FOTOGRAFíA > EL PUEBLO TEHUELCHE, DESDE EL EXTERMINIO HASTA EL SIGLO XX
Minimizados por la historia, exhibidos como curiosidades humanas, masacrados y objeto de burlas, los tehuelches, habitantes originarios del sur argentino, son el objeto de este libro –en edición bilingüe– del periodista, escritor y docente santacruceño Osvaldo Mondelo. A lo largo de casi 300 páginas, con fotografías y textos recopilados entre 1863 y 1963, Tehuelches, danza con fotos es un recorrido impresionante y devastador, lleno de imágenes extraordinarias e historias que lindan con lo insólito, digno testimonio de un pueblo generoso y perseguido.
› Por Carlos Rodríguez
Orkeke, un cacique tehuelche de gran prestigio entre propios y extraños, hizo dos viajes a Buenos Aires. El primero en 1867, cuando fue retratado por un fotógrafo de apellido Loudet, que había viajado al sur del país con la expedición del doctor Nicolás Larrain, amigo personal de Victorino de la Plaza, canciller de Julio Argentino Roca. El segundo viaje de Orkeke fue el 19 de julio de 1883, embarcado por la fuerza, como prisionero de guerra, en la bodega del buque Villarino, de la Armada Argentina. Lo trajeron junto con 17 varones y 37 mujeres y niños. Todos los tehuelches fueron encarcelados en los cuarteles militares de Retiro.
Consumado ya el exterminio de los pueblos originarios, el diario La Prensa se indignó por lo ocurrido: “Como era de esperarse, ha causado la más desagradable impresión el conocimiento de los pormenores de la injustificada prisión de los tehuelches y el despojo de sus bienes”. El diario justificaba que se siguiera persiguiendo a los caciques rebeldes Inacayal y Sahihueque, pero no a una “tribu mansa”, como definía a la gente de Orkeke. Comprendido el “error”, el presidente Roca decidió cambiarles la carátula de un plumazo: de “prisioneros” pasaron a ser “huéspedes”.
Entre otros “agasajos oficiales”, los tehuelches fueron paseados por el jardín zoológico, la curia, el teatro de La Alegría, el café París y los recibió Victorino de la Plaza en la Casa de Gobierno. Una ilustración del periódico satírico El Mosquito ironizó sobre el encuentro: “Orkeke en Casa de Plaza-Entrevista entre indio del norte e indio del sud”. De esa forma se aludía al hecho de que De la Plaza había nacido en el pueblo norteño de Cachi, en Salta.
La historia finaliza como empezó, en una tragedia. Orkeke muere en Buenos Aires. De los suyos, sólo cinco, los más hábiles jinetes, son utilizados para un arreo de animales al sur. Los demás se quedaron varados en Buenos Aires, como fantasmas en el cuartel de Retiro o dispersos por las calles de una ciudad que no los quería. En ese segundo viaje fatal a Buenos Aires, no hay fotografías de Orkeke, y sí de su “chusma”, como decían los diarios porteños. Se sospecha que Orkeke, como jefe del grupo, habría sido maltratado por demás y no era bueno mostrarlo. Por algo falleció al poco tiempo.
A lo largo de casi 300 páginas con fotografías y textos recopilados entre 1863 y 1963, el periodista, escritor y docente santacruceño Osvaldo Mondelo acaba de presentar en Mar del Plata su libro Tehuelches, danza con fotos, una edición bilingüe, español-inglés, con prólogo de Abel Alexander y presentación de la ministra Alicia Kirchner. La obra, además, está dedicada a la memoria de Néstor Kirchner, amigo del autor.
Mondelo resalta que “durante generaciones los tehuelches fueron minimizados en la enseñanza de la historia tanto en los manuales escolares como en los textos de las universidades”. Por consiguiente, la sociedad pionera de la Patagonia y sus descendientes “no aceptaron jamás que la ocupación de un espacio originariamente indígena significó el desalojo de la tierra y la degradación del pueblo tehuelche”.
Juan Ginés de Sepúlveda, historiador y eclesiástico, doctorado en Humanidades y cronista del emperador Carlos I, afirmaba que “el indio es un animal frígido, en el que no se nota ninguna actividad del alma”. De allí que europeos y criollos consideraran que los pobladores originarios estaban “muy debajo en la escala humana”.
Las fotografías y los textos recopilados en el libro, salvo muy pocas excepciones, dan debida cuenta de ese preconcepto discriminatorio y del desprecio hacia los dueños originarios de las tierras del sur argentino. Siempre se los emparentaba con el malón, la ignorancia y el alcohol. Si hasta la mítica ginebra Bols tuvo como publicidad la imagen de un tehuelche con la botella abajo del brazo.
