Quiso ser actriz, pero un grave accidente sufrido a los veinte años la llevó a la escritura. Además de estudiar letras e historia del arte, tuvo una carrera periodística que incluyó la redacción de Primera Plana. Para principios de los ’70, a los 34 años, empezaría a sumar a sus experiencias como cronista, cuentista y dramaturga, la autoría de libretos para ciclos de televisión, algunos de los cuales también dirigió. Fue miembro fundadora de Teatro Abierto y autora de obras recordadas como Soldados y soldaditos y Papá querido. El cine vino después, pero cuando llegó hizo historia: primero al escribir la adaptación de La tregua, de Mario Benedetti, dirigida por Sergio Renán, que fue la primera película argentina nominada al Oscar. Diez años más tarde, firmaba el guión de la primera película argentina en ganarlo, La historia oficial, de Luis Puenzo, y se convertía en la primera escritora latinoamericana en pasar a ser miembro de la Academia de Hollywood. Adaptó a Haroldo Conti, coescribió Tango feroz, Caballos salvajes y Cenizas del paraíso con Marcelo Piñeyro, y más tarde intentó, sin poder lograrlo, hacer una biografía de Azucena Villaflor. El pasado 27 de abril Aída Bortnik murió, a los 75 años. El testimonio que reproducimos fue grabado en 2011 para el Canal Encuentro e incluye tramos nunca vistos; fue una de las últimas entrevistas que dio, mientras se desempeñaba como docente en talleres de guión dictados junto a Juan José Campanella. Además, Roberto “Tito” Cossa y Marcelo Piñeyro, que trabajaron con ella y fueron sus amigos —en amistades intensas, que incluyeron períodos de distanciamiento— la recuerdan.
› Por Aída Bortnik
Mi abuelo murió cuando papá tenía 17 años y por eso él no hizo una carrera universitaria, porque empezó a mantener a su mamá viuda, a su hermana mayor viuda y a la que la seguía, también viuda. Y a los hijos de ellas, todos los cuales estudiaron. Eran ingenieros, doctores en ciencias económicas, todos sus sobrinos. Y él estudió por su cuenta. Siempre lo amé de una manera fervorosa, mi familia me llamaba Electra.
El estaba encantado de que yo fuera una nena. Sabía cómo tratar a las mujeres, pero no le gustaba la crianza que tenían las mujeres aquí. Entonces me enseñaba. En el ejemplo más lejano y categórico que recuerdo –yo debía tener 4 años– estábamos en una enorme fiesta, una gran casa de familia, los chicos jugábamos en el patio y era verano, arriba en la terraza estaban los mayores. Yo estaba en el patio jugando con los hijos de amigos de papá, que tenían mi edad, y uno de ellos era uno de estos gorditos pesados, que por algún motivo particular o porque en general era desagradable y provocador, me pegó puñetazos en la cabeza que me dolieron mucho. Entonces yo salí corriendo, subí llorando las escaleras, me abracé a las piernas de papá. Mi madre y mi padre, muy preocupados, se inclinaron hacia mí, él me levantó, me abrazó. Qué pasa. Me pegó, me pegó trompadas en la cabeza, me duele. Ay, pobrecita, decía mamá, cómo puede ser. Y papá me preguntó, y vos qué hiciste. Y yo me quedé muy sorprendida por la pregunta, qué se suponía que hiciera. Y mamá le dijo, “Adolfo...” Por algo que nunca sabré lo llamaban Adolfo, se llamaba Aarón. “Es una nena.” Y papá dijo: “Decíselo al que la golpeó, a ver si eso lo impresiona”. Entonces me dijo: “Querida, yo no puedo ir a pegarle, yo soy grande y él es un chiquito, pero vos tenés que aprender a defenderte”. “Adolfo, es una nena”, insistía mi mamá. Y yo le dije: “¿Cómo?”. Y él me dijo: “Te voy a enseñar”. Me puso en el suelo y levantando el pie con vigor me dijo dónde debía darle una patada. Me dijo: “Vos le das una patada, y si podés dos, y vas a ver cómo cambia”. Y mientras mamá seguía consternada diciendo “es una nena”, yo me fui escaleras abajo y cuando estaba distraído, le di una patada y nunca más me pegó. Esta elemental enseñanza de “debés aprender a defenderte” no tenía tanta relación con la cosa física sino, como diría el Dante, con la cossa mentale. Y como eso, me enseñó responsabilidad, me enseñó los valores de la amistad, la lealtad, la solidaridad, como se los enseñan a los hombres. Yo he trabajado siempre en lugares donde trabajaban hombres. Trabajé en Primera Plana, en Panorama: ahí no había mujeres.
