Dom 17.02.2013
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CINE > AMOUR, DE MICHAEL HANEKE: NOMINADA A MEJOR PELíCULA Y MEJOR PELíCULA EXTRANJERA

Soy como una luz apagándose

Con el despliegue austero y lacerante de los recursos que lo convirtieron en uno de los directores europeos más insoslayables de los últimos veinte años, Michael Haneke se vale de dos leyendas del cine francés como Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva para componer una pieza de cámara sobre ese instante en que el amor de toda una vida empieza a ser un peso para el otro. De manera inesperada, Haneke conquista con Amour el corazón de Hollywood.

› Por Paula Vazquez Prieto

Amor, odio, rabia, admiración. Los sentimientos que el director austríaco Michael Haneke ha despertado en la crítica y en los espectadores en los más de veinte años que lleva dirigiendo películas han sido variados y contradictorios, pero han eludido ex profeso todo atisbo de indiferencia. Sin contar su trabajo en televisión desde mediados de los ’70, Haneke ha dirigido doce largometrajes –en Austria, Alemania, Francia y EE.UU.–, se ha convertido en uno de los directores más importantes del cine europeo actual, ha ganado premios en los más prestigiosos festivales, y en estos días se prepara para llevarse por lo menos uno de los varios Oscar a los que está nominada su última película, Amour. Sin embargo, sus películas han provocado más de una controversia, sus temas espinosos han despertado reacciones encontradas, y su estilo frío y distante a la hora de retratar la soledad y la violencia en la sociedad contemporánea ha sido tildado en ocasiones de cruel e impasible respecto de los sufrimientos de sus personajes. Una y otra vez, Haneke se ha colocado en el ojo de la tormenta, y el estreno de Amour ofrece la mejor oportunidad para pensar las múltiples paradojas que atraviesan su cine.

En la primera escena vemos a un grupo de bomberos que derriba la puerta de un departamento. Una vez adentro, uno de ellos ingresa a la sala principal, oscura y lúgubre como una cripta, y abre las ventanas para que entren el aire y la luz. El gesto de desagrado y el ademán de cubrirse la nariz anuncian el olor nauseabundo que parece emerger del encierro. Al recorrer los distintos ambientes, de pronto, aparece un cadáver, en estado avanzado de putrefacción, recostado tranquilamente sobre la cama de la habitación principal. En ese momento, cuando se insinúa el inicio de un misterio, un corte abrupto nos retira de la escena y nos transporta a un elegante teatro parisino donde se lleva a cabo un concierto.

Uno de los principales rasgos del cine de Haneke ha sido su tendencia a fragmentar la narración y, con ello, a sumir al espectador en un inicial desconcierto. Sus planos largos, sus tiempos muertos, sus recorridos por espacios vacíos e impersonales se interrumpen de repente en saltos inesperados, en furiosos cambios de eje, en situaciones inconexas, como si tratara de mostrarnos que el mundo está fracturado por el individualismo y la incomunicación, un poco siguiendo la estela de lo que había imaginado Michelangelo Antonioni allá por los ’60. La plástica de las imágenes, prolija y estilizada, con una composición que roza la perfección, elude en su forma toda unidad y, al mismo tiempo, repite siempre una misma idea: la puesta en crisis de todo aquello que otorga sentido a nuestra realidad.

En la escena del concierto, la cámara está fija sobre el auditorio, sobre esos cientos de butacas simétricamente dispuestas que pueblan el plano. Nunca vemos lo que ocurre sobre el escenario; un poco al estilo del extrañamiento ensayado por autores como Bertolt Brecht o Sergei Eisenstein, el espectador es puesto en la mira. Escuchamos los primeros acordes del piano, observamos cómo los asistentes se emocionan y aplauden enérgicamente, intuimos el espectáculo que se desarrolla ajeno a nuestra mirada. Entre el público, se distingue una pareja de ancianos, Georges y Anne, quienes al terminar la función saludan afectuosamente a quien fuera alumno de Anne, el joven pianista Alexandre Tharaud (quien se interpreta a sí mismo). Al regresar a su casa, descubren que la cerradura de la puerta de entrada ha sido forzada, pero el hecho merece una tibia preocupación. ¿Habrá un intruso en el departamento? ¿Tendrá que ver con lo que encontraron los bomberos en la primera escena? Al negarnos información, Haneke nos interpela abiertamente, estimula nuestras hipótesis, juega con nuestra sugestión. Así como no explicaba la solución al “enigma” en Caché (2005), la motivación de los asesinos en Funny Games (1997), o la conducta de Isabelle Huppert en la escena final de La profesora de piano (2001), Haneke disfruta al escatimar datos supuestamente relevantes, casi como una provocación, como un intento permanente de incomodarnos, de sacarnos de esa posición pasiva de voyeur. El misterio de la cerradura instala un estado de inquietud y zozobra que anticipa el derrumbe que vendrá.

