Dom 03.08.2003
radar

NOTA DE TAPA

Pandillas de Nueva York

Amante de la ciudad de Philip Marlowe, Cary Grant, Frank Sinatra y Broadway, José Pablo Feinmann viajó a Nueva York. Como no podía ser de otro modo, visitó el Ground Zero, compró azorado el souvenir que venden donde estaban las Torres, habló con demócratas asustados y escuchó a
republicanos que asustan. Resultado: volvió aterrado y con una primicia:
el nombre de la única persona capaz de filmar la Gran Manzana que antes retrataron Woody Allen, Scorsese y Spike Lee.

Por José Pablo Feinmann
No fue como esperaba. Creí que llegar al Imperio –en junio de este año– sería pesadillesco. Se acercan los dos años del “nine eleven” y todos debían andar con los nervios algo encrespados. De punta, según suele decirse. Y no. El trámite en el Aeropuerto (el Kennedy) fue amable. Mi mujer y yo pasamos como dos ciudadanos bien recibidos; ninguno de los artículos que escribí contra Bush, el Pentágono y la Guerra de Irak durante los últimos largos meses me fue reprochado, recordado, exhibido, leído furibundamente ante mi pasmada cara por ningún robusto agente del FBI. “Welcome to America”, eso fue todo para mi tranquilidad y, en algún punto, mi pequeñez: qué ínfimo, inofensivo le resulto al Imperio. Sobrepuesto de esta adversidad, retiré mi equipaje y fuimos con mi mujer (a quien tampoco le reprocharon haber hecho el diseño de vestuario de La Patagonia rebelde, activado en Teatro Abierto o recreado, en medio de dolorosos estremecimientos, el Pozo de Banfield para La noche de los lápices) a un gran espacio cubierto donde uno espera a quien le ha prometido buscarlo en el aeropuerto. En nuestro caso, Nicolás y Barbee. Que nadie se inquiete: esto no es una crónica familiar. Sólo voy a tomar un par de apuntes para fijar algunas ideas. Nicolás es el hijo de mi mujer y en inmensa medida también el mío: lo conozco desde sus trece años (ahora anda por los treinta y pico largos) y fui, alternativamente o a la vez, su amigo y su viejo. También su viejo es mi amigo, pero en este viaje no está y yo vengo a jugarla de abuelo por él y por mí. Ya que el motivo del viaje es éste: Nicolás fue papá. Y todos los demás –nosotros– automáticamente pasamos a ser abuelos, condición por completo impensada a lo largo de toda mi existencia, pese a que tengo dos hijas. Pero la vida te sorprende y Nicolás nos sorprendió con un pibito que ahora anda por los casi dos años y se llama Lucas. Nicolás vive en el piso veintiocho de un edificio que estaba frente a las Torres Gemelas. No sé si necesito aclarar por qué digo estaba. Porque ya no está. No el edificio de Nicolás, que sí está, sino las Torres, que no están y –al no estar– el edificio de Nicolás ya no está donde estaba: cerca de las Torres. Por decirlo claramente: nada de lo que estaba cerca de las Torres Gemelas lo sigue estando. En rigor, tampoco sigue estando lejos de las Torres lo que estaba lejos. Ni lo que estaba en otro país. O en otro planeta. O en otra galaxia. Nada tiene ya alguna relación espacial con las Torres porque las Torres no ocupan un lugar en el espacio y esto determina que ya nada pueda estar cerca, lejos, en este planeta o en otro.
El edificio de Nicolás –ahora– está cerca del Ground Zero, que es donde estaban las Torres. Desde su piso veintiocho se ve ese enorme espacio, esa herida que es un tajo brutal en el corazón mismo de la Historia. Esa noche tenemos una cena neoyorquina. Nicolás, para recibirnos con algo de bullicio, ha invitado a unos amigos. Ella es japonesa, tiene treinta y dos y se llama Mikako. Él es francés y se llama Gabriel. Y tienen una nenita, un piojito japonés divertido, de un año o casi dos, que se llama Alita. Atención ahora: Mikako, a Alita, le habla en japonés, su lengua materna. Papá Gabriel –a Alita– le habla en francés. Y él y su mujer hablan en inglés. Con Nicolás pasa algo similar. Su mujer, Barbee, es francesa y le habla al pequeño Lucas en francés. Nico, argentino, le habla en el porteño que aprendió en nuestra casa y en el que habló siempre y seguirá hablando, ya que es algo que no quiere dejar de hacer. Como comer dulce de leche y escuchar discursos de Fidel Castro. (De pura casualidad Lucas no se llama “Fidel”, detalle que hubiera complejizado de modo fascinante su universo existencial.) Y Nico y Barbee, entre ellos, hablan en inglés. Ahora bien, si ustedes me preguntan en qué diablos hablan Lucas y Alita (que juegan horas y no parecen tener problemas de comunicación), lo ignoro por completo. Pero así es esta ciudad. Pese a este babelismo. Pese a este multiculturalismo. Pese a este canto inapelable a la diversidad, lo complejo, al cruce de razas, idiomas, historias, tradiciones, Nueva York, hoy, es la cabeza de un Imperio bélico que apela a lo Uno. Lo Uno como Nación, como ideología, poder bélico, retaliación y conquista. Así es de compleja la cosa.