Cuando tenía 20 años tuve un accidente cerca de Chascomús, de la laguna. En un micro de larga distancia. Estuve cuatro años en cama, enyesada de la mitad del tórax al pie, con un yeso abierto por heridas que seguían curándose y operándose. Y mi única pregunta a los médicos era: “¿Voy a poder volver a caminar?”. Y tardaron mucho en responderme, pero cuando pudo, mi traumatólogo, que era un paraguayo exiliado que luchaba contra la dictadura, un médico excelente y una persona maravillosa, me dijo: “Sí, te prometo que vas a volver a caminar. No sé cuándo, pero vas a volver a caminar”. Yo tenía 20 años y esperé. Fue duro, pero leía, perfeccionaba lo que sabía de idiomas, daba clases a chicos de secundario, sobre todo de inglés o de francés. Y después, con una amiga de ese momento, yo que tengo cinco pulgares en cada mano, empecé a hacer collares, se usaban los collares largos enhebrados o montados sobre alambre. Ella compraba las piedras, yo hacía los diseños y los armábamos, y los vendíamos en la Galería del Este, y con esa plata me compraba más libros. Trabajé para la campaña de Laica o Libre haciendo pancartas con distintos slogans que venían a buscar a mi casa y se llevaban los militantes. Hice amigos por correspondencia. En esa época se editaba Tía Vicenta, cuando no la secuestraban, y Julián Delgado –que desapareció un día en 1978, durante el Mundial, fue a ver a su analista, desapareció su auto y nunca se supo nada: fue secretario de redacción de Primera Plana–, sacó una nota en Tía Vicenta, una página que se llamaba Ego, Primer Diario Íntimo Ilustrado, y en título catástrofe decía “Sensaciones extrañas invaden mi espíritu”. Era maravilloso, tenía todas las secciones y tenía una sección oferta y pedido de trabajo. Se ofertaba a sí mismo: hombre joven por medio día para contribuir a la felicidad de la sociedad en que vivo. Y el pedido era persona joven, sexo opuesto, para compartir y/o superar estados de ánimos depresivos. Y yo contesté ambos avisos. Y una tarde mamá entra a mi cuarto y dijo: “Aída, viene a verte un señor que dice que se llama Julián y que es de Tía Vicenta”. Le dije “no”, me dijo “sí”. Y entonces entró Julián, alto, flaco, de pelo negro, ojos negros, bello, pálido como nadie que yo hubiera visto nunca. Le pregunté una vez por qué era tan pálido y me dijo “Camino por la vereda de la sombra”. Nos hicimos amigos y venía a verme muy seguido, por lo menos religiosamente una o dos veces por semana y cuando no podía venir me mandaba sin falta una certificación de que estaba vivo. Podía ser una nota ubicada en una parte, podía ser una fotografía, podía ser algo que había comprado para mí especialmente. Y cuando venía, ya con más confianza, venía de noche cuando terminaba de trabajar y se quedaba hasta que pasaba de nuevo el colectivo que él usaba, o sea, hasta las 7 de la mañana del día siguiente. Y hablábamos sin parar, nos queríamos mucho. A su casamiento fue al primer sitio que fui cuando pude caminar, saliendo de mi casa.
