Si hay alguien que encarna todas las versiones posibles en la cima del boom gourmet, ése es Anthony Bourdain: enfant terrible que denunció las miserias de la cocina, best seller editorial, celebridad televisiva, consumado catador de delicias exóticas, devoto de la comida “verdadera” que se cocina en las calles y en las casas, polémico enemigo de vegetarianos y militantes, execrado por la crítica establecida. Sus libros, programas y entrevistas lo muestran como una cruza de Indiana Jones culinario y viejo punk rescatado. Su nueva serie y su nuevo libro, sin embargo, lo revelan bajo otra luz: ya padre, más comprensivo, y menos beligerante. Sin embargo, lo amable no le quita el filo. Por eso, Radar repasa su fenómeno, lo muestra como es y, de paso, desempolva los viejos thrillers de cocina que escribió cuando era un aprendiz.
› Por Mariano Kairuz
En los últimos dos años pareció que el über chico-malo de las celebridades gastronómicas Anthony Bourdain se estaba volviendo más comprensivo, tolerante, hasta amable, inclusive que las crónicas publicadas en su último libro Medium Raw –editado el año pasado acá como En crudo: la cara oculta de la gastronomía (Del Nuevo Extremo)– no parecían escritas por el mismo tipo que diez años antes sacudió el ambiente con su furibundo Kitchen Confidential (Confesiones de un chef), el libro que escarbó en la mugre de las cocinas profesionales y con el que saltó a la fama instantáneamente. ¿Se ablandó el hueso duro?
No necesariamente, pero diez años como celebrity chef y estrella televisiva que estuvo de viaje en viaje accediendo a una visión privilegiada de la comida en el mundo pueden hacerle cambiar bastante las perspectivas sobre uno mismo y quienes lo rodean a cualquiera. La prueba de que a pesar de todo sigue siendo más o menos el mismo la ofrece desde este mismo fin de semana su nuevo programa, Anthony Bourdain: Parts Unknown (“Partes desconocidas”), que acaba de estrenarse en CNN internacional y en CNN en español, y que ostenta cierta nueva potencia hi-tech en su calidad de imagen digital pero sigue buscando en esencia lo mismo que buscó durante nueve temporadas con su programa previo, Sin reservas (No Reservations, que aún puede verse por TLC): los mejores, más auténticos, más ricos platos del mundo. O mejor dicho, la mejor comida que –como ya forma parte fundamental de su filosofía– no siempre se come exactamente “en un plato”, sino en bandejas de plástico, o parado frente a un carrito en la calle. Comida de verdad, dice Bourdain.
Así, medio hechos, es como cualquiera se imagina que salen después de unos años de abundante trabajo televisivo y de convertir sus nombres en marcas gastronómicas los cocineros estrella, que están por todos lados, llenan señales enteras del cable, y abonan la “gourmetización” absoluta de todo, hasta del viejo carrito de panchos. Ya no tienen que fatigar su puesto junto a las hornallas doce horas al día soportando altas temperaturas, lidiando con los proveedores (y con clientes hinchapelotas), sacando a veces cien cenas en unas pocas horas. Bourdain se las ingenió para convertir todo eso en un escenario de punk rock con su primer libro de memorias, que cosechó enojos, pero también guiños de complicidad de muchos cocineros de todo el mundo, incluyendo algunos de las generaciones previas. “Todavía pasa, varias veces al año –dice Bourdain–, que recibo a altas horas de la noche el llamado de un grupo de cocineros borrachos que me dicen: chabón, ¡vos escribiste mi vida tal cual!” A su vez, el chef ejecutivo de la Brasserie Les Halles de Nueva York se sigue declarando sorprendido por haber podido salir y charlar y cenar con los que fueron algunos de los héroes de su juventud, desde que ingresó al Instituto Culinario de Norteamérica, la escuela –de tradición francesa– más importante de su país.
