Dom 03.08.2003
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LIBROS

Las afinidades electivas

En el monumental Hemingway contra Fitzgerald –recientemente publicado por siglo XXI–, el investigador Scott Donaldson se zambulle en la intensa, equívoca, tortuosa relación que entablaron en París, a mediados de los años 20, los dos escritores más emblemáticos de la ficción norteamericana del siglo XX: “La historia de un gran escritor que se humilla en busca de un compañerismo que la dureza de corazón de otro no permitió”.

Por Juan Forn

En 1925, dos jóvenes expatriados norteamericanos se conocieron en París. Los dos eran escritores, los dos estaban borrachos, los dos se cayeron igual de mal durante aquella noche de parranda en que uno de ellos sucumbió casi de inmediato a los efectos del alcohol y el otro intentó en vano alcanzar el mismo estado. Esa reacción a lo etílico definiría, en los quince años siguientes, el lugar que ocuparía uno y otro en la atormentada amistad literaria que los unió, y también el lugar que le tocaría a cada uno en el firmamento de esa literatura que entre ambos habrían de redefinir para siempre. El borracho débil, que en aquel momento era el escritor más famoso de Estados Unidos, habría de morir en la ruina y el anonimato a los 44 años. El borracho resistente, que aquella noche en París era tan pobre como desconocido, sobreviviría veinte años a su compañero y, al suicidarse, en 1961, habría de ser el escritor más famoso no sólo de Estados Unidos sino del mundo entero. El borracho débil contempló en vida cómo se esfumaba su prestigio mientras crecía el de su compadre. El borracho resistente no llegó a ver cómo iría apagándose su prestigio después de muerto, en beneficio del otrora olvidado. El borracho débil se llamaba Francis Scott Fitzgerald; el borracho resistente, Ernest Hemingway, y a pesar de las diferencias que supieron unirlos primero y separarlos después, conviene anteponer un hecho a la hora de recordarlos: cuán decisivos fueron el uno para el otro en el único terreno que importa, el de la literatura.
Gran parte de los ríos de tinta que han corrido a propósito de Hemingway y Fitzgerald se remontan a esos años parisinos entre 1925 y 1929. De hecho, desde entonces y hasta la muerte de uno de los contendientes, primero, y la del otro, dos décadas después, gran parte de lo que sucede y se dice se remite en forma casi obsesiva a aquellos tiempos parisinos. Eso se debe no sólo a que tanto Fitzgerald como Hemingway producen en ese período lo que puede considerarse el núcleo de su obra, sino también a quienes comentan y alimentan esa explosión creativa: Ezra Pound, John Dos Passos y Gertrude Stein en París; TS Eliot y Virginia Woolf desde Londres; Edmund Wilson y Maxwell Perkins (el editor de Fitzgerald y de Hemingway) desde Nueva York. Vale la pena decir que esto ocurre a nueve años de la muerte de Henry James (otro expatriado norteamericano, cuya elección de Inglaterra como patria tiene estricta relación con su propósito de ser reconocido como gran mandarín de la lengua inglesa) para entender cabalmente lo que significaba que Eliot dijera de El Gran Gatsby que era “el primer paso importante que ha dado la narrativa americana desde Henry James”, o que Woolf saliera al cruce de la opinión iniciada por Pound y rápidamente generalizada a ambos lados del Atlántico ya en 1928, que señalaba a Hemingway como el mayor estilista vivo de la lengua inglesa y el heredero indiscutido de Maupassant y Chéjov como cuentista. (La arpía de Bloomsbury se mostraba “sorprendida de que una obra tan competente, tan eficiente y tan desprovista de elementos superfluos no provocara una impresión más profunda”.)
No es ocioso agregar que por lo menos la mitad de estas hoy vacas sagradas fueron a su vez poderosamente influidos por el estilo literario de esos dos escritores que todavía no habían cumplido los treinta años y carecían casi con ostentación de la sofisticación intelectual de sus comentadores, lo que hace doblemente significativos los momentos en que Stein reconoce a regañadientes que aprendió a escribir diálogos de Hemingway, Wilson confiesa, deprimido, que su narrativa carece de “la vivacidad, la carga emocional y la exactitud técnica de Scott”, o Dos Passos se considera a sí mismo casi un testigo de la irrupción de una nueva literatura. Christian Gauss, decano de Princeton que por entonces viaja especialmente a París para conocer a los dos jóvenes escritores, ofrece una gran definición al ubicar a cada uno en un extremo opuesto del espectro cromático: “Hemingway es lo infrarrojo, lo primitivo, lo aparentemente sencillo e inmediatamente cautivante. Fitzgerald es lo ultravioleta: abarca toda la compleja variedad de matices de los estados emocionales”.

