Dom 29.07.2012
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ESCULTURAS > THEO JANSEN PRESENTA UNO DE SUS INCREíBLES STRANDBEESTS EN TECNóPOLIS

Dejemos hablar al viento

Desde hace 20 años, las playas de Holanda están habitadas por unas criaturas únicas: enormes esqueletos tubulares que se alimentan y se mueven gracias al viento. Ni marionetas ni animatronics, estas bestias que se mueven buscando quién sabe qué son hijas de Theo Jansen, un escultor dedicado con precisión de ingeniero y obsesión de biólogo a poblar no sólo las playas sino esa zona indeterminada donde se cruzan el arte, la ciencia y las insospechadas posibilidades de crear vida de los últimos años. Ahora, una de sus 27 criaturas llega a Tecnópolis, y de paso por Buenos Aires para armarla, habló con Radar del mensaje secreto que él no pone pero muchos encuentran en esas bestias de arena y viento.

› Por Federico Kukso

Theo Jansen habla de sus criaturas con la misma pasión que ilumina la cara de un fabricante de robots japonés a la hora de describir a sus androides. Es una expresión fugaz y casi indistinguible que media entre la ilusión y el orgullo y que también puede rastrearse en los ojos de un biólogo luego de presentar en sociedad sus más nuevos organismos genéticamente desarrollados. Sin que nadie se lo pida, este artista holandés que vive en la ciudad de Delft, a orillas del Mar del Norte, desenvaina un iPhone de uno de sus bolsillos y, como un padre baboso, invita a ver la última hazaña de su más reciente Strandbeest o “animal de playa”, una de las muchas criaturas de movimiento familiar pero apariencia alienígena que secuestraron su imaginación hace unos 20 años. “Mirá cómo mueve la cola”, dice, aplaudiendo para sus adentros.

Ni animatronics, ni marionetas: las criaturas de Theo Jansen, definidas por los taxonomistas del arte como “esculturas cinéticas”, recuerdan, como un eco lejano, al esqueleto de un animal prehistórico, si bien están hechas con tubos de plástico flexible amarillos y cinta adhesiva. Con la misma gracia con la que se mueven insectos y cangrejos, se desplazan por las playas holandesas, intuyendo o buscando algo. Allí, no hay carpas ni sombrillas ni montañas de basura dejadas por turistas. Se trata, más bien, de un laboratorio sin paredes, donde lo que llamamos “vida” cobra un nuevo sentido.

A diferencia de los bioingenieros que se inspiran en alacranes, arañas, cucarachas, pájaros o trompas de elefantes para diseñar nuevos gadgets o robots más audaces, Jansen no busca copiar la naturaleza. El, en cambio, la recrea.

“Creo nuevas formas de vida, fabrico una nueva naturaleza –confía con una cuota importante de provocación–. Quizás al hacerlo me vuelvo más sabio para comprender la esencia de nuestra existencia. Intento olvidarme de lo que sé sobre la naturaleza. No busco hacer dinosaurios. Mis animales son una nueva forma de vida que, por ejemplo, no precisan comer. Y eso es una ventaja: muchos animales gastan mucho tiempo alimentándose. Mis bestias sólo precisan de la energía del viento para existir. Al crearlas, soy un nuevo dios.”

LA VIDA ES FOSIL

Mezcla de ingeniero, biólogo y escultor, este holandés alto y afable de 63 años rechaza cualquier categorización. Hijo de granjeros, alguna vez pensó en ser físico, aunque un par de años después de ingresar a la Universidad de Delft, en los ‘60, se dio cuenta de que el rigor académico no era lo suyo. De ahí en más, trabajó en un laboratorio médico y, como un Johannes Vermeer del siglo XX, se atrevió a pintar y vender cuadros de paisajes. También creó un platillo volador de plástico que sobrevoló Delft impulsado por el viento y escribió en el diario De Volkskrant. Allí, en 1990, una idea le cambió la vida.

