Dom 03.08.2003
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PLáSTICA

El Rey Mago

Instalado en Nueva York desde hace casi 40 años, el argentino Leandro Katz vino a Buenos Aires a presentar su instalación fotográfica Días de aquelarre. El centro de la obra es Charles Ludlam, mítico actor y director de teatro norteamericano que aderezó los efervescentes años ‘60 con el genio salvaje y disparatado del Teatro del Ridículo, una compañía cuyos espectáculos parecían sueños inducidos por una droga sintetizada a dúo por Raymond Roussel y Jorge Luis Borges.

por Rosario Bléfari

Leandro Katz, poeta y artista visual argentino, está editando Días de aquelarre, un documental sobre Charles Ludlam (1943-1987) y El Teatro del Ridículo. Parte de la materia prima de ese work in progress se exhibe hasta el 30 de agosto en el Museo de Arte Moderno de San Telmo, en el marco de una muestra que reúne cuatro de los proyectos actuales de Katz: se trata de una serie de fotografías que, además de capturar momentos clave de la trayectoria artística de Ludlam, testimonian el papel activo que Katz desempeñó en su primera fase (“la mejor, la formativa”), iluminándola, filmándola y participando como actor.
Dramaturgo prolífico, director y actor, Ludlam fundó su teatro experimental y exuberante –el Teatro del Ridículo– en medio del estallido de la revolución sexual de fines de los años ‘60, en un cine porno que alquilaba para lo que parecía más un rito pagano de medianoche que un evento teatral. Ya gozaba del encanto de la fama clandestina a fines de los ‘60, cuando Leandro Katz, que llevaba tres años instalado en Nueva York, tropezó con él. En aquel tiempo, Katz estaba ocupado haciendo una obra llamada Columnas de lenguaje, largas listas de palabras escritas en papel de arroz que colgaban de pisos altos. A partir de entonces, su trabajo fotográfico y sus instalaciones fueron encontrando incitaciones y referencias en las ideas de montaje de Sergei Eisenstein y en el diccionario de Raymond Roussel, el excéntrico francés precursor del surrealismo, uno de sus escritores adorados. Desde hace un tiempo, además, en simultáneo con el proyecto documental sobre Ludlam, Katz desarrolla una investigación artística sobre el tema de las identidades fingidas en algunos personajes históricos revolucionarios.
¿Cómo era el clima en el que Ludlam empezó con su teatro?
–Por entonces ocurrían muchas cosas al mismo tiempo: era un momento de epifanía y emergencia. Había grupos feministas, movimientos de liberación gay... Era lo primero que sucedía en ese sentido. La revolución sexual arranca con Stonewall, cuando la policía allana el bar gay, detiene a un montón de gente y se enfrenta violentamente con la comunidad gay. En medio de esa efervescencia aparece el Teatro del Ridículo. Lo interesante es que en 1987, cuando muere Ludlam, Judith Melina, del Living Theater, lo declara “guerrero caído en la lucha por los derechos sexuales”. Pero Ludlam no se consideraba parte del movimiento de liberación gay. Se burlaba de todas las etiquetas, y se las quitaba. Para él, adherir a un movimiento gay era como admitir ante un juez que algo que él consideraba natural era malo. No se oponía a los movimientos de liberación, pero se reía –a través de la comedia– y denunciaba las etiquetas que, una vez puestas, ya no se pueden despegar. Ludlam decía que el individuo es polisexual, que su identidad cambia a través de la vida y los deseos. En ese sentido, su obra es la declaración de principios que expresa y hace efectivas, a través de la comedia, todas esas ideas.
Como en la obra Barba Azul.
–Ahí Ludlam trabaja con el film de terror La isla de las almas perdidas (1933), de Erle Kenton, con Bela Lugosi y Charles Laughton: toma el personaje del científico loco que quiere transformar animales en seres humanos y lo convierte en un ser muy cómico, llamado Barba Azul, que vive en un castillo en La isla del amor perdido y experimenta con la creación de un tercer sexo gentil, suave y ambivalente. En un momento dado, el científico loco opera a su sobrina y evalúa cómo habrá de ser el genital que acaba de crear. El que finalmente aparece en la obra y en las fotos (usaban cualquier cosa que encontraban en la calle y se la ponían) es un montón de pelos con una pata de gallina que sostiene la mujer. Entonces de golpe la nodriza de la sobrina dice: “Esto es explotar a la mujer”, y se pone a recitar los principios feministas, desarmando la maquiavélica construcción que subyace a la idea del científico varón de crear un tercer sexo.
