Dom 04.11.2012
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MUESTRAS > LAS LECCIONES DEL TEDIO Y EL DOLOR EN LOS OBJETOS DE OSíAS YANOV

El fantasma del dolor

Especialmente diseñados para la muestra pero con reminiscencias medievales, activados por el uso en una performance casi hipnótica que avanza entre el dolor y la rutina, los artefactos creados por Osías Yanov ofrecen una muestra en vivo de todo lo que hay para aprender en ese terreno íntimo y privado que espera a cualquiera después de dejar atrás la incomodidad, el dolor y el tedio del dolor. Y en la pared de la galería, la misma muestra exhibe su reverso: un diario de sensaciones y conclusiones lacerantes de experiencias que no se ven. Toda una teoría y una práctica de lo que enseña el fantasma que deja el dolor cuando se va.

› Por Veronica Gomez

Atravesar una puerta angosta de vidrio opaco. Bajar una escalera estrecha y empinada hasta toparse con personas que no encontraron lugar en la sala y decidieron convertir los escalones en asientos, como un mar de carne que come las orillas de un muelle de cemento. Permanecer 40 minutos como testigo de un extraño ejercicio gimnástico, reiterativo hasta el tedio, bajo una luz fría que hace nítidas las articulaciones de los performers y reviste de cierto desencanto los movimientos. Estas son algunas de las vallas que Osías Yanov coloca ante el deseo del espectador de pasar un rato agradable y ameno durante la visita a su muestra, Dinámica de Encaje I, vigente en la Galería Inmigrante hasta el 10 de noviembre, y cuya parte fundamental es una performance donde diversos objetos construidos para la ocasión y con funciones específicas son activados por la acción humana. Desde la escalera, podemos divisar a otros espectadores que han corrido mejor suerte: llegaron temprano y se acomodaron sobre unos caños en L que, colocados uno detrás del otro, hacen las veces de tribuna o banco de suplentes. Mejor mirado, resulta fácil imaginar cuánto más incómodo será el caño con respecto al escalón, y sentimos alivio por nuestra impuntualidad. Sobre todo porque la performance es larga: 40 minutos. Resistir 40 minutos allí debe dejar marcas en el cuerpo, la memoria del caño como un miembro fantasma será una sensación física persistente una vez concluido el ciclo. Cada detalle que se suma al conjunto (porque hay un aspecto mecánico que le da al conjunto un aire dislocado y hace pensar en sumatoria de partes y engranajes más que en plasticidad y organicidad) viene a confirmar una sensación que atraviesa la muestra: la incomodidad. Pero la incomodidad sólo es el síntoma, habrá que ir mucho más hondo para ver qué encubre.

OCEANOGRAFIA DEL TEDIO

“Ni un pensamiento, ni un movimiento” era la prescripción médica que Eugenio D’Ors seguía al pie de la letra en su maravilloso libro Oceanografía del tedio. Y ése era el camino para que las más sutiles sensaciones revelaran una dimensión abismal de las cosas más cercanas, incluido el propio cuerpo. Durante las horas que pasa tendido en una chaise longue, en el jardín del balneario, para Autor (como se autodenomina D’Ors en la obra) la extrañeza morfológica del mundo se hace vívida en cada detalle que es observado, olido y escuchado. Las prescripciones que Osías Yanov impone a sus performers no suspenden el movimiento, al contrario, el movimiento pautado y acotado al extremo parece ser la vía en este caso para un tipo de conocimiento que, al igual que en D’Ors, no podría ser posible sin la obediencia. El tedio nos conduce a las profundidades oceánicas de la percepción sensorial. “Hay un descubrir en profundidad, como hay un descubrir en extensión. Así el tedio, como el mar”, comprendía D’Ors.

“Lo único que me dijo es que mirara al frente y con quién rotaría para descansar. Yo ya había visto la primera función, así que sabía lo que tenía que hacer”, cuenta Florencia Rodríguez Giles, una de las performers, que tuvo como misión flexionar las piernas de manera regular y continuada sosteniendo con la cabeza una bolsa de tela negra atada a un caño suspendido del techo, que subía y bajaba al ritmo de las flexiones. La bolsa, como un pequeño pulmón negro, se expandía y contraía, respirando al compás del movimiento del cuerpo que lo accionaba. El eje de Florencia, impecablemente vertical, continuaba la línea que el caño dibujaba. “Una vez que empecé, ya no pude salir. Debía o podía rotar y, sin embargo, no pude ni quise. Mirando al frente, a la pared blanca, pronto todo alrededor se volvió informe y mi cuerpo siguió moviéndose casi sin esfuerzo, mecánicamente, y mi mente con la sensación de evanescencia corporal también comenzó a suspenderse. Se trataba de sentir como una máquina”, agrega.

