Dom 03.08.2003
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MúSICA

Espacios abiertos

De Escocia y de Brighton vienen dos discos que hacen del déjà-vu una forma elegante y novedosa de sonar. Uno es Universal Hall, de los veteranos The Waterboys, que rompen su silencio campestre con un puñado de bellas canciones minimalistas. El otro es el álbum debut de los “militantes pastoralistas” de British Sea Power, niños mimados de la crítica inglesa donde reverberan Joy Division, Talking Heads, The Pixies y lo mejor de los ‘80.

Por Rodrigo Fresán

El pop –como animal doméstico o bestia salvaje– suele criarse en tres sitios recurrentes: el garaje de papá, el sótano de un club más o menos de moda (no tiene por qué ser bajo tierra, pero por más que el bar esté en el último piso o la planta baja uno siempre tendrá la impresión de estar en un sótano) y el laboratorio loco o cerebral de un estudio de grabación con productor-star del que apenas se sale lo justo para, así, poder volver a entrar. Los británicos aportaron un nuevo y fértil territorio: el campo. Sembraron allí, en colinas y ruinas de castillos y orillas de ríos plácidos, una música donde hay espacio tanto para la reinterpretación de las novelas de Thomas Hardy, las caminatas místicas y estáticas de Van Morrison, las caravanas de folk-pastoral de gente como Fairport Convention y el primer Richard Thompson y la última y final Sandy Denny, o las protestas furibundas contra los peligros de la gran ciudad de los Kinks, súbita y fundamentalistamente convertidos en la Village Green Preservation Society.
Tal vez –y, por favor, no confundir con la pulsión fangosa y festivalera de los hippies californianos o los góticos y pantanosos sureños– todo esto tenga algo que ver con el llamado del pasado druida, con eso de ponerse a bailar alrededor de piedras y sacrificar cabras y recibir visiones y girar sobre los prados como chamanes rebeldes que nada tiene que ver con Julie Andrews. Quién sabe. En cualquier caso, allí y ahora están los veteranos The Waterboys y los novatos British Sea Power disfrutando de sus mañanas –y tardes y noches y crepúsculos y amaneceres– campestres.

Big music
Hubo un tiempo en que el escocés Mike Scott y los primeros The Waterboys perseguían –y alcanzaban sin dificultad y con elegancia– lo que ellos denominaban Big Music: un torrente sonoro, un orgasmo de instrumentos y una voluntad enciclopedista que era responsabilidad del número dos de la banda, Karl Wallinger, quien más tarde partiría a organizar su World Party. Bajo ese signo fueron fecundados discos como A Pagan Place y This Is the Sea y canciones como “A Girl Called Johnny” y “The Whole of the Moon”, esta última digna de la admiración y el respeto de gente poco pródiga a la hora de elogiar contemporáneos como Bob Dylan y Lou Reed. Por entonces, a la captura de esa música cinemascope, andaban también U2, Simple Minds y gente por el estilo. Una música no sólo capaz de llenar un estadio sino también de ascender ese estadio a catedral. De golpe y sin aviso, en 1988, The Waterboys cambiaron de polaridad, se mudaron a Irlanda y renacieron como mega-combo acústico y folkie navegando sobre esa obra maestra que fue Fisherman’s Blues, continuada en Room to Roam y no hace mucho revisitada a partir de la recuperación de los imprescindibles out-takes de esa época reunidos en Too Close to Heaven. Por el camino, discos solistas de Mike Scott (que vendieron tanto menos que aquellos bajo el nombre de The Waterboys), un par de flirteos con el rock más trascendentalista de sus inicios y ahora –otra vez– el violín de Steve Wickham como socio imprescindible a la hora de volver a jugar en el bosque, esté o no esté el lobo.
El flamante Universal Hall –grabado en un centro cultural/comuna de ese nombre en Findhorn, Escocia– vuelve a traernos al más delicado de los Mike Scotts: una cruza entre poeta alucinador con el Van Morrison de Astral Weeks en canciones de construcción minimal donde los pocos versos se repiten una y otra vez hasta alcanzar la sutil y secreta potencia de mantras. Los títulos de los tracks lo dicen casi todo –“This Light is for the World”, “The Christ in You”, “Silent Fellowship”– y, seguro, más de uno considerará que todo el asunto es de una solemnidad involuntariamente graciosa. Pero lo cierto es que, a medida que se va escuchando Universal Hall, las melodías que en un principio parecían ligeras y deshilvanadas ganan en arte y fortaleza y, hey, qué buen disco es Universal Hall. Sobre todo si se lo escucha con la luz apagada y las ventanas abiertas. O, mejor todavía, en el centro exacto de ninguna parte, lejos de aquí y de allá.

Grandes esperanzas
British Sea Power –cuarteto con base en Brighton– son los actuales darlings de la crítica británica, de colegas freaks como The Flaming Lips o Pulp, y ¿será British Sea Power la next big thing del rock imperial? La cosa intriga ya desde la portada –nada más que letras y diagramación demodé–, desde el título de su debut, donde se reúnen varios singles caseros –British Sea Power’s Classic - The Decline of British Sea Power– y desde una estética entre camp y subversiva con un credo tan payasesco como sentido. Estos muchachos, que se definen como “militantes pastoralistas” y, además, editan su propio fanzine/manifiesto, insisten en que lo ideal, cuando junten un poco de dinero, será llegar a sus recitales en carros tirados por caballos o pequeñas embarcaciones a vela. Mientras tanto se conforman con llenar su escenario de frondosa vegetación y animales embalsamados y celebrar the english way of life como si en ello les fuera la vida misma y entera.
Sí: dicen los que los vieron que British Sea Power en vivo es algo que no se olvida y genera adicción: las canciones que se cantan tienen títulos como “Apologies to Insect Life”, “Favours in the Beetroot Fields” y la pregunta es a qué suena British Sea Power. Muy por encima del pop-artesanal de gente novelty como The Coral, British Sea Power suena a tantas cosas buenas y a tantos buenos recuerdos: destellos de Joy Division, de Echo and the Bunnymen, de Talking Heads, de The Pixies, de Psychedelic Furs, de los ‘80 como esos tiempos donde la música popular era, también, buena. De semejante amalgama surge un estilo propio y al mismo tiempo agradeciblemente déjà-vu. Canciones en las que se nos advierte que “El lago es tan claro como el cristal y éste es el mejor té que jamás tomé / Pero algo maligno se acerca por el camino / Y lo que empieza como amor y follaje siempre acaba en camuflaje”.
El disco abre con una especie de coro monástico y, luego de ascender hasta lo más alto con los más de diez minutos culminando en un arrebato punk de “Lately”, se despide con la bellísima “A Wooden Horse”, por la que alguno de los muchos David Bowie daría uno de sus ojos, el ojo ese que le cambió de color después de recibir un puñetazo en el colegio cuando era apenas un niño y los pre-rockers de entonces comenzaban a migrar de las provincias a la capital para conquistarla y después, por supuesto, volver triunfantes o vencidos a las espinas del campo y a las estrellas en el cielo y a esa persona que les hacía latir ese músculo encerrado en el interior de sus siempre inflamados y bucólicos pechos.

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