente al final.”
En el transcurso de sus cien minutos, Tierra de los padres despliega sobre el cementerio un juego de confrontación constante entre textos que bien pueden ser considerados fundacionales de la noción de patria. La película, según su director, “se permite jugar un poco con ese viejo género que es el diálogo de muertos, ponerlos a conversar y que la historia argentina se vaya hilvanando a través de las citas de esos personajes. La película es una cita en todo sentido, porque produce también el encuentro entre esos textos, entre esos personajes, y también entre el lugar y la ciudad, porque este cementerio necrópolis funciona como representación de la ciudad y de la nación, en una superposición de capas que me interesaba explorar. Por eso quería poner en juego esas voces oídas desde el presente y resonando en el presente, porque lo que me interesaba, en realidad, era ver de qué modo ese pasado resuena hasta hoy y esas disputas políticas todavía reverberan en las disputas políticas del presente”.
Esa necesidad de trazar la relación con el presente hace que los distintos textos no aparezcan de manera directa (impresos sobre la pantalla) ni escenificados, sino a través del acto mismo de la lectura, en la persona de hombres y mujeres que leen hoy. “Buscaba producir un doble distanciamiento. Por un lado, jugar con el contraste entre la falsa paz del cementerio y la violencia de los textos y, por otro, evitar esa especie de falsedad de la que a mi gusto siempre adolece el cine histórico, donde se pone a un actor, conocido o no, a hacer de prócer y hasta se intenta que hable como alguien del siglo XIX, cuando finalmente todo cine histórico termina hablando sobre el presente. La manera de saltar esa dificultad era posicionarnos directamente en el presente y hablar desde él, dejar la representación al descubierto: ahí, en la pantalla, hay personas que leen, no actúan. Muchas de ellas no son actores ni actrices, pero aun en el caso de quienes sí lo son intenté que no actuaran, sino que se dejaran atravesar por ese texto, a veces con empatía, a veces con rechazo, otras con indiferencia, pero siempre con una lectura viva. Justamente, no hacer una película momificada o marmórea sino todo lo contrario: mostrar que detrás de esa quietud, de esos mármoles, de esa arquitectura, de esas estatuas, todavía están esas pasiones.”
En un juego que busca instaurar ese doble código, de la distancia y la dificultad, el primero de los lectores –que lee, no casualmente, un texto de Echeverría– es una chica en edad escolar, vestida de guardapolvo, y lo hace con las dificultades propias de la edad. “La escena me servía para plantear todas las distancias: la distancia que instaura la escolaridad con esa historia aprendida infantilmente y la que produce la dificultad propia de leer la historia, ser capaz de entender lo que uno está leyendo y no hacerlo de un modo reiterativo o mecánico, sino rompiendo ese mecanismo, volviendo sobre una idea que de alguna manera ya había trabajado en mi película anterior, M: tomar un determinado discurso y hacerlo estallar desde adentro, por medio de la reiteración.” En aquella primera película, la investigación sobre la desaparición de su madre, Marta Sierra, llevaba al cineasta a indagar tanto en los mecanismos del terrorismo de Estado como en los vaivenes y claroscuros de la militancia de los ’70, fracturando un discurso monolítico y cerrado acerca de ese grupo como una generación homogénea, sin distinciones. Tierra de los padres vuelve sobre ese procedimiento, si bien en este caso los textos seleccionados, más canónicos, no se quiebran desde su interior, como ocurría en la anterior con los testimonios de los entrevistados, sino a partir de sus contrastes entre ellos y con la Historia.
José María Paz, Quiroga, una y otra vez Sarmiento, Rosas, Mármol, Alberdi, Hernández, Mitre, Mansilla, Roca, Lugones, Eva Perón, Martínez Estrada, el general Valle, Girondo, Saint-Jean, Aiub, Walsh, Massera, Paco Urondo y tantos otros se leen, a lo largo de la película, todos de un mismo libro, que los distintos lectores sostienen. Según Prividera, “el libro es como el Libro de arena de Borges, un libro que puede reunir todos los textos, y ése es el libro de la Historia. Más allá de las diferencias, en un punto la historia es una, o al menos nos une a todos, nos atraviesa a todos”. De manera interesante, sobre la última mitad del siglo XX aparece la poesía, ausente hasta entonces, como suplemento necesario para entender la complejidad del tiempo histórico.