El aparato accionado por Florencia es uno de los cuatro dispositivos funcionando de manera simultánea durante la sesión. Una estructura geométrica de metal cuyas patas largas y flacas se apoyan (almohadilla mediante) en los abdómenes de tres chicos entrelazados y acostados en el piso, la parte trasera del esqueleto de hierro de una figura humana en cuatro patas que un chico levanta del suelo y blande como una especie de trofeo sadomasoquista y una madera con un hexágono calado que dos chicas traspasan al unísono una y otra vez, con cierta lentitud que provoca el esfuerzo físico reiterado, son las piezas que completan la muestra. Los performers hacen las veces de pedestales humanos para los objetos que sostienen con diferentes partes de su cuerpo. En un rincón, un hombre semidesnudo y encapuchado con una funda de almohada en forma de gatito vigila el funcionamiento del gimnasio medieval. El gatito-centinela que oculta su sexo pareciera no ser la autoridad máxima, sino alguna especie de enviado de una fuerza mayor, invisible. También él cumple órdenes, aunque su energía parece dividida entre la vigilancia y la penitencia: recluido en una esquina de la sala, en una posición que recuerda levemente a una de las figuras que Miguel Angel tallara para el sepulcro de Lorenzo de Médicis, su ensimismamiento otorga una tristeza inusitada al rincón y su vigilancia se torna solapada, voyeurista. Todos los humanos puestos en escena quedan sumidos en el anonimato: el vigía, por encapuchado, y los performers, por maquinizados.

Pero más que un discurso sobre la cosificación del ser humano, el experimento de Osías parece apuntar a otro lado, mucho menos obvio: el cuerpo sometido al artificio, tanto de la acción como de la relación, puede ser una fuente inagotable de sensaciones, un objeto de estudio fenomenológico apasionante. Alfred Jarry, en una de sus obras, El supermacho, llevaba a zonas delirantes y salvajes la relación entre el hombre y la máquina. Su personaje, André Marcueil (= el Indio = El Supermacho), sometido a la máquina-para-inspirar-amor, hacía estallar los mecanismos con su fuerza sobrehumana, una fuerza incontrolable y bestial que insuflaba a la máquina un poder sexual violento, de un erotismo cruel y festivo, tanático. Sin condena moral, la relación hombre-máquina alcanza allí el orgasmo desopilante. Hombre y máquina se funden en un abrazo lascivo y mortal.

CONOCIMIENTO POR EL DOLOR

Hay un texto pegado en la pared de la planta baja de la galería, antesala de este gimnasio subterráneo que hemos dado en adjetivar “medieval”, tal vez porque sus objetos, formal y materialmente, tienen un aire de familia con los artefactos de tortura de la Inquisición. El texto es un diario de sensaciones y es imprescindible leerlo. No es un texto que acompaña la muestra, sino la pieza fundamental de la muestra. Pecando de extremos, se podría decir que la performance es la ilustración del texto. Para el espectador, todo lo que no es posible experimentar ante los performers, pues la visión a la que somos sometidos nos deja fríos y anodinos, casi anestesiados, sin llegar al estado de hipnosis que podría pretenderse, el texto constituye una puerta de entrada a la dimensión que la performance nos niega, tal vez deliberadamente. Se diría que hay algo de sadismo para con el espectador en la performance que queda amortiguado con el texto. Si la performance es algo para “soportar”, el texto es algo para “disfrutar”.

En su ensayo Sobre el dolor, Ernst Jünger decía: “El dolor es una de esas llaves con que abrimos las puertas no sólo de lo más íntimo, sino a la vez del mundo”.

El dolor como llave es también una certeza reiterada en el texto que Osías Yanov ofrece al lector, donde recolecta sensaciones que son el producto de las sesiones compartidas con una persona cuya identidad se reserva y figura en la crónica como “L”. Las experiencias consignadas allí toman la forma de sentencias breves, enigmáticas, observaciones sobre los efectos de acciones puntuales sobre el cuerpo propio y ajeno. Las acciones se mediatizan (o vehiculizan) a través de herramientas, armas válidas para interpelar el cuerpo ajeno, construidas con cuero, hierros, palos, almohaditas, precintos, broches, vendas. La curiosidad, el miedo, el placer, el extrañamiento, la densidad, el humor, el dolor, el asco, la confianza, construyen el abanico anímico que atraviesa el artista a lo largo de las sesiones. “Para saber pegar hay que ser muy creativo”, anota al final de la sesión # 2. En otras ocasiones, su diario registra sutilezas táctiles o matices de una acción en el borde de convertirse en otra cosa: “El punto justo entre frotar y rascarse”, “Si está desequilibrado, pincha”, “Las tiritas de cuero son muy buenas: cosquillas-ardor-dolor”. El dolor se concibe en las sesiones como un instrumento de conocimiento, como una especie de linterna de explorador que ilumina el territorio corporal, apuntando hacia zonas ignotas, vírgenes, dando así forma a las sensaciones alojadas allí, algunas preexistentes y otras que nacen bajo el haz de luz dirigido, que puede ser hiriente como un estilete bien afilado. El dolor es una potencia que se administra, que se provoca de manera más o menos controlada y “sólo si hay espacio de fragilidad queda habilitado el acceso a la energía del dolor” (Sesión # 6).

El cuerpo dicta sus sentencias en estado de vigilia, algunas incluso dejan marcas visibles en la piel. Pero en su versión onírica el cuerpo visita jardines de follaje abundante donde habitan gatos negros y amenazantes, grandes como panteras. “Los gatos negros son extensiones de la noche, extensiones de mis miedos”, anota Osías. Y enseguida decide que lo más conveniente es hacerse amigo de los gatos. Alimentarlos, no espantarlos. Ya lo decía el proverbio: “Si no puedes contra ellos, úneteles”.

Dinámica de Encaje I
Osías Yanov
Hasta el 10 de noviembre
Galería Inmigrante
Perú 1064

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