ENTREVISTAS > MANUEL MORETTI: TANGO, DROGA Y ROCK’N’ROLL
Durante años cargó el lastre de ser considerada “una banda del interior”, con destino de culto. Hasta que un buen día, el rayo justiciero iluminó a Estelares y las canciones de Manuel Moretti empezaron a sonar en todos lados. Y sin embargo, ahora que todos las conocen, pocos saben quién es realmente este hombre nacido en Junín, con un pasado denso, una raíz de tango en la AM y padre de una familia de canciones inconfundibles. Mientras siguen presentado con la banda El costado izquierdo, el mismo Moretti explica quién es, de dónde viene y hacia dónde va.
› Por Mariano del Mazo
Esta historia podría ser la historia de El cantante de Rubén Blades o la de El mariachi de Robert Rodríguez o la de El último Elvis argentino. Pero no. Esta historia –nuestra historia, la de un tanito de la pampa húmeda llamado Manuel Moretti– aparece atravesada de peculiaridades varias por el hecho de que, como los pliegues de un origami, combina en el mismo estribillo éxito y suicidio; o para ser más rigurosos, un éxito que no logra ser “el éxito” y un suicidio trunco como una mala canción. Hoy que la música de Estelares se escucha en 6, 7, 8 y en TN, en los centros de esquí y en los barrios bajos, en la cancha de Boca y en la de Ferro, estremece enfrentarse con su líder absoluto y comprobar que, debajo del silbido que se impregna como un tango viejo, existe un sexo, drogas & rock and roll que aun dentro del mainstream huele a verdad y dolor.
Hay gente incómoda, y Moretti pertenece a esa clase. Habrá que decir –para empezar, para que quede claro de qué hablamos cuando hablamos de dolor– que este tipo de 46 años se inyectaba cualquier cosa en las venas porque no soportaba la soledad. Y que todavía no la soporta, aunque ahora se dedique a tomar agua mineral y a hacer pilates. Probablemente a Moretti lo hayan rescatado sus propias canciones. Fue en la primera parte de su vida, en Junín, cuando se formateó su tristeza; en La Plata dice que estudió; en Buenos Aires añoró a La Plata y a Junín. Hoy atraviesa un sereno suceso, cero histeria, de muchos temas en la radio, después de una meandrosa carrera de dieciséis años en la cual lo único que siempre quedó a salvo fue la intención de llegar a dar con una buena canción. A los codazos en los ‘90, después empujado por los berretas criterios conceptuales de La Mega –un mismo lodo, todos manoseados–, cargando el estigma de “banda del interior” que sigue dominando el rock unitario argentino y con la pericia productora de Juanchi Baleirón, Estelares elevó la media de la canción popular con al menos quince, veinte temas indestructibles. Un ABC beatle de melodías y estribillos infalibles; letras inteligentes o, en el peor de los casos, astutas; letras abismalmente melancólicas, altaneras, algo cínicas; matriz Calamaro –de la que Moretti renegará–, esa matriz omnisciente y afectada que pervive transversal de Los Tipitos a Intoxicados, como si el pop criollo hubiera sido sometido a una yerra luego de la hemorragia cancionística del período Honestidad brutal-El salmón. Finalmente, Moretti encarna un mix de poeta universitario y maldito con el sensible y sensiblero universo musical, nacional y popular de Leonardo Favio. El alma que sangra, el alma que canta.
Ey, ¿te acordás cuando fuimos los dos / a esa fiesta al bosque del amor?/ No parábamos de alardear / Eramos la vanguardia además / De tomar y tomar y tomar / Nada nos podía amedrentar. Ey, ¿te acordás los libros de Rimbaud? / ¿Que amábamos a Jean Cocteau? / Nadie nos podía imitar / Las canciones y el loco clamor / Un otoño con horas en cyan / Con Alonso, Berni y Paul Klee / ¿Dónde estarán ahora los olores que nos supieron liberar? / ¿Dónde estarán ahora todos los colores? Están listos para volver / Ey, ¿te acordás de la velocidad? ¿Las mañanas escuchando al Zorzal?