La muerte del rizoma

Los aviones de Septiembre 11 no sólo derrumbaron las Torres, derrumbaron también buena parte de las teorías del libro de Hardt y Negri, Imperio. H. y N. dicen que la modernidad fue europea y la posmodernidad estadounidense. Digamos que sí. Luego escriben: “Estados Unidos no constituye –y, en realidad, ningún Estado-Nación puede hoy constituir– el centro de un proyecto imperialista. El imperialismo ha terminado. Ninguna nación será un líder mundial como lo fueron las naciones europeas modernas”. Este encuadre teórico no tuvo una refutación, también, teórica, sino práctica, explosivamente práctica. Septiembre 11 señaló el lugar del Imperio, su localización inapelable. Para el terrorismo setembrista el Imperio no está diseminado, no está desterritorializado. Tiene un centro. No es rizomático, es arborescente. Tiene una raíz, una poderosa raíz y esa raíz es Estados Unidos. La lógica del terrorismo no tiene por qué dictar la lógica de las ciencias sociales ni la de filosofía, pero tampoco el pensamiento puede insistir en categorías que la historia pulveriza, literalmente. Si el Imperio no tenía fronteras, si el Imperio lo ocupaba todo y en esa ocupación se entregaba a lo rizomático por no establecer “un” Centro sino encontrarlo en todas partes, entre los terroristas de Septiembre 11 y la Admnistración Bush han llevado la historia al terreno de lo binario. La lógica binaria de la modernidad, la lógica que toda la pasión deconstructiva de los estudios culturales intentó destronar, se instala entre el odio y la metralla. Tanto Osama (por ponerle un nombre a Septiembre 11) como Bush dicen: “O ellos o nosotros”. El mundo ha vuelto a ser el de la lucha del Bien contra el Mal. No creo que aún pueda decirse –como lo hacen H. y N.– que la posmodernización y la informatización marcan un nuevo modo del devenir humano. Los filósofos se han entusiasmado excesivamente con la informática. A comienzos de los noventa, Vattimo hablaba de la “sociedad transparente” y Baudrillard, de la obscenidad de lo infinitamente visible. Al menos, Vattimo suele reconocer que no es un pensador de primera, sino de tercera; Baudrillard no, pero creo que ya ha sido olvidado. La informática no ha venido a liberar nada. No está al servicio de la transparencia. Ni de lo infinitamente visible. Si la transparencia informática (con sus múltiples puntos de vista, con ese pluralismo-vértigo del que surgían los estudios culturales) ha dejado de existir es porque tampoco existe ya el posmodernismo. Un pensador argentino (que piensa mejor que muchos de los genios que nuestra cultura consular aterriza por aquí nomás, ¿cuántas veces visitó Baudrillard Argentina durante los ‘90, y Lipovetsky?) escribe: “El posmodernismo –un término que empezó a generalizarse en la arquitectura norteamericana a principios de la década del ‘70– se consagró con el derrumbe de una construcción, el Muro de Berlín, y él mismo se derrumbó con la caída de unos edificios en Nueva York (...) La crisis de la arquitectura urbana es un signo de los tiempos: ya no sabemos en qué espacio vivimos. A la jungla de asfalto se le caen los árboles”. (Eduardo Grüner, El fin de las pequeñas historias).