Como un círculo que se cierra, la vida de Georges y Anne –interpretados por dos leyendas del cine francés como Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva– transita sus últimos días. La frágil armonía en la que viven en su coqueto departamento de París, rodeados de los libros y la música que recuerda su idílico pasado, se ve quebrada por un episodio inesperado, casi absurdo. A la mañana siguiente del concierto, mientras ambos desayunan, Anne se queda inmóvil, con la mirada perdida, pétrea como una estatua que no responde a llamados ni estímulos. Antes de que Georges salga a buscar ayuda, regresa en sí como si nada hubiera pasado, sin recuerdo alguno del bloqueo que sufrió momentos antes. Ese hecho curioso para el espectador, casi fuera de contexto, es lo que provoca que el mundo prolijamente construido por Haneke se venga abajo. La enfermedad de Anne, que la lleva abruptamente a una silla de ruedas y al deterioro progresivo de su salud, sume a la pareja en una pérdida irreparable, en una fractura definitiva de ese vínculo que daba sentido a la existencia de ambos.

Los derrumbes son frecuentes en las películas de Haneke. Un hecho imprevisto, accidental, a veces intrascendente, pone en jaque esa arquitectura precaria que sostenía el mundo conocido. Un joven se introduce en la casa de veraneo de una familia a pedir unos huevos e inicia un calvario de sadismo y violencia en Funny Games, unos videos son enviados a un exitoso presentador de televisión en Caché y comienza un espiral de chantaje y manipulación. ¿A qué estamos dispuestos para no perder lo que tenemos?, parece decirnos Haneke desde la voz de uno de sus personajes. Y algo de eso trasunta la reacción de Eva (Isabelle Huppert), la hija de Georges y Anne, cuando viene a visitar a su madre luego del “accidente”. Su desapego emocional funciona como una coraza frente a los hechos, su relación impersonal y alienada con su padre la mantiene a salvo, como si pudiera analizar la situación desde el lugar cómodo del observador. Así, su egoísmo le impide pensar en otra cosa que en ella misma, su marido y sus problemas, y desnuda esa imposibilidad de hacer frente a los sismos, de querer negar la realidad, de necesitar imperiosamente apartar el problema.

En Benny’s video (1992), cuando los padres de Benny se enteran del asesinato que ha cometido su hijo, lo único que quieren es deshacerse del cadáver de la chica y que todo vuelva a ser como antes, convencerse de que aquello que no sale a la luz no existe, que aquello que podemos ocultar a nuestra vista, desaparece. Haneke busca derribar, a veces con los mecanismos más crueles, esa tendencia humana a preservarse y a aislarse de lo que ocurre alrededor. Su estilo gélido e implacable nos expone a situaciones prolongadas que se tornan eficazmente perturbadoras. Esa sensación de que vemos más de lo que deberíamos es lo que convierte a las películas de Haneke en opresivas y angustiantes. Estamos presentes en momentos que se tornan repentinamente violentos o cuyo sadismo se vuelve insoportable, como la agresión violenta a Juliette Binoche en el subte de Código desconocido (2000) o la escena de la automutilación en La profesora de piano. Ver o no ver parece ser la cuestión.

Amour no es un título elegido al azar. Ya la música mortuoria del Impromptu (Op. 90, N 1) de Schubert anuncia el crepúsculo de un amor que al entrar en la vejez se ve asediado por la inminencia de la muerte. La historia de Georges y Anne es la historia de una pareja que se ama profundamente pero cuyo equilibrio se quiebra cuando uno de ellos se convierte en una carga. Esa brutal convicción –a la que Haneke nos expone– de saber que el ser amado puede convertirse en alguien indefenso, dependiente y extraño, con el creciente malestar, a veces inmanejable, que eso despierta, es lo que nos inquieta, nos pone incómodos. Y expresar ese sentimiento se hace difícil. Porque lo que Georges experimenta en ese cuidado meticuloso y desgastante que se extiende por días y semanas, que desfigura ese amor en una mezcla amarga de fastidio y profundo dolor, excede las palabras. Es que en las películas de Haneke las posibilidades del lenguaje siempre son finitas, siempre encuentran su límite en lo inexplicable, en aquello de lo que no se puede hablar.

Lo más significativo de Amour es que Haneke haya elegido a dos actores franceses que han quedado inmortalizados en su juventud, si bien sus carreras se han extendido hasta nuestros días. Sobre todo Emmanuelle Riva, de 85 años, cuyo rostro juvenil quedó grabado en los primeros planos de Hiroshima Mon Amour (1959). Haneke hace convivir en un mismo cuerpo ese brillo juvenil que asoma en los ojos perdidos de Riva con la oscuridad del encierro de la vejez y la enfermedad. Como en La profesora de piano, donde convivían el goce de la belleza y la sordidez del maltrato, aquí la belleza antes espléndida se encuentra cautiva en un cuerpo que no funciona, que se hace extraño, impropio, residuo de una vida pasada. En esa paradójica dialéctica entre lo ausente y lo excesivamente expuesto, Haneke ha logrado sentirse cómodo, limando las aristas que le permiten encajar en aquello que EE.UU. entiende como extranjero, y apostar a una gloria que cree pendiente, aun tras la del buen recibimiento de La cinta blanca, en 2009. Polémico, arriesgado, ¿oportunista?, hoy desembarca, con los lauros europeos a cuestas, dispuesto a conquistar lo que ya no parece renuente: Hollywood.

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