Ellos mismos, en los años que siguieron, habrían de juzgarse mutuamente con esa misma vara: “Nadie puede negar que en sus primeros libros era un campeón sin par, pero ahora parece uno de esos boxeadores sonados que pelean consigo mismos” (Fitzgerald, 1936); “No se entendía a sí mismo, como no se entiende la mariposa. Y cuando aprendió a pensar ya no supo volar, porque había perdido el amor al vuelo y tan sólo sabía recordar los tiempos en que volaba sin esfuerzo” (Hemingway, 1958). Hasta el fin de sus días Fitzgerald admiró sin pudor Fiesta y los cuentos de Hemingway (incluso “Las nieves del Kilimanjaro”, donde Hem le suelta un dardo envenenado con nombre y apellido, luego suprimido –el apellido, no el dardo–); Hemingway, por su parte, admiró siempre Gatsby y, con los años, también Suave es la noche (a la que, apenas publicada, acusó de fallida). En cambio, siempre lo abochornaron los artículos de El derrumbe (no fue el único; en realidad, sólo Edmund Wilson supo ver en su momento que era mucho más que “el lloriqueo histérico de alguien acabado”). Y para demostrar qué clase de libro póstumo podía dejar él, Hem escribió París era una fiesta (donde, aunque no lo sepan, están quebrados todos menos él).
De ese libro proviene la anécdota más famosa de los dos, el diálogo sobre los millonarios: “Los ricos son diferentes” (Scott); “Sí, tienen más dinero” (Hem). El diálogo real, que incluía a una tercera persona (la mordaz irlandesa Mary Colum), no lo tenía a Scott de cuerpo presente sino simplemente aludido, por lo que había escrito en el cuento “El muchacho rico”: “Hablemos de los millonarios. Son distintos de ti y de mí. Poseen cosas y las disfrutan desde muy pronto, y eso los reblandece y los vuelve cínicos de una manera que, a menos que hayas nacido muy rico, es muy difícil de entender. En lo más profundo de sus corazones creen que son mejores que nosotros. Incluso cuando entran en nuestro mundo o caen más bajo que nosotros siguen pensando que son mejores”. El diálogo real tuvo lugar durante un almuerzo neoyorquino entre el editor Perkins, Colum y Hemingway, donde éste no paraba de hablar de los millonarios con quienes iba de safari al Africa y de pesca a Bimini (los únicos que disponían del dinero y tiempo libre suficiente como para permitirse tales actividades). Perkins citó aquel cuento de Fitzgerald y Colum contestó, tanto a la cita de Scott como a las palabras de Hem: “La única diferencia entre los millonarios y el resto del mundo es que los millonarios tienen más dinero”. Pero el mito prefiere la versión apócrifa, que responde más al perfil esquemático que la prensa fue construyendo de ambos escritores. (Uno de los mejores chistes sobre Scott y Hem cuenta que, al enterarse en un bar de que Hemingway acababa de casarse con una virgen africana de dieciocho años, Fitzgerald pide que le abran de inmediato una botella de whisky de dieciocho años.)

Las diferencias entre Fitzgerald y Hemingway se entrelazaban con las afinidades, del mismo modo en que los sentimientos se mezclaban en su amistad-enemistad. Los fitzgeraldianos siempre argumentan que Scott ayudó decisivamente a Hem en la corrección y armado final de Fiesta (recordemos que Fitzgerald venía de publicar Gatsby y Hemingway sólo tenía publicados los cuentos de En nuestro tiempo); los hemingwayanos contestan que Scott reconoció que le plagió a Hem el final de Suave es la noche (escrito bajo el influjo de la última escena de Adiós a las armas). En el terreno estilístico, uno se sumergía en un personaje para entenderlo: lo develaba por su urdimbre emocional (eso que hoy se desdeña como “psicologismo”) y el otro procedía por asedio exterior y elegía hechos, actos. Hemingway trabaja con nuestros sentidos (lo que se ve, lo que se toca, lo que se oye, lo que se huele); Fitzgerald, con nuestras emociones. Sin embargo ambos creen poderosamente en la entrelínea y aspiran a que aprese lo mismo: la verdad inefable de ese personaje.
En ese sentido, la famosa teoría del iceberg puede aplicarse a la obra de ambos, si consideramos como una cuestión meramente numérica el porcentaje de ese iceberg que asoma a la superficie. Y si no lo consideramos como una mera cuestión numérica (es decir, si hay una relación inversamente proporcional entre lo dicho y lo que abarca lo no dicho), vale la pena ver qué ocurre con un corolario de la teoría del iceberg, el llamado “efecto obra inconclusa” que producen ciertos textos publicados póstumamente sin que el autor les haya dado el visto bueno final, donde el lector “ve” lo que falta por la elocuencia de lo que hay, por la confianza y el estímulo que produce lo que hay. En el caso de Fitzgerald (en gran medida por la mano maestra de Edmund Wilson, que tuvo a su cargo la edición), El último magnate y El derrumbe cumplen con creces la hipótesis; en el caso de Hemingway, eso mismo ocurre en París era una fiesta (que en realidad dejó casi terminado: sólo le faltaba corregirlo) y con Islas en el golfo. Lo que fue apareciendo después es casi irreconocible como suyo (en gran medida porque no hubo un responsable tan riguroso y exquisito como Wilson para la edición de El jardín del Edén o Al despuntar el alba, dos textos que quedaron en un estado similar o incluso más avanzado que El último magnate).