La serie de lecturas, por otra parte, presenta aquí y allá extraños quiebres en su linealidad. Luego de un texto de Rosas, y antes de un fragmento de Amalia, vemos a un pequeño grupo reunido frente a la tumba de Eva Perón, concentrado en torno de un hombre que entona la marchita, y al final la dedica “para vos, General”. Luego de El crimen de la guerra, de Alberdi, y antes de un fragmento de Martínez Estrada, un grupo de escolares se detiene frente al mausoleo de Eva Perón, sin prestar atención a la actriz que está allí sosteniendo el libro de los lectores, como si se tratara de un fantasma, un espectro. Curiosamente, ese carácter silencioso y a la vez invisible que se atribuye a los fantasmas se repite en los planos esporádicos del cementerio y en particular de los trabajadores. “Para mí –señala el director–, de alguna manera ellos son aquí como los anónimos soldados del ejército de la independencia, que sostienen la historia pero no figuran en ningún lado, como en el poema de Brecht ‘Preguntas de un obrero que lee’, donde se cuestiona ‘¿Quién construyó Tebas, la de las Siete Puertas? En los libros figuran sólo los nombres de reyes. ¿Acaso arrastraron ellos bloques de piedra?’. Los cuidadores del cementerio ocupan un poco ese lugar de los mudos sostenes de la historia, y además la viven con mucha cercanía y de un modo contradictorio, sin conocerla o en una relación de sumisión o insumisión, donde todo puede suceder.”
En un momento, dos cuidadores dialogan sobre el propietario de un mausoleo que ha tratado de bajar los costos del servicio (pretende pagar cuarenta pesos al mes en vez de sesenta). Más allá de lo curiosa que pueda resultar la situación, pone en escena una cuestión que atraviesa Tierra de los padres desde el inicio: los costos de sostener la historia. “Es que detrás de lo espectral –apunta Prividera–, está siempre lo material. En ese sentido, es una película absolutamente histórica, que asume todos los procesos y el modo en que esos discursos encarnan en personajes y momentos históricos claramente distintos. Por eso el carácter sólido de los mármoles y la disolución de los lectores, que ponen en diálogo esas dos cosas: lo que transcurre, lo que pasa, y lo que permanece o al menos quiere permanecer para siempre, porque muchas de esas bóvedas están a perpetuidad, pertenecen a sus dueños mientras exista la Argentina. De alguna manera, si alguna vez ese cementerio no existe, es porque ha dejado de existir la nación, y tal vez el cementerio sea lo único que quede en pie cuando la nación ya no exista. Tal vez todo sea un gran cementerio. En un punto, la propia nación, y de eso trata la película, es un gran cementerio.”
Las de los cuidadores, sin embargo, no son las únicas imágenes “documentales” que se intercalan entre las lecturas. Otra serie cobra resonancias particulares: la de las bóvedas desamparadas, ruinas, convertidas en signo doble del resultado de la destrucción que impone la violencia y el abandono, la negligencia, el olvido, lo que no está. Los grandes mausoleos conviven con edificaciones modestas, muchas de ellas abandonadas, duplicando en ese cementerio (y en el seno de la clase que lo reclama como propio) las dualidades que esa violencia instaura en la esfera social.
Tierra de los padres termina con un plano hipnótico, tal vez uno de los más impactantes que se hayan realizado en el país en los últimos años. Se trata de una toma aérea que recorre la ciudad desde los bajos de Retiro hasta llegar al cementerio, muestra su similitud con el trazado de la ciudad, lo circunda lentamente y luego se aleja, hasta internarse en las aguas del Río de la Plata. “Fue lo primero que tuve en mente, ese plano final que une los dos grandes cementerios de la Argentina, el oficial y el no oficial, ligados por esa cercanía tan notoria y esa distancia a la vez absoluta entre una necrópolis dedicada a la gloria de los allí enterrados, su autocelebración, y el río innominado donde no hay tumbas, no hay cadáveres, no hay nada, salvo la inmensidad, el infinito. De algún modo, por eso también el arco cierra antes de 1983. Para mí la dictadura es el gran momento de cierre de todas las tendencias políticas que dejó el siglo XX, y al mismo tiempo el nudo en que se definen los problemas y condiciones políticas y económicas con los que todavía estamos lidiando. No en vano es un momento al que se vuelve obsesivamente. Por otra parte, y esto de algún modo es simétrico con el inicio, para mí es posible homologar la generación de 1970 con la generación de 1837, dos generaciones con grandes proyectos de país que, a su modo, fracasaron, porque parte de la generación del ’37 logró sus objetivos, y fue el proyecto que se continuó en la generación del ’80, pero otra parte no, porque en sus orígenes ese proyecto era mucho más contradictorio, se proponía justamente como el fiel de la balanza entre unitarios y federales y la superación del enfrentamiento.”
Poco antes de ese plano decisivo, hacia el final de la serie de textos, el propio Prividera aparece como lector de un poema de Gianuzzi, en el que se cifra claramente la propuesta y el desafío de Tierra de los padres: “que cada uno hable en su nombre/ cuando salga del cine o del cementerio,/ y diga: Yo me reconozco en esta fastidiosa historia,/ soy hijo de la estafa y de los muertos recurrentes,/ me ha tocado la usura y tengo tiempo”.
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