Dom 30.12.2012
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CINE > SOKUROV FILMA SU FAUSTO

CADAVERES

Después de su trilogía sobre tres personajes históricos emblemáticos del siglo XX –Hitler en Moloch (1999), Lenin en Taurus (2001) e Hirohito en El sol (2005)–, el ruso Aleksander Sokurov le agrega una coda simbólica: su propia versión del mito fáustico. Pero, lejos de las ansias de saber, de gloria intelectual y de inmortalidad, su versión no podía sino arrastrarse por el fango de la historia, con un héroe casi deforme y vapuleado, dispuesto a echar por la borda todo su saber a cambio de sexo. Carlos Gamerro ofrece una visita guiada por las entrañas de esta película que busca el alma en cuerpos muertos.

› Por Carlos Gamerro

La secuencia inicial del Fausto de Sokurov es una declaración de principio y una advertencia: una cámara aérea planea sobre un pueblito medieval que en nada intenta disimular su carácter a la vez de maqueta y de imagen generada por computadora, y cuando creemos estar a punto de entrar en un tranquilizador universo Disney o al menos Tim Burton, cortamos (más bien, nos cortan) a un primerísimo plano de una pija fláccida con sus acompañantes y muy peludas pelotas (podría haber puesto “sexo masculino”, pero prefiero arrimar, mediante un recurso verbal, el impacto visual del montaje), pija y pelotas que enseguida se revelan como las de un muerto, en cuyas entrañas Fausto hurga y revuelve, vuelca y vacía como quien da vuelta una cartera buscando un objeto perdido. La secuencia puede recordar algunos momentos igualmente viscerales de Frankenstein (1973) de Morrissey-Warhol, salvo que Sokurov misericordiosamente nos ahorra el 3-D (conocida es la devoción del ruso por la bidimensionalidad: el día –cada día más cercano– en que hasta el cine iraní se haga en 3-D, confiamos en que siga resistiendo). Aun así, el espectador puede verse compelido a cerrar los ojos (sobre todo en mi caso, que acababa de sentarme a almorzar frente a la pantalla), pero no hay huida posible: el chapoteo sonoro es tanto o más vívido que la imagen que acompaña.

Fausto busca algo, en efecto; como le escuchamos murmurar enseguida a su ayudante Wagner, busca “el asiento del alma” (el alma que los griegos situaban en los pulmones, Descartes en la glándula pineal y los asirios, con notable originalidad, en el hígado). Busca en el cuerpo lo incorpóreo por excelencia, busca aquello que, al abandonar el cuerpo, lo deja convertido en mera materia, busca el alma eterna e inmortal revolviendo las tripas viscosas de un cadáver; a partir de esta paradoja conceptual se desarrolla (se desenvuelve, como una espiralada cinta saliendo de su lata) la película entera.

Porque el Fausto de Sokurov es una película volcada al universo físico: a diferencia de muchas películas “de época” (todas lo son, claro, pero decimos que una película es de época cuando corresponde a una época distinta a la nuestra, así como decimos que un restaurant es étnico cuando pertenece a una etnia diversa), en ésta las personas andan desaliñadas, sucias, pican (tanto que cada tanto dan ganas de rascarse), cargan con sus cuerpos como si quisieran desembarazarse de ellos; la acción consiste en una serie de periplos corporales por ambientes siempre trabajosos: pasajes estrechos, escaleras desiguales, calles angostas, procesiones donde se atasca la gente, embotellamientos de personas; por más cómodas que sean las butacas del cine, la experiencia de ver este Fausto es el equivalente de un viaje en subte en hora pico. Mefistófeles, suprema encarnación (la palabra no es inocente) de esta materialidad omnipresente, se desnuda en un extraño baño público de mujeres y del cuello para abajo se revela como una versión colorida (aunque tampoco tanto: la paleta de Sokurov no es precisamente la de Almodóvar) del hombre elefante de David Lynch, todo pliegues y drapeados y volutas de carne indecente, además de estar literalmente dado vuelta: “¡No tiene nada adelante!”, gritan entre horrorizadas y fascinadas las mujeres, pero atrás, donde el diablo suele tener la cola, ostenta un sexo en miniatura. La inversión, recordemos, es la regla ética y estética del diablo: los valores invertidos, la misa negra, las palabras de la misa dichas al revés...). Este Mefistófeles, además, se tira todo el tiempo pedos horribles “que huelen a cadáver”, y no sólo es torpe sino la causa de torpeza en otros: por donde pasa se producen apretujes, caídas, resbalones, choques y otras confusiones cotidianas. (Mucho de kafkiano hay en este universo de cuerpos torpes que tropiezan en una arquitectura confusa. Sokurov, que gusta de repetir lo poco que le gusta el cine y lo mucho que ama a la literatura, no suele citar a otros cineastas, pero cita, y mucho, a la literatura. Casi toda la película, por otra parte, fue filmada en distintas locaciones de la República Checa.) El Mefistófeles de Sokurov, lejos de ser un resplandeciente ángel caído, un seductor, un superhéroe no por maligno menos admirable, que supera en todo las limitaciones de la condición humana, es un viejo torpe, al que cualquiera corre a patadas en el culo sin que ose defenderse, atado como un perro a su cuerpo viejo y deforme.