Así canta Moretti su nostalgia 2012 en “Rimbaud”, una de las canciones de El costado izquierdo (¿el tilín del corazón?). Así cantaba la ruptura afectiva en 2003, en el tercer disco Ardimos: Hoy pelea De la Hoya en el televisor / Seguro que estás esperando que noquee al retador / Mientras estoy esperando a 400 kilómetros de vos / pensando en qué golpe usarás cuando te vuelva a ver. (“De la Hoya”)
De Arthur Rimbaud a Oscar de la Hoya, por ese surco elegante y sucio se desliza Manuel Moretti. Entonces: nostalgia, pérdida, derrota, kilómetros de ruta. Una road movie desesperante y a su vez festiva. Estelares, que completan el muy buen guitarrista Víctor Bertamoni y el bajista Pablo Silvera, es el continente de las desventuras y amables fechorías de un hombre de porra abundante y entrecana que atiende primero en un bar de la calle Anchorena y Tucumán y después en su cueva bohemia de Jean Jaurès (piano, cajas sin desembalar, cuadros, olor a humedad) y que habla con pasión... de su propia vida. Hasta tropieza en la tercera persona maradoniana.
“Soy de Junín, clase media, padre transportista, madre docente... Desde el primer grado hasta quinto año fui al Marianista, una escuela de curas que no te taladraban la cabeza con el catolicismo. Fue muy placentera aquella época, mi grupo de amigos del colegio me daba una contención que añoro. Enfrente quedaba el Club Junín. Jugábamos al fútbol. Yo era de Sarmiento y de Estudiantes de La Plata, porque mi abuelo materno era amigo de Osvaldo Zubeldía. Después pasé al B.A.P. (Buenos Aires al Pacífico), de donde salieron Bernabé Ferreyra, el mismo Zubeldía y el Negro Ortiz, el once. Jugué en las inferiores desde la octava hasta la quinta. Jugaba de central, después fui 5. Era la época del 4-3-3.”
La invitación periodística casi polite (Contame de tu infancia...) es el prólogo de una entrevista que intenta ser de presentación a pesar de las décadas de rock. Porque, más allá de los fans, ¿alguien conoce el rostro de Manuel Moretti? ¿Alguien conoce a Moretti? ¿Llegaremos a conocerlo? El inicial y bucólico testimonio sobre amigos, escuela y club avanza y va liberando grageas de una tensión casi invisible. Como esos relatos de John Cheever, parece que no pasa nada, pero cuando el mar de fondo asoma ya es tsunami. “Mi viejo manejaba un camión de combustible. Viajaba todo el tiempo. Una persona honorable, pero que nunca ejerció de padre. A veces lo acompañaba en los viajes. Ahí descubrí el tango: radio AM, LTB Radio Junín. Me nutrí de eso, y del winco y los discos que estaban en casa; de parte de mi vieja: Roberto Carlos, Julio Iglesias, Sandro, Leonardo Favio.”
¿Y el rock?
–El rock más tarde, mucho más tarde.
¿Cómo recordás los viajes con tu padre?
–Me gustaban mucho. Pero todo se vino abajo cuando mis viejos se separaron. Papá formó al toque otra familia. Hasta salió en el diario que iba a ser padre de nuevo. Yo tengo tres hermanos de mi viejo con su pareja. A partir de esa situación mi mamá se deprimió mal, y para colmo murió mi abuelo materno. Yo absorbí todo. Me fui de casa a los 18 y regresé a los cinco meses. Después me volví a ir y ya no regresé a casa nunca más.
¿Por qué?
–No soportaba nada, no me soportaba. Me encerré, me distancié de mis amigos. Me había peleado con mi novia y la mina no tuvo mejor idea que meterse con mi mejor amigo... De chico y en la adolescencia era muy mimado y estimado. No sé, tenía una condición natural para el liderazgo. En el fútbol, en la escuela, en la música. No estudiaba, pero nunca me llevé una puta materia. Era rápido y muy sintético, atendía lo que decían en clase y resolvía. Después ayudaba a mis amigos en problemas de contabilidad, o lo que fuera. Todo eso hacía que mis compañeros me quisieran... De pronto se vino todo abajo y me escapé.
