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Domingo, 26 de agosto de 2012

FOTOGRAFíA > LA EDUCACIóN SENTIMENTAL, DE LORENA FERNáNDEZ

Fragmentos de un discurso amoroso

Fotos impresas sobre papel traslúcido, fantasmales; fotos que parecen rescatadas del siglo XIX, inspiradas en la literatura amorosa victoriana, en los hombres de las fotografías de Lewis Carroll, en un redescubrimiento de la masculinidad y una búsqueda del amor contemporáneo guiada por los discursos arrebatados de hace dos siglos. Así son las imágenes de La educación sentimental, de Lorena Fernández: una dramaturgia hecha de convenciones amorosas y misterio, donde lo femenino y lo masculino aparecen embellecidos y distantes.

 Por Mercedes Halfon

¿Por qué tenemos que llamar fantasmas a lo que nos hace felices?, dice Goethe en Werther, y casi podríamos decir que toda la muestra de Lorena Fernández, La educación sentimental, se vertebra a partir de esa frase. Fotografías pálidas, traslúcidas, como si lo que se viera junto con la imagen fuera la tenue luz que irradian a través de un tiempo transcurrido: imágenes que unen épocas, que remiten a las serias y estáticas poses de los retratos del siglo XIX, pero con jopos y buzos con capucha, patentes señales de nuestro presente. La educación sentimental del título también pone a jugar esa referencia cruzada de épocas. Alguien que hoy aprende cosas del amor que otro escribió en el siglo pasado.

Lorena Fernández cuenta que cuando empezó a sacar estas fotos lo único que se propuso fue retratar a hombres con grandes barbas y bigotes. Después de su muestra Bosquecito –que ganó el Premio Ernesto Catena de Fotografía Contemporánea– en la que en un entorno natural se veía un imaginado mundo de mujeres-niñas solas, volvió a descubrir al sexo masculino. Y lo hizo embelesada por hombres barbados: “Me remitían a los inicios de la fotografía, hombres posando con sus grandes barbas. Y también a unos retratos muy lindos que Lewis Carroll había hecho con las niñas junto a sus padres, y sus padres eran así, señores con barba. Se me armaba una relación entre barba y hombritud muy contundente. También me impactó La Ilíada que dice que cuando había que pedirle un favor a Zeus había que arrodillarse, con la mano izquierda rodearle las piernas y con la derecha tirarle de la barba”.

Pero la alusión a Flaubert no se queda sólo en el universo del siglo pasado-pasado. Todas las fotos están unidas por un relato invisible que tiene que ver con la construcción del amor proveniente de esa literatura. Las fotografías alternan retratos de hombres y mujeres, con finas piezas hogareñas, como cortinados apenas entreabiertos, jueguitos de té, dedales, plantas con nombres sugestivos como Lazo de amor o No me olvides. Una dramaturgia hecha de convenciones amorosas, misterio, donde lo femenino y lo masculino aparecen embellecidos y distantes. El relato no llega a nuestros oídos de una forma deliberada, sino más bien sutil, como si algunos fragmentos se hubieran omitido.

Es interesante que las personas que aparecen forman parte del entorno cercano de la fotógrafa (amigos, novio, amigas, conocidos de conocidos), pero lejos de quedarse en el registro documental las fotos avanzan hacia la ficción. En ese sentido, algo muy llamativo de las fotos es su color: además de rondar en la paleta fría de los azules y los rosados, tienen esa impronta lechosa que los emparienta con los fantasmas de los que hablaba Goethe. Hay que decir que están impresas en un papel similar al papel biblia, o al calco, que se llama vellum vegetal y es básicamente traslúcido. De ahí el efecto fantasmagórico tan conmovedor. Como retratos enviados por correspondencia, o de esos que luego se guardaban en camafeos, o unos que simplemente han perdido color por el paso del tiempo: los rostros de un amor lejano, anhelado, siempre perdido: “Quise hablar de ese amor que tiene que ver con la literatura en la que yo me formé, que es un amor absolutamente apasionado e irracional y a la vez signado por la distancia. Decir amor y decir distancia es lo mismo. Es un encuentro que no se va a producir. Y eso va a intervenir en la formación de la persona. Yo quería pensar en estas cosas porque creo que es lo que yo pensé del amor toda mi vida. Que es una lucha por algo muy difícil de conseguir. Ahora por suerte ya no lo siento así y en eso veo que ha funcionado la idea de una educación sentimental. Algo aprendí y eso está en las fotografías”.

Aparentemente, lo esencial de los fantasmas de Goethe es que pese a su inmaterialidad lograban hacerlo feliz. Las fotos de Lorena Fernández producen un efecto parecido. Uno puede quedarse atontado frente a la pared donde están colgadas en la galería Casa Florida, las veintidós imágenes una junto a otra, desde el piso hasta el techo. Como quien ha visto un fenómeno sobrenatural, como una nube o una estela confusa: rostros abrevados de pasado, imágenes de amores que no fueron, que deberían olvidarse, o mejor, convertirse en fantasmas. Algo entre lo vivo y lo muerto que vive junto a nosotros.

Galería casa Florida, José María Paz 1530 (Vicente López). Teléfono: 4791-8220. www.casaflorida.com.ar

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