Preocupado por el aumento del nivel del mar y por una posible inundación, Jansen imaginó manadas de criaturas autopropulsadas capaces de transportar arena y formar dunas que funcionasen de contención. “Así comencé a investigar el funcionamiento de tubos de PVC, muy comunes en Holanda –recuerda mientras inclina la cabeza–. Le dediqué al proyecto un año. Mis amigos ya sabían que estaba algo loco, así que no se sorprendieron. Me inspiré mucho en las máquinas de Gerrit van Bakel que se mueven al cambiar la temperatura. La primera bestia nació después de doce meses de prueba y error. La llamé Animaris Vulgaris. No podía caminar. Entonces, empecé a usar computadoras y desarrollé lo que se llama un algoritmo genético para mejorar los diseños de sus piernas.”

Y así pasaron los años y las Strandbeest evolucionaron, con nuevos órganos y adaptaciones: colas, un sistema de impulsión basado en aire comprimido almacenado en botellas y hasta lo que Jensen llama “células nerviosas”, que les permiten detectar cuando pisan agua.

Como si pertenecieran a eras geológicas, las generaciones de estos animales se dividen en períodos, según el material predominante en su construcción. Por ejemplo, está el período Gluton (cinta adhesiva, 1990-1991), período Chorda (sogas, 1991-1993), período Caliente (fundición), período Lignatum (madera, 1997-2001, en el que ideó al Animaris Rhinoceros Vulgaris, de cuatro metros de altura y fabricado con palés de segunda mano).

Hasta entonces desiertas, estas playas holandesas comenzaron a ser invadidas por un ejército de criaturas amarillas de varias piernas y nombres latinos como Animaris Rectus, Rhinoceros Transport (de acero y poliéster), Geneticus, Animaris Sabulosa, Animaris rhinozeros o Animaris Gubernare. Un día un curioso las descubrió en el horizonte y, luego de grabarlas con su cámara, las subió a YouTube. Jensen, entonces, se volvió viral.

Un tiempo después, en 1995, apareció en una publicidad de BMW donde pronunció una de sus frases de cabecera: “Las barreras entre el arte y la ingeniería sólo existen en nuestras mentes”. Le siguieron documentales (www.strandbeestmovie.com), los reportajes, las charlas TED, los apodos (“el Leonardo holandés”), miles de mails de estudiantes que rogaban conocerlo, un libro-DVD titulado The Great Pretender y varias exposiciones itinerantes por los museos y festivales del mundo (como ArtFutura en Tecnópolis en estos momentos), si bien Jensen reconoce que su hogar, donde pertenecen, es la playa, ahí donde para él el mundo entra en pausa, deja de existir por un momento.

“El tiempo es mi gran enemigo. Por eso estoy siempre apurado –cuenta en un inglés muy holandés–. La vida como la conocemos tardó millones de años en desarrollarse. Yo sólo llevo en esto un poco más de 20 años.”

Luego de pensarlas, Jansen corre en su taller simulaciones en computadora. “En el software que desarrollé, cada generación dura tres segundos –explica con una curiosa satisfacción–. Un mes es como un millón de años.” A las criaturas artificiales vencedoras las reconstruye tridimensionalmente con alrededor de 375 tubos flexibles y ligeros, hilos de nylon y cinta adhesiva.

Y luego Jansen las suelta en la playa y las deja que hagan su propio camino. Aquellas que se desplazan más eficazmente “transmiten” su ADN (el largo de los tubos, su disposición en su esqueleto) a las siguientes generaciones. “Quizá debería desarrollar un meteorito informático para incentivar aún más su evolución –bromea–. Por ahora, mis Strandbeests son sordas y ciegas e intento enseñarles cómo navegar, alejarse de la orilla. Quizás algún día podrían volver más sofisticadas. Tal vez desarrollen músculos, un sistema nervioso. En el futuro podrían desarrollar conciencia, un cerebro con el que tomar decisiones complejas, y reproducirse por sí mismas.”

Como si fueran organismos biológicos, las Strandbeests se adaptan a su ambiente. Necesitan tener cierto tamaño para sobrevivir. Si fueran más pequeñas, volarían por los aires. Si fuesen más grandes, les costaría mucho moverse.

Usualmente, viven un año. “Hasta que mueren y las entierro –dice Jensen–. Entonces, se convierten en fósiles. Seguramente sorprenderá a más de un paleontólogo del futuro cuando las encuentren.”