Si la caída del Muro instaura o consagra (ya que la cosa venía de lejos) una visión de la historia que destierra el concepto de totalidad, la dialéctica (tan de lejos venía esto que Gilles Deleuze, en 1967, en el capítulo primero de Nietzsche y la filosofía, embestía contra la dialéctica desde la moral del Amo, desde el “sí” nietzscheano, desde la afirmación), los grandes relatos, la historia como conflicto y consagra la multiplicidad, lo diseminado, el calidoscopismo, la diferencia infinita, los pequeños relatos, las pequeñas legalidades zonales, la caída de las Torres instaura otra vez la historia como gran relato. O sea, laimposibilidad de pensarla al margen de la idea de totalidad. Y más aún: instaura la imposibilidad de pensar al margen de la historia. Ha vuelto, en suma, aquí está otra vez el barro de la historia, las palabras que, lejos de establecer juegos deconstructivos, expresan relaciones de dominación, de guerra, de alteridad, de Amo y Esclavo, de opresión y de muerte. Y con la historia han vuelto también quienes la hacen: los hombres. A quienes Foucault había dado (conceptualmente) por muertos pero están vivos, como entidades reales, carnales, sufrientes y despedazadas y como conceptos sin cuya praxis constituyente-constituida, totalizadora y destotalizadora, dialéctica y antidialéctica la historia no se entiende. La caída de las Torres obliga a releer la lectura foucaultiana de Las Meninas. El sujeto siempre forma parte de la representación. “El principio epistemológico de partir de la conciencia no contradice al principio antropológico de definir al hombre por su materialidad”, escribía Sartre en la Crítica de la razón dialéctica. Y también: “Entre individuo e historia hay identidad ontológica y reciprocidad metodológica”. Por una simple, simplísima razón: son los hombres los que hacen la historia. De aquí la identidad ontológica. La historia, al ser obra de los hombres, participa de su mismo ser. Y también la reciprocidad metodológica: con los mismos instrumentos teóricos con que estudiamos a los hombres deberemos estudiar la historia, ya que ambos se hacen el uno al otro. No hay quien no sepa que los hombres hacen la historia y la historia los hace a ellos.
En suma, la historia se nos cayó encima. Y con la historia, la política. La necesidad de abrir un hueco en el bloque constituido del Imperio, de nihilizarlo, de volver a traer la negación, el “no”, la nada al mundo. La dialéctica entendida como ruptura. Claro que la afirmación es la moral de los Amos. Por eso nos interesa la moral dialéctica del Esclavo: porque establece un hueco en el ser monolítico del Imperio, una ruptura, una lejanía, una alteridad y una diferencia. Pero desde la praxis. Así las cosas, Septiembre 11 borra los sueños leves, el pensamiento débil de la posmodernidad. El concepto de “guerra preventiva” define como lo Otro todo lo que no sea lo Uno, el Imperio. La “guerra preventiva” es el antirizoma. Es el Imperio que ha echado raíces en su historia, su orgullo y su voluntad de poder. Que, para conservarse, no debe cesar de aumentar. Tal como lo pedía Nietzsche, cuyo pensamiento es más funcional a los Imperios que a las posdemocracias descentralizadas.

Algo caro y brillante
El tipo es un muy robusto african-american. Todo un señor imponente y negrazo. Está en los bordes del Ground Zero (cerca de esos muros con todas esas inscripciones: “God Bless America”, “God Bless our children soldiers”, “America forever”) y tiene, a su lado, una considerable pila de revistas. Las vende a diez dólares. Carísimas. Las revistas son ostentosas, brillan, parecen merecer costar mucho, dolerle al bolsillo del comprador. Me le acerco al robusto african-american y le pido un ejemplar. (Para mí es carísimo. Diez por tres: treinta. Treinta pesos una revista. Pero sé que ahí late algo importante. Que esa revista se vende en los bordes del Ground Zero y muchos la compran como un documento, un souvenir o un trofeo que expresa y explica la tragedia.) El tipo me mira y (no sé por qué) no me cree. No cree que compro esa revista porque comparto su contenido. Acaso sospeche que soy un marxista sartreano con toques de la Escuela de Frankfurt y graves taras hegelianas jamás superadas. Acaso todo eso lo pienso yo, de idiota o de culpable. Sin embargo, el tipo me mira y pregunta: “¿En serio quiere comprar nuestra revista?”. Le digo que sí. “Es su decisión”, dice y sonríe y me alcanza un ejemplar y se queda con mis diez dólares. Entonces, lo inesperado. Socarrón, dice: “Gracias por haber contribuido con diez dólares a la causa de América”. Soy, así, un cómplice. El robusto negrazo me ha dicho: “Sé que vas a criticar nuestra revista, nuestras ideas, nuestra causa, pero, para hacerlo, tuviste que darnos algo de tu dinero y ya sabes para qué lo usaremos, para todo lo que tú odias, antiamericano de mierda”. Me voy. Y recién a la noche, en la sala del depto., solo, a las tres de la mañana, frente al Ground Zero obscenamente iluminado, empiezo a leer la revista, esa proclama imperial, ese manifiesto bélico, esa declaración de guerra a la entera humanidad que exalta la figura del líder, de su líder guerrero: George W. Bush.

