ESCENAS > CóMO ASIMILA Y REPRESENTA EL ARTE LA CRISIS FINANCIERA
A menos de cinco años de la crisis financiera del 2008, el arte contemporáneo ya trabaja con fruición en los modos de asimilar esa conjunción extraña y poderosa de tecnología, dinero y crisis mundial. Lo más notable es que no sólo encontró una obra que la representa con lucidez y agudeza –How to spend it, de Florian Auer– sino que la crítica y las reflexiones que corrieron en estos años apuntan en una dirección de sorprendente evidencia: las similitudes entre el auge del mundo del arte y el de la especulación financiera. Por eso, Radar ofrece desde estas pampas tan curtidas en timba y crisis, un panorama de las formas recientes que buscó el arte de representarse a sí mismo para representar el mal del mundo.
› Por Claudio Iglesias
Quienes hayan visto dos films recientes como Holy Motors (de Leos Carax) y Cosmopolis (de David Cronenberg sobre una novela de Don DeLillo, con el inefable Robert Pattinson como encarnación desabrida del estereotipo del yuppie) tendrán fresco en la memoria el potpourri de cibercapitalismo, pesimismo político cultural y limusinas que ofrecen ambos. El último ítem, los vehículos de lujo, aparece en ambas ficciones (por lo demás tan dispares en sus planteos y en sus logros) como el símbolo de la necesidad actual de llevar la oficina a cuestas, del predominio de la tecnocracia financiera en la economía y de una brecha social creciente, asociada con el desgobierno y la paramilitarización de la seguridad privada. Si esta limusina de fantasía nos llevara a algún lugar en el que pudiéramos ver cómo el arte está procesando los efectos simbólicos de la crisis financiera global actual, en su quinto aniversario, la primera parada podría ser una exhibición de Florian Auer en la galería Kraupa Tuskany (Berlín) que tuvo lugar en mayo del año pasado, How to spend it, título que podría traducirse (bastante porteñamente) Cómo gastarla. La exhibición, que ya se convirtió en un punto de referencia, abundaba en el típico mobiliario del ambiente financiero, al mismo tiempo kitsch y depurado, lujoso y barato, ornamental y chirriante: grandes calculadoras, mesas ratonas de vidrio y madera, artículos de escritorio, decorados de pared estilo noventa con gráficos de barras y números en altorrelieve plástico como los de las tarjetas de crédito. Con citas a clásicos como Wall Street, de Oliver Stone, y tantas referencias al décor yuppie, la primera exhibición de Auer podría haber abonado meramente a una tradición ya existente de reflexión cultural alrededor del mundo de las finanzas y su euforia característica, cuyos orígenes narrativos podrían remontarse a Francis Scott Fitzgerald, o incluso hasta algunos personajes de Balzac. Lo que empalma su exhibición con los films de Cronenberg y Carax, sin embargo, es la relación entre el desarrollo económico en cuyo pináculo se encuentra el capitalismo financiero actual (al menos desde la perspectiva del Atlántico Norte) y la evolución de la tecnología. Estas ficciones del capitalismo financiero son al mismo tiempo ficciones de la singularidad tecnológica; son, por regla general, futuristas y abundan en interfaces y pantallas. La computación ubicua, el sueño de los visionarios de Silicon Valley en su momento tan maltratado por Steven Spielberg, se realiza ahora en la forma de superficies inteligentes que permiten accionar movimientos de dinero desde cualquier sillón, literalmente. La imagen de Pattinson apurando unos negocios con algo parecido a una terminal de computadora incrustada en el brazo del asiento de su limusina luego de tener sexo con alguna de sus consultoras, asistentes o prostitutas en la adaptación cinematográfica de Cronenberg repone algo así como una imagen de época: el ejecutivo sentado que mueve huracanes de dinero a la velocidad de la luz con los deditos sobre la pantalla táctil.
Según Karen Barad, la compenetración creciente entre los movimientos del capital y las redes informáticas que deja ver este tipo de movimientos financieros a distancia no solo redunda en una propensión generalizada a pensar en la economía global como un acertijo verdaderamente indescifrable para la mayoría de los mortales, sino que constituye un nuevo tipo de evento, en términos físicos y filosóficos: una categoría particular de acontecimientos más parecida a los entrelazamientos y saltos cuánticos y otras maravillas del nivel subatómico que a los hechos “localizables” del espacio tridimensional continuo al que estamos (tal vez excesivamente) acostumbrados.