Las callejuelas medievales del pueblo de Fausto semejan intestinos por los cuales los hombres se mueven espasmódicamente, llevados aquí y allá por el movimiento de la tripa; la película parece andar de la misma manera: cojea, da vueltas sobre sí misma, se retuerce, se arrastra, en un montaje narrativo para el cual no encuentro mejor término que el poco cinematográfico de “peristáltico” (palabra que Joyce famosamente usó para describir la técnica del capítulo 10 de su Ulises, el capítulo que está armado por montaje cinematográfico y cuyo órgano rector es el canal digestivo). Resulta instructivo, en este sentido, recorrer algunas de las distintas reseñas publicadas en el mundo para ver los intentos de caracterizar la paleta de este Fausto: “apagada”, “musgosa”, “sepia” y la más original: “color liquen”. Para hacer mi aporte, y ser coherente con los otros aspectos de esta lectura, propongo el adjetivo “cadavérica”: la abundancia de ocres, amarillos, grises, parduscos, todos virados al verdoso, remedan los diversos estadios de la putrefacción de un cuerpo humano.

Parecida perplejidad aqueja al intento de situar temporalmente la acción de la película: con singular seguridad, los autores de diversas reseñas proponen desde el Medioevo hasta el siglo XIX. Lo cierto es que no hay indicadores unívocos, ni de espacio ni de tiempo, sino una mezcla de indicadores diversos y contradictorios: pareciera que Sokurov quiere abarcar a todos los Faustos de la literatura, desde el renacentista del originario Faustbuch y el de Marlowe hasta el decimonónico de Goethe.