¿Cómo ve hoy sus fotos en relación con aquellas representaciones?
–Son hermosas, pero son un instante. Y son fotos de teatro: faltan el sonido, la palabra, la acción (y la falta de acción), los ritmos. Han perdido la dimensión del presente. Mis fotos son vestigios de eventos espectaculares que duraban tres horas, lánguidas a veces, otras veces llenas de acción y de risas. Las presentaciones de Ludlam comenzaban a un ritmo casi tradicional, continuaban con crescendos cómicos, descansaban en momentos reflexivos y luego volvían a momentos muy intensos. Ese ritmo es incapturable. Tengo imágenes en súper 8 que voy a transferir a 16 mm y a digitalizar, pero son instantes breves. Por ejemplo, una escena de seducción de Barba Azul, en blanco y negro: son diez minutos donde los personajes no dicen una palabra, sólo aúllan y rugen como lobos en celo, mientras el teatro repleto se revuelca de risa.
Algo cambia en la carrera de Ludlam con La dama de las camelias, ¿no?
–Por lo pronto hasta ahí llegué yo, si bien seguí siendo muy amigo de él y fotografiando sus obras siguientes. En La dama de las camelias Ludlam hace el rol femenino, y el éxito que tiene es tan grande que decide no volver a hacer ningún otro papel de mujer por temor a ser catalogado. Así que en la obra siguiente hace el personaje de un portorriqueño con un peinado afro, muy “hispano-macho”, un papel despampanante. Pero, en realidad, las dos obras que la crítica considera teatralmente más perfectas son Sangre de utilería y El misterio de Irma Vep. Sangre... es sobre una compañía teatral de provincias, itinerante y mediocre, que viaja haciendo Hamlet. Está hecha en un escenario circular, pero detrás de los decorados el espectador ve el backstage y logra vislumbrar que lo que sucede detrás de la escena es otra versión de Hamlet: la familia de los actores también tiene un tío, una madre, un padre, una hermana y un Hamlet, y hasta va a haber un crimen. Como el escenario gira, a veces vemos unas interpretaciones mediocres, donde los actores pretenden hablar un inglés isabelino, y luego salen por detrás y discuten como si estuvieran en Brooklyn. En la otra, El misterio de Irma Vep, dos actores hacen catorce personajes que incluyen desde comedias de misterio inglesas –donde los ojos de los cuadros se mueven– hasta historias de momias... Los trajes estaban diseñados para que los actores pudieran salir por una puerta con un personaje y entrar inmediatamente por la otra con otro distinto.
Era un fanático del artificio.
–Tenía un gran interés por todos los principios de la maquinaria del teatro: las poleas y trucos del siglo XVIII, los efectos ópticos, los recursos del ilusionismo, el ventriloquismo, el travestismo. Lo utilizaba todo. Estudiaba la historia y la arquitectura del teatro y la ópera con enorme avidez, buscando desenterrar herramientas olvidadas. En El gran tarot, por ejemplo, redescubre un truco del siglo XIX, supongo, por el cual la mitad de un actor era novio y la otra mitad novia, según la agilidad y la habilidad del actor para darse vuelta y cambiar el perfil. Y ese papel Ludlam se lo da al hijo de Bertolt Brecht, que se había vuelto un admirador de su teatro (el hijo de Brecht es el que aparece en las fotos en el rol de los amantes de El gran tarot). A propósito de fotos, Ludlam era muy celoso de su obra: él decidía quién podía sacar fotos y quién no. Tenía control sobre todo. Tuvo ofertas de Inglaterra para comercializar Barba Azul y de Hollywood para hacer una película, pero las rechazó cuando vio que perdería el control sobre la dirección, la actuación o lo que fuera. Y eso que los actores trabajaban de día y actuaban de noche, sin recibir un mango, durante años. Recién cuando empieza a recibir atención del New York Times y de la Fundación Ford, que le da dinero, Ludlam puede asignarles un salario modesto a sus actores, alquila un teatro permanente, empieza a tener más público, viaja por Europa y Estados Unidos y participa de los concursos teatrales famosos. Latroupe le fue fiel hasta el momento en el que la compañía se agranda y la carrera de Ludlam cambia. Muere a los cuarenta y cuatro años, luego de haber escrito veintinueve obras de teatro.