A pesar de que ya no consume –en sus libros dio cuenta de su pasado de heroinómano, de su disfrute y reviente y también de cómo tocó fondo y luego se rescató– todavía hoy en las firmas de libros cada tanto le deslizan un sobre de merca, subrepticiamente. Así que hoy, cuando le dicen eso de que en una de ésas sí se ablandó un poco, que ya no es el bocón provocativo que se burla de los celebrities chefs, que llama a los veganos los Pol Pot de la comida, el heroinómano recuperado que recuerda con afecto sus días de sexo y droga y rock duro, el que hizo de Kitchen Confidential un best seller, y que en En crudo se muestra casi como “un alma sensible y decente”, incluso a riesgo de arruinar su reputación. “Me alegra que se vea así –dijo en una entrevista–, quise escribir un libro más amable. En ciertos lugares se lo recibió como otra publicación jodida porque pongo con nombre y apellido a algunos de los popes de la crítica culinaria, pero la verdad es que soy consciente de que llevo años sin trabajar en una cocina y en especial estoy consciente cada minuto de que desde hace cinco años (ahora, en 2013) soy padre de una niña. Miro hacia atrás y veo a un tipo realmente arrogante, de una arrogancia sostenida en no mucho. Era arrogante porque tenía que serlo: me iba a dormir aterrado todas las noches, no tenía dinero, debía el alquiler y los impuestos de años, no tenía cobertura médica. La arrogancia era lo que me permitía llegar al final de cada día.”
¿Bourdain, el tipo que, entre otras cosas, sobre sí mismo decía hace no tanto que no se arrepentía de no haber tenido hijos porque hubiera sido “un padre de mierda”, el fumador empedernido y orgulloso que ahora no fuma en casa porque hay una menor? Como él mismo revela, a los 50 conoció a Ottavia, una italiana proveniente del ambiente de los restaurantes al igual que él –y a la que dejó aparecer en varias emisiones de Sin reservas–, se enamoró, y algo cambió. En todo caso, la pregunta es si todos estos eventos de su vida personal alteraron su visión sobre la comida y la respuesta es que no. Lo que cambió desde Kitchen Confidential es que el éxito del libro lo llevó a la televisión, que la televisión lo llevó a viajar dos tercios del año durante una década, y que viajar “te cambia la vida”. “Es una experiencia –dice– que te vuelve más humilde. Uno descubre lo insignificante que es y lo poco que importante que es tu pequeño universo para el resto del mundo. Uno aprende cuánto más duramente trabaja la gente en otros lugares del planeta, y lo difíciles que son sus vidas, las cosas terribles que le pueden pasar a la gente más buena, y esas cosas te dejan una impresión. Cuando te ponés en los zapatos de otros por un tiempo, empezás a tener otra perspectiva.”
Lo cual de algún modo fue pronunciando ciertas creencias que el viejo Anthony de Kitchen Confidential ya sostenía, como que la militancia vegetariana es un lujo que sólo es posible en ciertas partes muy privilegiadas del Primer Mundo.
Aunque para algunos críticos norteamericanos En crudo resultó un poco “reiterativo”, el libro fue en general bien recibido. Geoff Nicholson escribió en el San Francisco Chronicle que Bourdain consigue apuntar sus efectivos cuchillos verbales contra sí mismo, describiéndose como un “idiota bocón y egoísta de una sola nota que lleva demasiado tiempo pasándola bien en base a la reputación ganada por un libro irritante y demasiado lleno de testosterona”, un “tipo cínico, enojado, sarcástico que dice cosas malvadas en el programa Top Chef”, y “la descripción misma del hastiado, súper privilegiado experto en comida moderno, el foodie”. También le gustó a Josh Ozersky, de la revista Time, quien en su reseña considera que “no hay nadie más honesto en este medio que Tony Bourdain, y eso hace toda la diferencia entre él y el complejo de los medios especializados en gastronomía que él mismo ayudó a crear. En la actualidad, lo enoja el abuso de la comida y la cocina que hacen las estrellas de la televisión culinaria, los fraudes de esas estrellas y se enoja consigo mismo por ser parte del circo. Todavía está enojado: es de ahí que provienen su elocuencia y su energía, que son su mejor parte”.