Su Fausto, a diferencia del de sus precursores (el de Marlowe, el de Goethe, el de Murnau), es menos un gran hombre, un mago, un sabio, un Übermensch atormentado por aspiraciones sublimes (tan suyas y propias que han engendrado el adjetivo “fáustico”, que designa el anhelo de superar los límites del conocimiento humano, de rivalizar con Dios, de vencer a la vejez y a la muerte, de estar más allá del bien y del mal), que un hombre abrumado por pequeñas preocupaciones materiales: literalmente no tiene un mango, no tiene qué comer, y su Mefistófeles no podía sino ser un usurero y prestamista. Puede uno, a esta altura y si le da por ahí, leer esta dimensión de la película en clave metafílmica: el director de cine como Fausto moderno, cuyos grandes desafíos no son los de poner lo espiritual en imágenes, esculpir en el tiempo o escalar las cimas de lo sublime, sino apenas conseguir la plata para hacer la película (reducción a lo meramente material evocada magistralmente por el Godard que en Prénom Carmen de 1983 hace de director de cine que no hace otra cosa en toda la película que hacer cuentas con una calculadora de bolsillo). La nostalgia de muchos directores cinematográficos por la literatura puede deberse menos a la admiración que a la envidia: para escribir una gran novela basta con papel y lápiz. Sokurov es un cineasta ruso más que soviético, aunque comenzó su carrera en tiempos de la URSS (cuyas autoridades y él siempre mantuvieron una relación de hostilidad mutua) y difícilmente podría definírselo como marxista; pero por aquello de “donde hubo fuego, cenizas quedan”, su Fausto busca enconadamente la “base material” que subyace a las elevaciones del Fausto heredado de Marlowe y Goethe. Suele definirse a Sokurov como un cineasta no comercial; pero hoy en día “no comercial” (además de una vaga categoría estética para la cual también se proponen etiquetas como “cine arte” o “cine de autor”) significa, a lo sumo, una película que entra en el mercado y pierde plata. Si de base material hablamos, el cine “no comercial” sólo fue posible por fuera del sistema capitalista, y dejó de existir junto con la Unión Soviética: el último gran director no comercial fue Andrei Tarkovski, mentor de Sokurov (que si bien lo homenajea en su documental Elegía de Moscú –1986–, no se considera un discípulo). Si El arca rusa estaba atravesada por la nostalgia de la Rusia de los zares, algo de nostalgia por las condiciones en que se realizaba el cine soviético parece habitar muy profundo las entrañas de este Fausto. Sokurov tardó siete años en juntar los 8 millones de euros que le costó, o –para hacer honor a la verdad– habría que decir que se pasó siete años fracasando hasta que apareció Putin y puso toda la plata sobre la mesa. La analogía del pacto fáustico de Sokurov con el diablo Putin es fácil, pero irresistible, sobre todo si tomamos en cuenta que Fausto completa su tetralogía sobre el poder, que más bien es una trilogía con yapa, porque la trilogía está basada en tres personajes históricos emblemáticos del siglo XX: Hitler en Moloch (1999), Lenin en Taurus (2001) e Hirohito en El sol (2005), mientras que Fausto es una película más larga, de estética muy diversa, y basada en una obra literaria y una personaje de ficción, y puede funcionar como coda, precuela o glosa de las otras tres. De ellas, las que más se le parece es la magistral Taurus, que muestra al gran Lenin, uno de los hombres más poderosos de su tiempo, una de las mentes más brillantes, fulminado por la hemiplejia, atado a un cuerpo agonizante que arrastra de aquí para allá, preso de un cerebro dañado que no puede resolver las más sencillas operaciones matemáticas.

La solidez del cuerpo, la pesadez del cuerpo, la fragilidad del cuerpo aquejan también a Fausto: en una absurda pelea de bar, sin proponérselo y sin poder creerlo al principio, mata a un hombre, que luego resulta ser el hermano de Margarita: la escena de seducción (que es hablada no con palabras sino con el cuerpo: un diálogo de dedos) se lleva a cabo en el entierro mismo. Y lo que este Fausto le termina pidiendo a su Mefistófeles es una noche con Margarita, una mera noche de sexo (a diferencia de la mayoría de las versiones anteriores, el pacto firmado con sangre se da aquí, no al principio sino casi al final de la historia). En esto, Sokurov no subvierte sino que concentra una paradoja constitutiva del personaje: el gran mago, el gran sabio, hacia el final de su vida está dispuesto a largar todo su saber por la borda por el proverbial pelo de concha. Don Juan, el primo español del doctor germano, simplificó las cosas de entrada: su rebelión contra la ley de los hombres, la ley de Dios, el tiempo y la muerte se ejerce, precisamente, en bajarse cuanta mina se le ponga a tiro y basta. Tiene tanto cerebro como el que cabe en su glande, es verdad, pero por eso mismo no pierde el tiempo con pavadas.

En consonancia con la devoción de Sokurov por la pintura del siglo XIX, la escena de sexo está más cerca del cuadro de Courbet, El origen del mundo, que de lo que habitualmente se entiende por escena de sexo en el cine: lo que se nos presenta es un primer plano del sexo rubio y duro, cerrado a la vista, de Margarita, que Fausto observa y escruta, acercando poco a poco la cara –los ojos más que la boca–, un avance que tiene más de ginecológico que de lascivo: quiere saber lo que hay adentro. El plano evoca sin duda el del comienzo de la película: Fausto vuelve a estar frente al misterio cerrado del cuerpo, y el amor romántico, ese momento espiritual en que alma se comunica con alma, se resuelve aquí en mera penetración física (que tampoco sabemos si ha tenido lugar).