Al respecto, existe una biblioteca entera de ensayos y libros de teoría que se han dedicado a tratar de integrar el análisis del sistema artístico de las últimas décadas con las fluctuaciones del mundo financiero y bancario que sublima en el arte enormes masas de riqueza año a año. El quinto aniversario de la crisis ya cuenta con bibliografía especializada sobre la forma en que el mercado del arte se relaciona con los mercados financieros tanto por su estructura como por los sistemas de valores que lo rigen. Desde la sociología del arte y la teoría crítica respectivamente, Alain Quemin e Isabelle Graw han llamado la atención sobre el despliegue enorme que tuvo el mercado del arte en los últimos veinte años, en la forma de subastas descomunales, galerías-pulpo como Gagosian y White Chapel llenas de filiales alrededor del mundo y una red de ferias y bienales en permanente expansión, todo lo cual forma algo parecido a una red global creada a imagen y semejanza de los mercados financieros interconectados: un proceso que, para Graw, no solo testimonia el rol creciente del mercado en un sistema artístico antes regido por otro tipo de regulaciones, sino que es idéntico al salto que dio la industria de la moda en los ‘70 y ‘80. Su libro, High Price. Art between the Market and Celebrity Culture (2010) documenta a la perfección el momento del “boom” del arte, que llegó a su pico en la década pasada, y cuya continuidad quedó severamente puesta en duda con la caída de Lehman Brothers ese mismo año.
Para otros autores, como Diedrich Diederichsen, las influencias entre los mundos de las finanzas y el arte también actuaron en sentido opuesto: si el estereotipo del artista empresario a la Jeff Koons constitutivamente derivaba del yuppie de los ‘80, la emergencia de una camada de jóvenes e intrépidos operadores de Bolsa se alimentó de valoraciones y expectativas tradicionalmente asociados con la subcultura: el culto al gasto, la tecnología, el vértigo y la inmoralidad que tardía y desganadamente encarna Pattinson podría encontrar su punto de origen no solo en el mucho mejor papel de Christian Bale en American Psycho (la novela de Easton Ellis del ‘91 llevada al cine en 2000) sino, en definitiva, en la contracultura clásica y su rechazo de la ética del trabajo, la construcción de la fortuna mediante el esfuerzo y otros valores burgueses dejados de lado en pos de la vida intensa y frenética que encarnan las finanzas. “Hoy mismo he perdido decenas de millones de dólares”, le dice el protagonista de Cosmopolis a una de sus asesoras-amantes en un momento de receso. “El despilfarro –escribió Diederichsen en 2010– es lo contrario del matrimonio.”
Según Auer contó en una entrevista con Susana Davies-Crook, How to spend it tomó su nombre de un suplemento del Financial Times dedicado al consumo suntuario. La pregunta sobre cómo gastar el dinero es casi existencial, y constituye un dilema inherente a un sistema económico en el que la transferencia de ingresos a ese presunto “1 por ciento” más rico de la Tierra no encontró límites ni siquiera frente a la evidencia de su colapso generalizado. Al tiempo que un ejercicio de reflexión sobre la forma de presentar objetos en la sala de una galería (con su yuxtaposición de imágenes sobreimpresas en objetos de tres dimensiones que parecen, a su vez, salidos de una computadora) la exhibición de Auer llamó la atención sobre los dilemas del profesionalismo, parangonando al artista contemporáneo y su living-taller-oficina con los espacios en los que se deciden otros negocios de riesgo como las inversiones y la compraventa de acciones. El artista profesional resulta equiparable a un precarizado de lujo, como el protagonista de Holy Motors, que pasa el día en limusina, comiendo sushi y tragando whisky caro, pero al terminar la jornada recibe solo un sobre con su jornal a cambio de la promesa de levantarse bien temprano al día siguiente para recomenzar una rutina extenuante sobre la que no tiene control.
En un país tan experimentado en crisis y ruletas financieras como la Argentina, estos desarrollos ficcionales del mundo de las finanzas no podían no tener un precursor tan dicharachero, gastador, porteño por adopción y religiosamente obsesionado con el dinero como Federico Manuel Peralta Ramos (1939-1992), muchas de cuyas obras anticipan en clave jocosa y vernácula el frenesí misterioso de la coyuntura económica global de la actualidad, en la que los mercados tienen el poder de formar la realidad a su antojo (y, de paso, designar al ministro de Economía de turno) y en la que el dinero puede literalmente hacer cualquier cosa, como convertirse en un banquete para los amigos, multiplicarse en todo tipo de negocios turbios y girar sin fin como las ruedas de la bicicleta en la que Federico apareció en el programa televisivo de Tato Bores. En su figura, la intensidad, el absurdo y el gasto resultan componentes de una ecuación en el que los conceptos de arte, vida y dinero resultan poco menos que intercambiables. Una de sus definiciones de aquel momento parece a la medida de la ruleta financiera de la actualidad: “Me voy a la Luna –le decía a Tato Bores saliendo de cámara– donde no me bicicletean”.
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