En el prólogo del libro ya da cuenta del tiempo transcurrido. “Cambié mucho en estos diez años –confiesa–, y estoy escribiendo sobre lo que me pasó a mí, pero también sobre el enorme cambio que también experimentaron los chefs en esta década. Confesiones de un chef trataba sobre los ’70, ’80 y ’90. El mundo cambió, buena parte de la industria gastronómica cambió. También cambió la situación de los chefs, se les ha dado un valor. Y eso es bueno no solo para nosotros sino para la comida. Cuando yo trabajaba en la cocina todo el día, era más que nada una cuestión de aguantar y atravesar la noche, trabajar apropiadamente como parte de un equipo, ser puntual... Y por entonces te sentías como una estrella de rock. Pero hoy muchos lo son de verdad, y el cliente ya no es el rey. Son los chefs quienes están decidiendo qué es lo que vas a comer vos el año que viene, y eso es bueno, creo, porque nosotros obviamente sabemos sobre comida. Creo que la punta del éxito (de la cultura gourmet) fue la popularización del sushi en Norteamérica: si se puede hacer que un norteamericano coma sushi, y le guste lo suficiente como para volver, significa que el cuadro está cambiando. Hoy es una buena época para ser un chef. Es una profesión noble, que nutre a la gente: Vatel, Careme, Escoffier, que eran estafadores, eran las celebridades gastronómicas de sus épocas. Es bueno que hoy las haya, es bueno porque lleva a la sociedad a pensar un poco más en la comida. Es snob de parte de ciertos críticos esperar que los cocineros envejezcan de pie junto a sus hornallas y se mueran a los 55. Si un chef puede publicar un libro, y tras años detrás del horno se consigue un futuro mejor, me alegro por él.”
Es decir, hoy encuentra menos motivos para lanzarse a escribir un libro con la ira de Kitchen Confidential. Su propia fama lo obligó a volverse un poco más humilde (“porque yo sé lo que es trabajar 16 horas de pie en una cocina infernal y sé que todavía hay mucha gente que lo hace, y si un chef hoy después de tanto esfuerzo tiene la oportunidad dar un salto abriendo tres o cuatro restaurantes y apareciendo en televisión, me alegro por él”) y a conocer y comprender a mucha de esa gente de la que tan agresivamente hablaba doce años atrás. Si en su faceta de punk duro y drogón, amante de bandas como los Ramones, Television, New York Dolls, Richard Hell & The Voidoids, le decía a su equipo que en su cocina no entraba Billy Joel, el propio, meloso cantante de “Piano Man” llamó al restaurante Les Halles mientras Bourdain estaba de viaje, consiguió una reserva, y luego le envió la foto que se sacó con los cocineros... en la cocina. “No podés odiar a un tipo que hace eso, con ese sentido del humor –dijo Bourdain–. Ya no puedo hablar mal de él. Eso sí: su música me sigue pareciendo una mierda. ¿’Uptown Girl’? ¡Por el amor de Dios!” Lo mismo le pasó con algunos de los chefs televisivos a los que les dio duro y parejo los últimos años. Rachael Ray es una de las estrellas de la cocina doméstica a las que fustigó por largo tiempo; sin embargo, la mujer no se dejó ofender y le mandó una canasta de frutas. “Así que dejé de hablar mal de ella –dice en el libro–. Conmigo la cosa es así de fácil ahora. Lo digo en serio. Si recibo un gesto inesperado de amabilidad, me cuesta mucho ser malvado. Sería ingrato por mi parte. Grosero. Ser desagradable con alguien que me ha mandado un regalo de frutas no encaja con mi secreta condición de caballero, según mi concepto, un tanto distorsionado, de tal cualidad. Rachael en eso fue muy astuta.”
Pero el libro no se compone únicamente de este tipo de reconciliaciones parciales: entre otros enemigos, se carga una selecta cena del James Beard Houlose, “que es como un club de cena para un grupo de viejos golfistas, unos idiotas semiseniles, gagás e irrelevantes”. Tras la publicación, los miembros del James Beard se enojaron, insultaron a Bourdain de arriba abajo, y llamaron a sus amigos críticos gastronómicos para que lo siguieran insultando. También se mete con el complejo industrial de la carne en EE.UU. (tema que su amigo Eric Schlosser investigó a fondo en su libro Fast Food Nation). Sin embargo, su enfrentamiento más sonado fue el que tuvo con Paula Deen, súper celebridad de la cocina televisiva a quien Bourdain vilipendia en su libro y, mientras promocionaba En crudo, puso a la cabeza del Eje del Mal gastro-catódico, describiéndola –en su estilo habitualmente petardista– como “la persona más peligrosa en Norteamérica, alguien que se deleita con sus conexiones non sanctas con corporaciones diabólicas y se enorgullece del hecho de que su comida es pésima para vos. Si yo estuviera en el aire a la ocho de la noche y fuera