Un presidente carajero
El lujoso manifiesto se llama Cómo “America” cambió el mundo. Se edita luego de haber editado la primera parte, la de la injuria, la de la catástrofe, la de los aviones hiriendo el corazón del Imperio: El día que cambió “America”. Hay una linealidad, una relación de causa y consecuencia. Hubo un día, se nos dice, en que “America” cambió. Ese día fue el “nine eleven”. A partir de entonces, lejos de aquietarse, lamerse las heridas, lloriquear vanamente, “America” se lanza a la acción. En la página 21 el magazine patriótico nos muestra al protagonista de la gran respuesta. Es el Presidente. El titular dice: “El Presidente se hace cargo”. Foto de George Bush analizando unos documentos, anteojos, ceño fruncido, ojos como tajos al estilo cowboy, más exactamente Eastwood. (Esto de los ojos lo hace muy bien la gente de Bush. Se trata de fruncir duramente el ceño y mirar como si el sol lo estuviera encandilando a uno o como si uno se obstinara en mirar hacia lo lejos, a través del desierto, de las distancias, una mirada arrojada al horizonte sin nada que la detenga. Donald Rumsfeld lo hace muy bien. Se unen a una tradición de héroes de Hollywood. Escasamente lo hacía Bogart, pero Clark Gable lo utiliza en Lo que el viento se llevó y Gary Cooper y muchos otros hasta llegar a la perfección, que es Clint Eastwood. Jamás verán ustedes una imagen del rostro de Eastwood en que su entrecejo no esté aceradamente fruncido. Acaso cuando Sergio Leone decía que Eastwood tenía dos expresiones –“con sombrero y sin sombrero”– se refiriera a esto. Otros venerables actores como Robert Ryan y Richard Widmark introdujeron variaciones en su momento. Ryan entrecerraba los ojos desde abajo hacia arriba, algo que determinaba elevar sus cejas y arrugar su frente. Widmark entrecerraba sólo su ojo izquierdo torciendo su boca hacia ese exacto lado. Eastwood también agrega algo valioso –en verdad, lo tomó de Widmark–: al torcer la boca para posibilitar esos ojos que son en su cara de roca como dos tajos violentos, muestra los dientes. En los comics nadie hizo esto como el gran Hugo Pratt. Si observan tanto al Sargento Kirk como al Corto Maltés los verán fruncir el ceño y ladear la boca, entreabriéndola, para mostrar unos dientes poco amigables, siempre apretados, que, lejos de hacerte pensar en cualquier matiz de la odontología, te recuerdan las fauces de los mastines impacientes.
¿Por qué Bush se “hace cargo”? ¿Qué advierte antes que nadie? “Comprende que sólo haciendo veloces cambios en los países terroristas podrá salvar a ‘America’ y también brindar libertad y democracia a los que viven bajo brutales dictadores.” Una empresa doblemente humanitaria. Una guerra de protección y –a la vez– de liberación para los países oprimidos por dictadores bestiales. En la tapa del magazine patriótico-bélico está el héroe de la cruzada. Vemos a George W. con agresivas ropas de piloto de guerra. Sonríe, levanta su mano y hace esa “V” que uno ya no sabe qué diablos quiere decir porque la hacen todos. Supongamos que sea “victoria”. Susan Sarandon también la hizo en la ceremonia de los Oscar. Perón la hacía. Menem. Los peronistas la siguen haciendo y creo que la inventó Churchill, que fumaba su inmenso cigarro y hacía la “V” que significaba “esta guerra no la gana Hitler”. George W. también, ahí lo vemos, ahí está: íntegramente ataviado de piloto de guerra y dirigiéndose hacia su unidad, a la que conducirá con mano de hierro. Pero vemos algo más. Algo que está ahí para que lo veamos. Para que lo vea el mundo. Que el mundo vea y el mundo sepa. La zona genital del traje del guerrero abulta ostensiblemente. Parece un bailarín de El lago de los cisnes, pero en batalla. Parece, sobre todo, eso que en las cortes se ponían los cortesanos y los reyes (Enrique VIII y Carlos V, por ejemplo) para abultar lo que debía ser abultado (ya que en ese abultamiento reside la “masculinidad”) y llevaba el nombre de “carajero”. Brevemente: el señor Bush tiene entre sus piernas una insoslayable protuberancia, que es insoslayable porque fue construida para serlo. Créase o no, esto ha sido diseñado para que todos sepamos que el Presidente “tiene huevos” o “las tiene bien puestas” o “tiene lo que hay que tener”. Así es de macho el tipo.