La secuencia final, filmada en exteriores en Islandia, nos saca del claustrofóbico pueblito y nos eleva a dramáticas alturas nietzscheanas que evocan los cuadros de otro favorito de Sokurov: el romántico Caspar David Friedrich. Hemos dejado atrás el mundo meramente físico: a la vera de un torrente muy Sturm und Drang, Fausto se encuentra con cuerpos de soldados muertos, entre ellos el hombre que ha asesinado, y éstos le agradecen que los haya liberado del cuerpo, de la vida (pero no es tan fácil: siguen sufriendo las miserias de la carne: dispersos al borde del río helado, tiritan en el frío de la muerte y se amuchan unos sobre otros para darse un calor imposible).

Una larga escena pone a Fausto y a Mefistófeles frente a un géiser redondo que burbujea, gorgotea, sube y baja como un inodoro indeciso, y evoca poderosamente (me hago cargo de la asociación) el ano parlante del Almuerzo desnudo de Cronenberg. En ese orificio anatómico-boca de volcán–entrada a los infiernos Fausto amenaza arrojarse, para concretar el suicidio que Mefistófeles frustró al principio, bebiéndose de un saque su frasquito de cicuta: en mi lectura (que puede estar completamente errada, pero tendrá al menos la virtud de ser coherente) son una y la misma la entrada a los infiernos y la caída en el cuerpo, algo que haría del Fausto de Sokurov una película extrañamente gnóstica (los gnósticos, que gracias a Borges ya son viejos amigos de la cultura argentina, eran esos cristianos tempranos, neoplatónicos, luego herejes, que identificaban el mal con la materia y el cuerpo e igualaban la encarnación con contaminación y caída). El vínculo es menos traído de los pelos de lo que parece: gnóstico era el Simón Magus de las Escrituras, que inspiró la leyenda de Fausto, poderosos son los vínculos entre gnosticismo y el ocultismo medieval que Fausto practica, y también entre gnosticismo y cábala: son hermanos o al menos primos lejanos Fausto y Judá León, el cabalista que creó el Golem, y el doctor Frankenstein, que creó un cuerpo vivo a partir de cuerpos muertos. En una secuencia lateral de esta película, Wagner, enloquecido, persigue a Margarita para mostrarle el homúnculo que ha sintetizado con sus procedimientos mágicos. El aprendiz, dicho sea de paso, ha superado al maestro, que se distrajo en quehaceres más mundanos: verdaderamente hay un mostrenco, que parece sacado de Eraserhead de Lynch o eXistenZ de Cronenberg, en la retorta que le muestra, y que queda en el suelo agonizando, el pobrecito, cuando un gesto brusco de la joven lo hace caer al suelo.

La victoria de Fausto sobre Mefistófeles –que ya no proviene de su arrepentimiento sincero, ni del amor de Margarita, sino de la voluntad de poder que el mago ha descubierto en sí mismo– es, en consonancia con todo lo anterior, una victoria física y material: Fausto empieza a arrojarle piedras hasta dejado inmovilizado bajo su peso. Y luego vaga, liberado, autónomo y poderoso, por un paisaje volcánico vacío de cualquier signo no ya de humanidad sino también de vida (última asociación libre de esta nota en la que no brillan por su ausencia precisamente: el Aguirre de Herzog –el más fáustico de los directores alemanes–, solo sobre la balsa que se desintegra mientras viaja Amazonas abajo, aferrando un monito en la mano y explicándole: “Yo soy Aguirre, la ira de Dios”). Esta libertad del vacío, este poder sobre la nada, es quizás el final de su búsqueda: Fausto ha atravesado, finalmente, el revoltijo de la enfermedad humana (“La tierra tiene una piel, y esta piel está enferma. Una de las enfermedades que sufre se llama hombre”, había dicho el Zarathustra de Nietzsche) hasta llegar a los puros huesos.

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