amado por millones de personas de todas las edades, lo pensaría dos veces antes de decirle a una nación ya obesa que está bien comer la comida que nos está matando. Además, su comida es un asco”. Estas declaraciones le ganaron una respuesta encendida de Deen, que lo trató de snob, argumentando algo así como que lo que ella defiende es una comida popular, erigiéndose a sí misma en una suerte de “defensora del pueblo” (el que no puede pagar una cena en restaurantes caros como el Les Halles) contra la aristocracia culinaria, y una dura columna de opinión en el The New York Times, escrita por el periodista Frank Bruni, titulada “Un desagradable elitismo culinario” y que a Bourdain –a quien Bruni llama “chef de medio tiempo y celebridad full-time”– realmente le dolió. “Yo estaba de viaje –recordó Bourdain en una entrevista–, y el rebote era interminable, los comentarios no paraban de llegar: que te cague encima al mismo tiempo el Times y Fox News puede realmente asustarte. Dije lo que dije, y la verdad que la esencia de lo que digo la sostengo: mis viajes por el mundo no hicieron otra cosa que reforzar mi visión, y no me digan que esas cosas sumergidas en manteca frita que defiende Deen son parte de la cultura obrera, el alimento de los pobres y los laburantes. Los laburantes pobres del resto del mundo hacen una comida deliciosa. La gente que tiene poco acceso a ingredientes costosos son a menudo los más generosos y los que mejor cocinan. Los plantadores de arroz de Vietnam, los granjeros tradicionales franceses, que no tienen ni tiempo ni dinero ni buenos ingredientes, cocinan muy bien y con orgullo. Y además, yo soy la última persona del mundo que va a bregar por cualquier tipo de alimentación o estilo de vida sano; la distinción entre el programa de Deen y el mío es que el mío viene con una advertencia para los padres.”
La respuesta remite a la esencia de la filosofía de Bourdain y a sus programas de viajes y comidas por el mundo, en los cuales desarrolló una afición y una admiración inclaudicable por el sudeste asiático. En Sin reservas Bourdain probó los globos oculares de algún animal marino, y degustó el recto de un cerdo (“una de mis peores experiencias”) pero lo suyo no es la exhibición de excentricidades sino la búsqueda de lo auténticamente local, buscar lo que cada pueblo hace mejor. Y viajando se encontró con que en la comida que cada pueblo hace mejor muchas veces no es la que se encuentra en los restaurantes más elegantes, cool o modernos (aunque fue recibido por Ferràn Adriá en El Bulli y disfrutó la experiencia) sino en los chiringuitos en la calle, en los puestuchos de aspecto menos confiables, en los localcitos de paredes descascaradas. En Norteamérica, cada vez más en (la creciente tendencia de) los food trucks, los camiones para comer al paso de San Francisco, por ejemplo. En Vietnam, su favorito del mundo: un bol de pho (fideos de arroz en un caldo de ternera con tripas, tendones, muslos, a veces fragmentos de corazón, y a menudo cebolla, albahaca, menta, etcétera), comprado en un callejón ruidoso.
Finalmente, Bourdain siempre se hace un lugar para seguir llevándose de frente a los vegetarianos, con argumentos que hacen sistema con sus ataques a la calórica e insalubre fast food norteamericana: “Pasa que mi madre me enseñó a ser un buen invitado, y creo que es de mala educación ir a la casa de alguien y no comer: si vas a lo de la abuela te tomás la sopa que te invita la abuela. La curiosidad es una virtud. Además, la militancia vegetariana es una extravagancia, cara, inaccesible para buena parte del mundo, una falta de respeto y de consideración por otras culturas. Obtener de los vegetales las proteínas que necesitás para sostenerte y reemplazar totalmente la carne es algo que está fuera del alcance de buena parte del mundo. Ni hablar de los grupos como PETA (la asociación “para un tratamiento ético de los animales”): son extremistas y locos y potencialmente peligrosos. Yo voy a comer foie gras el resto de mi vida: sé que ningún buen chef serviría el foie gras que se produce como muestran en los films que exhiben los de PETA. En algún punto tenemos un interés común: PETA no quiere un tratamiento cruel de los animales, y a mí no me gustan los animales tratados con crueldad porque su sabor es mucho menos bueno. Desde el punto de vista humanitario su reclamo es válido: ¿qué clase de psicópata enfermo quiere ver cómo lastiman a un animal? Y desde el punto de vista gastronómico, el hígado de un ganso aterrado y estresado es menos rico. Es como la diferencia entre comerse un pollo de verdad y uno de Kentucky Fried Chicken. O un Chicken McNugget, aunque todavía no está probado que eso sea pollo”.