Los soldados de Dios
Pero los norteamericanos, cuando se lanzan, lo hacen a fondo. Abrimos el magazine patriótico y vemos una doble página que –suponemos– ha sido armada para arrancarnos las lágrimas, estremecer nuestro corazón. El enorme título es el de la tapa, se repite: “Cómo America cambió el mundo”. Pero aquí lo vemos. Vemos la “unidad” de la causa. La universalidad de la lucha. En la página izquierda, una niñita de Bagdad (cejas muy anchas, dientes desparejos, sonrisa feliz, desaforadamente feliz, la sonrisa de la libertad reconquistada) se toma de la mano de un marine. En primer plano, la descomedida metralleta del marine, garantía de que todo esto que ocurre ocurra. Una leyenda a pie de página: “Baghdad, Iraq”. Deslizamos ahora nuestros ojos (no entrecerrados sino muy abiertos por el asombro o la incredulidad y el pasmo) a la página siguiente y vemos a una niñita rubia, de ojos muy celestes, pelito corto, un corazón dibujado en su mejilla, dos pequeñas banderas “americanas” –como peinetas guerreras– en su cabecita y ella, la niña, tiene su mano derecha sobre su corazón, en tanto sus ojos insondablemente azules miran hacia lo alto, hacia lo inexpresable, tal vez lo sublime. A pie de página leemos: “Appleton, Wisconsin, USA”. Dos mundos que se unen bajo la causa de la libertad. Dos niñitas que no se conocen, que están muy lejos una de la otra pero unidas por una causa universal, la del Bien.
Luego, las fotos de la catástrofe. La de “September eleven”. Las Torres. Una en llamas. La otra, con el avión arrojado hacia ella. Pero George W. se lanza en busca de aliados. Fotos de Blair y de Aznar junto a él. En verdad, no se sabe bien qué hace ahí Aznar. No sabe entrecerrar los ojos. Sonríe tontamente y se lo ve feliz como un chico invitado a una fiesta de la que jamás pensaba ser parte, aunque toda su vida lo había deseado, aunque acaso, sin más, hubiera vivido para eso. Otra foto enternecedora: el presidente afgano Hamid Karzai libera una paloma de la paz. La paloma, liberada, se va. Luego fotos de niñitos iraquíes que dan lástima, tan hechos pedacitos los tenía Saddam. Ahora vemos a dentistas marines arreglándoles esos dientes caóticos, ennegrecidos, tan asiáticos, tan barbáricos, tan necesitados de un toque de civilización y libertad, valores que se ven siempre –de privilegiado modo– en las dentaduras. Luego: una mujer talibán en un salón de belleza. Se nos informa: “Más de cincuenta salones de belleza abrieron en las primeras semanas que siguieron a la derrota de los talibanes”. Luego: banderas norteamericanas por todas partes. Y un enorme título: “El espíritu de America vive”. Fuegos artificiales sobre la Estatua de la Libertad. Luego, los héroes caídos. “Ellos pagaron el precio más alto.” Y una lista de los caídos en la “Operation Iraqi Freedom”. Luego, el primer aniversario del Ground Zero. Bush, con su esposa, visita el lugar. Solemnidad, recogimiento. Luego, fotos de los soldados, los jóvenes soldados, de la “U.S. Air Force”. Detengámonos. Estados Unidos es un país lleno de contradicciones y para muchos de sus habitantes este magazine patriótico es basura, pero todo es más complicado. El 75% de los “americanos” está con la retaliación de Bush. Y los que se oponen a la guerra lo hacen desde dos perspectivas:1) La guerra es muy costosa y arruinará nuestra economía, obligándonos a pagar impuestos excesivos, desmesurados, que disminuirán nuestro “way of life”. 2) No tenemos nada que hacer ahí. Vivimos armando guerras en otros países. Vivimos peleando contra enemigos que nosotros mismos hemos creado, hemos armado. Éstos, los que esto dicen, son los buenos, cultos, sensatos demócratas. Conozco a varios y hasta diría que algunos son buenos amigos. Judith L., por ejemplo, cuya inteligencia es un constante deslumbramiento, destruye el proyecto imperial de Bush mejor que Chomsky o, al menos, como él. Judith es agente de actores y está casada con uno de ellos. Hablar con ella es hablar horas de Shakespeare, Chéjov o de su amiga Anne Baxter, la gloriosa intérprete de La