EL AIRE QUE RESPIRAN

Con la publicación de El gen egoísta en 1976, Richard Dawkins disparó la polémica con una idea incómoda. Los verdaderos protagonistas de la evolución, decía este biólogo inglés, no somos nosotros los individuos sino los genes que nos controlan no de manera directa, con sus dedos en las cuerdas de los títeres, sino indirectamente, al igual que el programador maneja una computadora.

Con alguna que otra salvedad, es exactamente lo que piensa Jensen de las Strandbeests. “Suelo pensar en ellas como memes, genes culturales, un pensamiento que al igual que un virus invade las mentes de las personas –cuenta este escultor biologicista–. Desde que se las conoce, no se puede pensar en otra cosa más que en ellas. No fue que yo tuve la idea de construirlas: su idea me infectó a mí. Las Strand beests me obsesionan. En nuestras vidas, usualmente obedecemos las órdenes de los memes. Algunos memes sobreviven mejor que otros, como el meme de la religión. Mis Strandbeests son como una canción pop: una vez que entra, permanece en tu cabeza y no se va más.”

En este sentido, Japón es un país altamente infectado por estas bestias. En la tierra de los robots gigantes (Mazinger Z, Afrodita, Tetsujin), este Gepetto holandés es más que una celebridad y continuamente le solicitan que autografíe kits para construir Strandbeests en miniatura. A quienes intrigan, sin embargo, es a los oficiales de aduana. “En los aeropuertos, cuando ven los tubos y planos en mi equipaje, suelen obligarme a abrir las valijas –confiesa–. Así que siempre tengo listo mi celular y les muestro un video. Y entonces, comprenden.”

Jensen sabe que su obra tiene también un flanco filosófico. Como un Don Quijote, lucha para hallar, en la intersección entre naturaleza y tecnología, una nueva definición de qué es la vida en una época en la que esta palabra se utiliza con ligereza y se estima que cobre hasta un sentido político cuando la vida artificial y la vida sintética abandonen su estado embrionario. “Los animales y las plantas son en algún aspecto máquinas biológicas. Más los estudiamos, más conocemos el mecanismo que en millones de años de evolución los volvió tan ingeniosos –dice–. No necesitamos la religión para darnos cuenta de que la vida es un milagro. Incluso me sorprende estar vivo.”

Además de la repercusión que tuvo su obra, a Jansen le sorprende el hecho de nunca haber sufrido un robo ni un acto de vandalismo. Sus bestias de arena, tal vez, repelen a los ladrones, les infunden miedo. La mayoría del público que las descubre en Internet o en ferias y museos, en cambio, buscan en ellas un mensaje oculto. “Pero no lo encuentran –se ríe Jensen–. Con mis bestias no pretendo decir nada sobre la ecología. Aunque veo que tienen un efecto potente: estimulan los pensamientos de las personas y les ayuda a apreciar la vida, nuestro ambiente.”

Las causas del shock perceptivo que arrecia en quienes las aprecian deben buscarse en su dinámica, en su forma particular de desplazamiento. La clave del movimiento de estos animales, reconoce Jensen, radica en la proporción de los tubos. “Hay 13 números, a los que llamo 13 números sagrados –dice–. Representan las distancias de los tubos que las hacen caminar. El mecanismo funciona igual que el de la rueda.”

Hasta el momento, Jensen tiene en su haber 27 bestias. El hecho de no tener piel, ojos o pelos no las hace, sin embargo, incompletas. “No intento hacer animales lindos –indica–. Su belleza es en realidad su movimiento. Aunque en realidad no sé qué es la belleza. Uno simplemente la reconoce. Si mirás un animal, no sólo ves cómo se mueve sino también los millones de años de desarrollo que hay detrás. Nuestros ojos se adaptaron a este tipo de belleza. Por eso, quizá, mis Strandbeests atraen tanto: apelan a una dimensión que no sabemos ni podemos definir. Pero que, indudablemente, sabemos que existe.”

Una de las criaturas de Theo Jansen, la Animaris Umerus, de 12 metros, se exhibe en ArtFutura dentro de la feria Tecnópolis.

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