Venís a Buenos Aires...
–Sí, el primer paso es Buenos Aires. Mi mundo se desarmó, la depresión de mi mamá se me hizo más patente a la distancia. Empecé a drogarme mal. Primero le afanaba pastillas a mi mamá. Y después, a los 21, 22, me empecé a picar. Yo creo que me quería matar. Me metía cualquier cosa en el cuerpo. Al fin creo que quería matar lo que no toleraba de mí. Te decía: está en mi naturaleza absorber todo, y eso puede ser una cagada. A la falopa la tengo identificada con la soledad. Hace poco empecé a darme cuenta de la relación intensa que llevo con la soledad. En aquella época, a mi madre la llamaban para avisarle que yo andaba extraviado por ahí, hecho un palo. Extraviado literalmente. Es psicoanalítico, lo vi después. Todo pasa por mi papá: un tipo adorable, pero que nunca habló conmigo, nunca me dijo “che, qué lindo gol”, “qué bueno que no te llevaste ninguna materia”. El silencio de mi papá explotó en mí junto con la depresión de mi vieja.
Ahora, vos en escena mostrás cierta soberbia... Tenés una actitud vanidosa, hablás como si fueras una estrella de rock...
–Es un juego. Tiene que ver con la paranoia del no reconocimiento. Cuando alguien me tira una buena, yo me ablando y la vanidad desaparece. Yo no me voy a creer la de rock star.. Es un juego que juego porque al fin y al cabo, con mayor o menor suceso, vengo haciendo lo mismo desde hace siglos. Hay una cosa fundamental del rock star que tiene que ver con las mujeres, y yo siempre he sido muy afortunado y muy bien tratado por la feminidad, antes de Estelares, durante y ahora. Soy mujeriego y hasta culposo y tarado con ese tema. Ahora ya la pasé un poco, ya no me erotizan ciertas situaciones. Disfruto de la amabilidad de todas las clases sociales: de la gente con la que juego al fútbol, o la de un colegio ultra careta de City Bell con todos los padres fascinados, mandando saludos. Yo no me como ni media. Lo que más me gusta de la vida es una respetuosa velada con amigos, charla distendida, divertida y con buenas bebidas, viajar con mi hija y después volver a tratar de armar una buena historia con alguna mujer. Es eso: en todo caso, ¡hace décadas que la voy de rock star!
Fotos en el placard, cenas añoradas, amores perdidos, noches de cristal que se hacen añicos, Diego del ‘86 y Sábados de Superacción. Moretti trabaja con muchos materiales: en todos está presente la melancolía. Quizás sea la rémora de los viajes junto con su padre con tangos AM. Lo concreto es que la apelación tanguística es una constante. El disco anterior, Una temporada en el amor, tiene como tapa y contratapa la ilustración de una milonga, con cantor y orquesta. Y es en este punto en el que Moretti reniega de la yerra de Calamaro. “La gran diferencia es que mi música viene del tango y la de Andrés del rhythm & blues. No tengo una sola canción hecha en pentatónica, que es la que usan todos los que hacen buen rock. Si me preguntás la matriz de mi lírica, te digo: el primer Spinetta, Miguel Abuelo y los poetas tangueros. Y mi matriz melódica, si me relajo, es el tango. El rock me resulta forzado, me sale más natural un valsecito.”
¿Te pensás haciendo tango?