La evolución del signo de los tiempos resultó decisiva en el modo de leer a ambos: el culto al coraje y a la acción como definición primordial de la persona tiene, en nuestros días, una apelación bastante menos universal que el culto a las debilidades e imperfecciones. Si durante años Scott fue considerado un talento echado a perder por la disipación (“Le dio tanta maldita importancia a la juventud que confundió madurar con envejecer y pasó de la inmadurez a la senilidad”, según uno de los juicios más cortantes de Hemingway) y Hem un coloso que anticipaba el rumbo que tomaría la literatura en lengua inglesa (hubo un momento en que Scott celebró con sorna una de esas ediciones anuales de The Best Short Stories porque todos los cuentos incluidos, sin excepción, eran imitaciones hemingwayanas), hoy el malogrado parece Hemingway, y Fitzgerald el que supo ahondar más en sí mismo. Sin embargo, la influencia que ejercieron ambos sobre los que venían después se mantuvo pareja: basta citar como ejemplo a otros dos titanes literarios, igualmente conspicuos como borrachos, que durante su breve período de becarios en Iowa parecieron repetir aquellas olimpíadas etílicas parisinas: el fitzgeraldiano John Cheever y el hemingwayano Raymond Carver (quienes, cuenta la leyenda, hacían caminando los cinco kilómetros desde el campus hasta la licorería más cercana, cada mañana temprano, cada uno por su lado, y se saludaban con una mínima inclinación de cabeza al cruzarse, ya convenientemente pertrechados de alcohol para resistir el cafard cotidiano).
En última instancia, lo que yace bajo esos cultos contrapuestos (el de Hemingway por el coraje y la acción, el de Fitzgerald por las propias debilidades e imperfecciones) es una búsqueda paralela de la verdad indecible, aquella atribulada y agónica pasión que llevó a Scott y a Hem a identificarse uno con el otro como pares, cuando se conocieron en París en 1925, y que permitió que se influyeran uno al otro para dar lo mejor, antes de alejarse geográfica y existencialmente. Fitzgerald alguna vez dijo que él hablaba con la autoridad que daba el fracaso y Hemingway con la autoridad que daba el éxito, y por esa razón creía que nunca podrían volver a sentarse a la misma mesa. Pero Fitzgerald también dijo que no hay segundo acto en las vidas norteamericanas, y tanto él como Hemingway no sólo lo tuvieron sino que todo indica que, para la obra de ambos, no caerá el telón por mucho tiempo.
“Ésta es la historia de un gran escritor que se humilla en busca de un compañerismo que la dureza diamantina de corazón de otro gran escritor no permitió.” Con esas palabras finales define Scott Donaldson su monumental Hemingway contra Fitzgerald, auge y decadencia de una amistad literaria (publicado por Siglo XXI España en su preciosa colección Biografías y distribuido en nuestro país por Catálogos). Lo que Donaldson se abstiene pudorosamente de decir, pero no de demostrar, a lo largo de las 456 páginas de este libro –que debería ser lectura obligada para todos aquellos que sientan aunque sea un mínimo interés por la obra de Hemingway, la de Fitzgerald o la literatura norteamericana en general–, es la importancia literaria que tuvo esa ríspida amistad que se fraguó, y también comenzó a resquebrajarse, en aquel período glorioso en que un puñado de expatriados en París reformuló para siempre la literatura contemporánea.

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