Unos pocos expedicionarios o fotógrafos citados en el libro salieron en defensa de los perseguidos: “Es verdaderamente inconcebible lo que sucede; diríase que pesa en ellos una maldición divina; son los propietarios de la tierra en que habitan y esa tierra no les pertenece, ni siquiera poseen una parcela donde puedan descansar al término de la jornada; han nacido libres y son esclavos”, escribió en 1879 Ramón Lista. Sin embargo, el mismo Lista, un militar nacido en Salta que fue el segundo gobernador de Santa Cruz, protagonizó varias matanzas de onas (hombres, mujeres y niños) en Tierra del Fuego, en 1886.
Algunas de las imágenes más fuertes del libro tienen que ver con los viajes a Europa y Estados Unidos que fueron obligados a hacer los tehuelches, mostrados como atractivos exóticos, como en la ficción se hizo con King Kong o La Criatura creada por el doctor Frankenstein. Uno de los espectáculos más denigrantes se ofreció del 30 de abril al 1º de diciembre de 1904 en Saint Louis, Estados Unidos, durante la llamada Exposición Universal. La prensa gráfica documentó la presencia de “patagones gigantes”, mostrándolos al lado de enanos llevados desde Filipinas.
Mientras los atletas “blancos” participaban de los Terceros Juegos Olímpicos, los tehuelches competían con “otros pueblos primitivos”: esquimales, sioux y “ejemplares nativos” de Africa y Filipinas, en especialidades como “lazo, arco, lanza y saltos”. En ese marco, la fotógrafa Jessie Tarbox Beals hizo posar a los “gigantes” tehuelches Awaik y Casimiro con un enano filipino vestido con traje al estilo europeo. Lo más destacable de la exposición fue el toque “exótico”, coincidieron los diarios norteamericanos.
Claro que los tehuelches, una vez confinados a sus reservas lejos de la “civilización”, también causaban la misma atracción “exótica” en su propio país. Los caseríos donde vivían los “blancos” eran los lugares donde los pueblos originarios hacían trueque con bolicheros y comerciantes. Cambiaban pieles de pumas, guanacos, zorros y plumas de avestruz por azúcar, yerba, telas, café, tabaco, aguardiente. Abundan las fotos sobre estas visitas a los pueblos del sur, lo que demuestra que los tehuelches se habían convertido en foráneos en su propia tierra.
Con los únicos que pudieron tener una relación normal los tehuelches fue con los galeses instalados desde fines del siglo XIX en Chubut. “Un día el cacique se aventuró a sugerir que los jóvenes galeses podían salir con él a cazar avestruces y guanacos: (...) “vengan conmigo –dijo (el cacique) Francisco–, yo les prestaré caballos y perros, y les mostraré cómo rodear y atrapar esas criaturas rápidas y astutas de la Pampa”, escribió en sus memorias el reverendo William Rhys.
Para devolver la gentileza, las mujeres galesas “les habían enseñado a amasar a las mujeres indias”, dado que “los indios habían desarrollado una gran afición por el pan”. La amistad quedó sellada en una foto en la que se ve al galés Lewis Jones rodeado por un grupo de tehuelches.
Otra faceta de la humillación y la burla de la que eran objeto los tehuelches, en este caso por las autoridades, fue la designación, en 1906, del cacique Silcacho, como “gendarme encargado de la policía de su comunidad”. El cargo y la indumentaria le fueron otorgados por el gobernador de Santa Cruz, Mariano Candioti, para que impusiera “el orden” ante la presencia de “mercachifles” dedicados a la venta de alcohol en la reserva. Ese mismo año, la Jefatura de Policía pidió “se les dé la baja a los agentes indios Ignacio Circacho (sic), Segundo Circacho y Dámaso Circacho, por ineptos e incompetentes”.
Se los acusaba de abandonar el servicio para ir a trabajar de esquiladores a la estancia de Lago Argentino. En numerosos escritos de época, a los originarios se los llamaba “vagos y malentretenidos”. Cuando trabajaban, en cambio, se los tildaba de “ineptos e incompetentes”. El libro es un muestrario inacabable de persecuciones, maltrato, desprecio.
El autor, Osvaldo Mondelo, recordó –citando a Eduardo Galeano– que a principios del siglo XV, en la América precolombina, había entre sesenta y setenta millones de habitantes indígenas. Unos trece millones de ellos estaban radicados en la región andina y hacia el sur, más allá del estrecho de Magallanes, hasta Tierra del Fuego.
En 1680, doscientos años después, en la misma zona quedaban apenas cuatrocientos mil. En 1880 eran sólo cuarenta mil. El exterminio fue para robarles “la tierra que ocupaban”. El genocidio se justificó diciendo que eran “un escollo para el progreso”.
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