Dom 11.11.2012
radar

Bueno, chau

› Por Marcelo Figueras

Fue el más grande y punto. Por las razones que le reconocen, pero especialmente por las que le retacean.

Narraba como nadie. Pienso en Favio como en el Ultimo de los Maestros del Cine Mudo, contaba como si no necesitase del sonido. Vean, si no, el comienzo del Romance del Aniceto y la Francisca; o la secuencia en que Gatica pierde a su perro. Quizás haber mamado tanto radioteatro le haya sugerido que se urde el relato apelando principalmente a uno de los sentidos y empleando al secundario para contrapuntear. Su uso del sonido y de los textos era, por cierto, peculiar: los monólogos interiores, las cartas. Cuando Chirino hiere a Moreira a traición, otros habríamos recurrido al diálogo para que comunicase su triste hazaña y convocase a los soldados. Favio puso en su boca un grito interminable, que expresa más que cualquier combinación de palabras: porque es aviso y llamada, sí, pero al mismo tiempo grito de horror por lo que acaba de hacer, y lamento por Moreira y por sí mismo.

Prefería las historias simples, muy simples, a las que les concedía toda su profundidad, como quien sabe que la vida está hecha de contradicciones que más que límites entrañan posibilidades. (Nadie más podría haber articulado con tanta elegancia Vivaldi y La chica del 17, o el Rigoletto de Verdi con Soleado. En este sentido, Favio fue precursor del tipo de bandas sonoras que hoy suele atribuirse a gente como Almodóvar o Tarantino.)

Contaba los hechos más movilizadores con tanta precisión como economía de medios, porque nada le era más natural que las emociones. Cuando Aniceto rompe con Francisca, la escena que podría haberse prestado al melodrama se resuelve tan sólo con el “Bueno... chau”, que ella pronuncia antes de irse. Reproches, gritos y violencias no habrían pintado mejor el dolor de la Francisca que esa simple despedida.

Como los grandes, contaba historias que iban a la médula de la experiencia humana (la condición que nos vincula, más allá de las diferencias particulares de tiempo, lugar y circunstancia) a la vez que daban cuenta de la Historia que le había tocado vivir. Toda esa gente desconcertada por la vigencia del peronismo debería ver Gatica para despabilarse. O mejor aún: ver Crónica de un niño solo, porque más allá de sus imperfecciones (que tienen más de alquímico que de científico) el peronismo es el proceso mediante el cual Polín, el pibe marginal de la película, se transformó no en un delincuente ni en un resentido, sino en Leonardo Favio.

A la hora de elegir la tradición en que quería insertarse, apartó la mirada del cine (aunque haya elementos bressonianos en sus primeras películas) para abrevar en el torrente de nuestra cultura popular: del folletín al radioteatro, de la picaresca al circo, de la leyenda al melodrama, formas por las que sentía la misma, sincera admiración que hacía vibrar a su público. (Por algo los créditos de Nazareno no se limitan a decir que está basado en la radionovela de Juan Carlos Chiappe, sino “en la famosa” radionovela de marras.) Sembró esos brotes, en apariencia tan extemporáneos, en el terreno de nuestro cine, arrancándole un bosque tan frondoso como inesperado. Por eso Favio es más que nuestro Welles (otro autodidacta genial) o nuestro Bresson o nuestro Fellini. (En el mejor de los casos, sería todo eso a la vez.) También debería ser considerado nuestro Sófocles, nuestro Victor Hugo y nuestro Verdi.

Trató a sus personajes con una sensibilidad única: nadie ha querido más a quienes menos eran, al menos en materia de alcurnia y de poder. Mario Wainfeld me hizo pensar, días atrás, cuando dijo que en el cine de Favio no había resentimiento. Y es verdad. En sus películas hay violencia y sinrazón y crueldad y explotación. Pero aun maltratados, sus protagonistas no pierden ángel, su luz interior. Moreira mismo atraviesa su vía crucis con una sonrisa en los labios. En el microcosmos creado por Favio, ¡hasta el Diablo de Nazareno está cansado del mal y se vuelve digno de piedad! Su cine era religioso porque creía en el poder redentor de la Gracia, que sus criaturas, de Polín a Gatica, derramaban sin siquiera darse cuenta.

Hoy sigue habiendo un cine exitoso en la Argentina, pero que refleja las experiencias de los sectores sociales que están en condiciones de producir ese arte tan caro. En alguna medida es un Cine del Resentimiento, lleno de personajes quebrados o cuanto menos cínicos que ya no saben quiénes son y por lo tanto actúan su confusión o la violencia que sienten dentro; relatos de la clase media que se victimiza, donde el pobre no existe como protagonista, y ni siquiera como punto de vista, sino apenas como un Otro que encarna el peligro. Por eso se lee hoy de manera tan errónea al cine de Favio, por eso se pretende que su trilogía en blanco y negro de los comienzos es distinta, y superior, a su cine “populista” de los ’70. (Que incluye al Gatica que ya planeaba filmar entonces, hasta que Videla metió la cola.) Porque su obra entera, de magnífica coherencia, habla un lenguaje que pocos están en condiciones de (o están dispuestos a) descifrar: el de un sujeto histórico que a pesar de los golpes no pierde la alegría, ingenuo en el sentido más noble del término (por nacido libre y no esclavo, por falto de malicia), y que en consecuencia considera posible un mañana mejor.

La desaparición física de Favio subraya una de las carencias de los relatos audiovisuales de nuestro siglo XXI: su incapacidad de representar la experiencia de los hasta hace poco olvidados, de los sumergidos que se negaron a ahogarse y reclaman su lugar como sujetos históricos. Tal vez haya que esperar a que los Polines de hoy, habiendo esquivado las masacres que los neoliberales les tenían preparadas, se conviertan mañana en Leonardos Favios. Pero en fin, yo nunca fui bueno esperando. Soy de los que creen que, como le dijo a una muchacha otro de los luceros que se nos fueron temprano (y a quien Favio, siempre lúcido, supo cantar), tu tiempo es hoy.

Bueno. Chau, Maestro.

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