malvada, ya fallecida. Judith, pese a sus críticas, se siente muy “americana”. ¿De dónde viene esta orgullosa identidad? De los orígenes. De los Padres Fundadores. De un país que surgió luchando contra un imperio colonial. De la venerada Constitución. De los valores de libertad y democracia que son la esencia de “America”. Hay muchos norteamericanos que creen en esto. Artistas, escritores, buena gente. Nicolás, cierta noche, me acerca a un espectáculo off con un título contundente: Six Blow Jobs (“Seis mamadas” o “Seis fellatios” o, si quieren, también algo más directo). El afiche del espectáculo muestra a Bush, Rumsfeld, Powell, el Gral. Richard Myers, el director de la CIA George Tenet y hasta a Condoleezza Rice disfrazados de penes. Hay seis, digamos, pijas, y la cabeza de cada una de ellas es la de los héroes de la Operation Iraqi Freedom. Cualquiera puede imaginar de dónde viene lo de las “mamadas”. Sí, de Clinton y Lewinsky. La idea es que si con Clinton hubo una, con esta gente ya hay seis. Que el país, el Poder que lo rige, se desliza entre mamadas, entre crecientes mamadas. No sólo Michael Moore pega duro por aquí. No son la mayoría, ni hablar. La “mayoría” vive amedrentada por un poder mediático que dice una y otra vez que lo Mal no pasó, que ocurrirá en cualquier momento otra vez y acaso peor. De aquí que sigan pidiendo por Bush. El líder. El de ese bulto macho entre las piernas. El texano duro que pegará duro. Sigo con Judith L. (La quiero, en verdad, mucho. Mi mujer y yo hablamos horas con ella y, aunque por suerte en este país, el nuestro, tenemos grandes y valiosos amigos, nos alegra tenerla a Judith en esa casa pequeña y exquisita de un barrio lateral de la Gran Manzana y que sea nuestra amiga.) Hay algo en lo que ella pone una pasión que, le confieso, me cuesta compartir. Le arroja a Bush, sin cesar, cadáveres por la cabeza. “Este loco”, dice, “está matando a nuestros children soldiers, a nuestros hijos. Hoy murieron tres más de ellos”. Es así: ese día los diarios habían traído esa noticia. Tres soldados norteamericanos habían sido ultimados por resistentes iraquíes. Le digo a Judith que yo y los latinoamericanos y gran parte de la población mundial no ve a un marine como un children soldier sino como una temible, infalible máquina de matar. Que a través de los años, le digo, me produce tanto horror la imagen de estos superartillados marines, con sus armas inmensas, sus cascos, sus explosivos, antiparras, anteojos negros y hasta minúsculos aparatos comunicacionales, como la de los soldados nazis que entraban en las aldeas rusas, o en Polonia, en los guetos de los judíos. Judith comprende, acepta. Y sigue sufriendo por las muertes inútiles de los “soldados niños” de “America”. Como sea, en gente como ella reposa buena parte de una posible salvación. De una mejoría. Del objetivo esencial de restarle espacios a la muerte. Entre tanto, Bush sigue piloteando aviones inverosímiles en cuyo fuselaje se lee: “George W. Bush. Commander-in-Chief”. Y nosotros no podemos esperar que Dios nos proteja porque, sencillamente, lo protege a él. El motivo es simple: Dios no protege a nadie, ya que, a lo largo de la historia, ha exhibido una helada indiferencia por los avatares humanos (dicho esto en Su disculpa), pero aquellos que logran creerse Dios logran, también y muy sencillamente, la protección de Dios al protegerse a sí mismos. Es el caso de Bush: es Dios, es Dios protegiendo a Dios y es Dios salvando el mundo. No es la primera vez que esto ocurre y suele terminar mal. Para Dios, para los creyentes, para los agnósticos, para todos.
Ahora estamos a casi un mes del segundo aniversario de la catástrofe. Los republicanos, agresivos, desafiantes, han decidido celebrar en el Ground Zero la convención de su partido. Imposible imaginar lo que ocurrirá ahí. Los discursos flamígeros, las invocaciones a Dios, las bendiciones a “America”, las amenazas a los agentes del Mal, todo. Acaso sólo falte Leni Riefensthal para filmarlo.

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