Su nuevo programa por la CNN, Parts Unknown, toma el relevo de Sin reservas, aparentemente con un presupuesto mayor, y la misma libertad de siempre: un reducido equipo (de amigos) con quienes deciden por su cuenta a dónde quieren viajar y qué es lo que quieren mostrar de cada lugar y narrándolo con el mismo espíritu, reconstruyendo algo de la historia y la situación política del lugar que visitan para dar un panorama más completo sobre dónde se desarrolla cada cultura culinaria. El primer episodio lo lleva de vuelta al Sudeste Asiático, a Myanmar (ex Birmania) mientras está viviendo cierto resurgimiento democrático –que algunos de sus anfitriones locales aceptan aún, tras muchos años de represión, con cierta cautela–. “Para los norteamericanos –dice Bourdain–, el país antes conocido como Birmania ha sido mayormente un lugar que había que evitar. Yo mismo lo he evitado por años, a pesar de mi curiosidad, porque no quería ayudar con el programa a mantenerse en el poder a un gobierno totalitario. Pero las cosas empezaron a cambiar. Todavía hay un régimen militar a cargo, todavía pasan algunas cosas muy feas en lugares del país a los que no dejan llegar a los occidentales. Pero la gente ahora tiene, por primera vez en más de medio siglo, una relativa libertad para decir lo que piensa. Para una sociedad en la que grandes segmentos de los diarios eran trozados por los censores rutinariamente y sin explicación, donde dar una opinión podía ser algo muy peligroso, y donde casi cualquiera con una opinión estuvo preso, es notable ver lo que está pasando. Y lo más notable es, creo, lo abierta que es la gente con nosotros, lo dispuestos que están a hablarnos, la falta de timidez ante nuestras cámaras, cuando hace apenas un poco más de un año, hablar con un equipo televisivo occidental te mandaba a la cárcel.” Así, como un cronista de partes del mundo un poco desconocido para Occidente –y definitivamente un misterio para buena parte de los espectadores norteamericanos–, Bourdain sale en busca de la comida que más sincera, sentidamente elogia. La temporada se completará con episodios que transcurren en Los Angeles, en Colombia, Canadá, Tánger, Libia, Perú y el Congo. La idea, como siempre, es viajar con una mente abierta, lejos de las políticas que presionan para imponer cierta “visión maestra sobre qué tan limpio tiene que estar tu colon. Ser chef –dice Bourdain– significa estar en el negocio del placer. Y creo que los movimientos de la comida cruda, el veganismo y otros, son impedimentos para viajar con la mente abierta y experimentar algo que es tan fundamental para la experiencia humana como alimentarnos unos a otros o compartir la comida”.
Simultáneamente, el cable local estará estrenando un programa que grabó previamente llamado The Layover, y que Bourdain define como una versión acelerada, cafeinada como el Red Bull, “haiku” y mucho más útil –como una guía para turistas con verdadera curiosidad–, de Sin reservas, que grabaron a razón de 24 a 48 horas en cada localidad con una ruta previamente programada. De Nueva York , San Francisco y Miami a Hong Kong y Singapur, pasando por Londres, Roma, Montreal y Amsterdam, estos miniviajes fueron rebautizados Anthony Bourdain: haciendo escala, para su emisión por TLC (Travel & Living Channel) desde el próximo viernes 26 a las 20. Del programa se hicieron dos temporadas y Bourdain dice que no cree que pueda hacer más ahora que ya tiene 55, esposa e hija y demasiados proyectos concurrentes. O se va a terminar matando. Y él no quiere morir en la televisión. Quiere morir, dice, fiel a la idolatría que profesa por la saga basada en el libro de Mario Puzo –y por las películas sobre mafia en general–, “exactamente como Brando en El Padrino: corriendo en el patio con mi nieto, con una cáscara de naranja en la boca. Quiero morir en Italia, convertido en un patriarca que usa el cinturón casi a la altura del pecho, y caerme en medio de los tomates que yo mismo cultivo en el patio, haciendo vino malo”.
Aunque en EE.UU. ya terminó, el programa Anthony Bourdain: Sin reservas todavía puede verse en el cable, los viernes a las 20, con repeticiones los sábados a la 1, 10, 18 y los domingos a las 23, por TCL (Travel & Living Channel). El mismo canal estrena el viernes que viene a las 20 la serie Anthony Bourdain: haciendo escala (The Layover). Y su nuevo programa, Anthony Bourdain: Parts Unknown, empezó a darse este mismo fin de semana en CNN Internacional los domingos a las 22 y en castellano por CNN en Español, los sábados a las 18.
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