¿Hay continuadores de su obra? ¿Dejó una escuela?
–Lo suyo es ahora material académico, pero hay actores jóvenes y escritores que están redescubriendo la obra e interpretándola. Cuando muere, en 1987, queda como heredero su amante, que junto con la familia son los que cuidan la obra y sigue con el teatro durante algunos años. El Teatro del Ridículo, en el Village, se convierte en un teatro de repertorio donde circulan las obras de Ludlam y de escritores jóvenes. Durante cinco años logran mantener el sistema de apoyo estatal y de entradas, hasta que el caso Mapplethorpe inaugura un período de escándalos, cunde la homofobia en Washington y la derecha empieza a atacar al Fondo de las Artes por apoyar la pornografía. Los apoyos se retiran y los herederos, que ya no pueden pagar el alquiler, dejan el teatro y todo se desintegra. El trabajo, sin embargo, sobrevive en forma de libro: en 1989 Harper & Row publica Las Obras Completas de Charles Ludlam, empiezan a aparecer ensayos sobre su obra y el año pasado se edita la primera biografía, Ridiculous! The Theatrical Life and Times of Charles Ludlam, de David Kaufman (Applause Books). Allá, de todos modos, las fotos de mi muestra siguen siendo problemáticas: las instituciones culturales de Estados Unidos no quieren mostrarlas por temor a perder sus subvenciones. Hasta la televisión pública se cuida; cuando les propuse el documental me dijeron que no podían. Son productores acostumbrados a hacer cosas políticas osadas, pero en el caso de Ludlam, con tanta foto con desnudos (inofensivos, porque son parodias, y las imágenes son tan hermosas que no ofenderían a nadie), se cuidan muchísimo. Podría mostrarlas en el underground de Nueva York, pero yo quería que se vieran en un ámbito público. Por eso me encanta que estén acá, en el Museo de Arte Moderno, donde se exhiben en público por primera vez.
¿Qué puede decirme de los otros proyectos que integran su muestra?
–El proyecto central es El Día que me Quieras, que empieza como una idea de documental alrededor del Che Guevara. Pero cuando me pongo a leer sobre el tema encuentro datos confusos sobre fechas, lugares y personajes, que voy anotando en fichas y me llevan a escribir una cronología para aclararme el panorama. Cuando la termino me doy cuenta de dos cosas: que no voy a poder incorporarla al documental (que está centrado en una entrevista con el fotógrafo Freddy Alborta, autor de la famosa fotografía póstuma del Che); y que esto es una obra. Ahí empiezo a hacer las instalaciones, a trabajar el aspecto “teatral” de la historia: Guevara que se disfraza para entrar a Bolivia, Tania que se disfraza y asume distintas personalidades para infiltrarse, Mónika Ertl que se pone una peluca y se disfraza para ir a Hamburgo a asesinar al Toto Quintanilla, el cónsul general de Bolivia... Lo miro al Che disfrazado de Adolfo Mena González y miro después una foto de Lenin y digo: “¡El Che se afeitó la cabeza como Lenin!” Entonces voy a la historia de Lenin y veo las veces que se disfraza para cruzar distintas fronteras y que una vez... ¡se pone una boina como la de Guevara cuando entra en Ñancaguazú! ¿Sabían todos lo que estaban haciendo? Porque lo que veo yo aquí es que hay un sentido del humor profundo, filosófico. El tema me maravilló en 1987 cuando hablar del Che Guevara era ponerse hippie de repente; ahí empiezo con esta investigación. Desde entonces hago doce instalaciones llamadas Proyecto para El Día que me Quieras; en el museo de acá vemos sólo dos y media. Los que siguen mi obra suelen desconcertarse, porque al mismo tiempo que hago una investigación sobre los exploradores que investigaron el territorio maya en 1800 (Paradox), me meto con el Che Guevara, y también con el Teatro del Ridículo, y con la historia de la United Fruit Company en Honduras... Pero yo –en el mismo sentido que Ludlam– prefiero sacarme las etiquetas. Son todos proyectos en los que profundizo, y al mismo tiempo son abiertos y están en progreso. Me gusta trabajar así; es mi instinto: me interesa hacer las cosas con pasión.

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