–Sí, me pienso, lo pienso. Tengo ganas de darle cabida al intérprete. Mirá: yo escuché mucha música hasta el ‘88, ‘89, y fue tanta la información que adquirí que después no escuché nada más. Ahora tengo ganas de ir para atrás, de cantar tango, de buscar otra sonoridad. Pasa que hacer canciones en la banda, con dos cracks como Víctor Bertamoni y Pablo Silvera, también me da dicha. Pero bueno: el tango es una música maravillosa que me conmueve. Me hace sentir en casa. Yo estudié tango, tocaba el guitarrón en un grupo de guitarras con Víctor y con Hugo Magnelli. Estudié armonía y saqué algunos fatos. Es una música muy sofisticada. De los poetas me gustan Contursi, Cadícamo, algunas cosas de Manzi; de los intérpretes todo Floreal Ruiz y el primer Goyeneche. De los de hoy me mata Cucuza Castiello... La primera vez que lloré en un concierto fue viendo Salgán y De Lío en el Teatro Argentino de La Plata; nosotros los habíamos teloneado con el grupo de guitarras. Y otro que me encanta es Pugliese. Eso viene de mi papá: el único lenguaje artístico que me comunicó fue el amor por Osvaldo Pugliese. Escucho “La mariposa” y no puedo dejar de pensar en mi viejo.
Moretti cuenta que entró al rock tarde. El tango y Roberto Carlos de pronto tambalearon por unos vanguardistas de Junín que hacían circular casetes de Manal, de Almendra, de Color Humano, de Pescado Rabioso, y después de bandas como Van Der Graf Generator, King Crimson y Yes. “Los hermanos de Pololo tuvieron mucho que ver”, dice, enigmático y cotidiano. Y completa: “Yo hasta los 18, 19, no sabía tocar ni un acorde. Quería estudiar en la universidad, y no me decidía entre Medicina y Psicología. Al final encaré por Medicina. El rock vino mucho después”.
Ahora, en perspectiva, ¿qué significa hacer rock a los casi 50 años?
–No lo sé. En vivo me pongo a cantar y la paso bomba. Necesito los mimos, la gente, hablar boludeces. Es una payasada actuada, porque soy muy tímido. Ahora bajé la cantidad, pero yo hace 18 años que me tomo una botella de whisky por show. Recién ahí me aflojo y sale la parodia del vanidoso.
¿Sentís culpa del éxito o de pertenecer al mainstream?
–No. La tuve en algún momento, ya no. Cuando empezaron a sonar “Aire”, “Un día perfecto” y “Ella dijo” como cortes que la rompían en todos lados, yo tenía ganas de gritarle al mundo: Estas canciones son hermosas, pero conozcan las otras también. Sí, sentí culpa. Pero ¿qué querés que te diga? Nos fue bien, mal, como el ojete, de todo. Estuve años jugando en reserva y de pronto me hicieron entrar por el túnel a la cancha de Boca. Enhorabuena. Me permite levantarme a la mañana y escribir una canción si tengo ganas. No tengo que ir a laburar a un restaurante como antes.
Moretti ajusta horarios: pilates, ensayo, entrevista. Habla de su hija Juana, de 6 (“la niña me cambió la vida. Está con la madre, en Junín. Hablo por teléfono y cada ocho o diez días viajo. Soy un padre presente”). Habla de su salud (“Estoy terminando de recuperar mi cuerpo para poder jugar al fútbol hasta los 60 años”) y de su mente (“Hago psicoanálisis desde siempre, y desde 2004 con más intensidad”). Se sienta al piano y lo aporrea a lo Elton John: Tengo sueños en mis labios y los echaré a rodar, canta. La casa es tipo chorizo. Ahí está la cama, una guitarra, una computadora, peluches. Se saca las gafas existencialistas y se refriega los ojos, que parecen pequeños. Así, sin lentes, es aún más un ilustre desconocido. Dice, de pronto, como un monólogo: “Loco, yo en un momento era boleta. La primera mujer de la que me enamoré, a los 24 años, se llamaba Eira y estuvo ocho meses acariciándome la cabeza cada noche porque yo me despertaba en medio de la madrugada gritando como un loco. Ahora que me va bien, que la gente canta mis canciones, que veo una moneda, que el bocho me funciona más o menos bien... ¿me voy a hacer el gil? Estoy en estado de gracia”.
Acompaña hasta la calle, estrecha fuerte la mano, enciende un cigarrillo y abre la puerta como un poeta fértil, dándose a conocer.
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