Gracias a la intervención de Julián conseguí trabajo en la administración de una revista que hacía la editorial Primera Plana, que era una revista de economía y negocios, y se vendía sólo por suscripción. El me consiguió el trabajo allí y yo trabajaba diez horas. Eso duró casi un año porque además este horario me impedía buscar trabajo. Pero un día me animé, salí con algún pretexto y subí en el ascensor hasta donde estaba la oficina del secretario de redacción y le pregunté si no necesitaban una traductora de inglés, francés o italiano. Y me dijo: “¿Usted habla inglés, francés e italiano?”. “Sí, y también escribo.” “¿Y qué hace ahí abajo? Nuestra traductora, que es la misma de Primera Plana, va a salir de vacaciones, haga una prueba.” Me dio una nota, yo la traje al día siguiente traducida y mejorada en su estilo, cabe decirlo. Entonces habló con los directores y me tomaron por un mes como traductora. Tomás Eloy Martínez, que era jefe de redacción, estaba a los pocos días discutiendo con Felisa Pinto, que hacía una sección que se llamaba Extravagario, una página que te decía dónde había que comer ciertas cosas, dónde había que comprar ciertas cosas, dónde había que ir, y Felisa se quería tomar vacaciones y Tomás le decía, “pero no tenemos quién te reemplace”. Ella y yo nos conocíamos de reuniones de amigos comunes y dijo “Pero me puede reemplazar Aída perfectamente”. Y Tomás quedó muy consternado porque yo estaba adelante. “Cómo no”, dije yo. Salí del trabajo, llamé a un gran amigo mío que era un fotógrafo excepcional y que además tenía muchísimo dinero en ese momento, le planteé el problema, nos fuimos a San Isidro. Yo fui eligiendo cosas. Entramos a un restaurante húngaro, veía los precios en vidrieras ya cerradas, alguna reposera muy especial y para el día siguiente llevé, con fotografías y armada a medida para la página, la sección entera. Entonces Tomás me dio un beso en la frente y comencé a trabajar reemplazando ahora a Felisa Pinto. Y después me tomaron para la sección Artes y Espectáculos, que era donde yo realmente pertenecía. La vida de redacción era fantástica, me divertía como loca, hice algunos de los mejores amigos de mi vida. Cuando empecé, como escribía con diez dedos y al tacto, escribía muy rápido y el run run de la redacción es de gente que escribe con un dedo o dos, yo escribí, no sé, media página, una página y de pronto me di cuenta de que había un extraño silencio a mi alrededor. Miré y estaban todos mirándome. Y mi amigo para siempre, Félix Amoilovich, que era sociólogo y estaba sentado frente a mí, dijo: “Aída, calmate, no corras porque no tenés que ganarle a nadie. ¿O sí? Escribí más despacio”. Y empecé a escribir más despacio.
Tenía leída desde hacía mucho la novela de Benedetti, desde que era muy jovencita y había hecho un espectáculo teatral que Renán vio. Y él tenía un programa por Canal 7 que se llamaba Las Grandes Novelas y hacían con un elenco absolutamente maravilloso, en cuatro capítulos o cinco, una adaptación de alguna de las grandes novelas de la literatura. Renán me llamó, me citó y me ofreció tres novelas para adaptar, La Tregua, Dos Mujeres, de Moravia y otra que ninguno de los dos nos acordamos. Y yo elegí inmediatamente La Tregua, novela que amaba. Entonces él, muy suelto de cuerpo me dijo, bueno, hablá con Benedetti, conseguí los derechos y hacela. Yo no conocía a Benedetti y Benedetti por supuesto no tenía la menor idea de que yo existía. Llamé a algún uruguayo amigo, conseguí el número de Benedetti y debo decir que una de mis características es la enorme virtud de conseguir por teléfono casi cualquier cosa. Lo llamé, yo ignoraba que él había recibido ocho ofertas de Estados Unidos, por donde la novela se ve que había circulado, para hacerla en cine y desechó todas. Lo llamé, le dije la verdad, cuánto lo admiraba, cómo había tragado todos sus libros, cómo me sabía de memoria algunos de los Poemas de la Oficina y cómo amaba La Tregua. Y dije, yo sé que usted no sabe quién soy y no tiene cómo saberlo, recién acabo de estrenar un espectáculo teatral. Puedo decirle dos cosas, qué cosas cambiaría de la novela por un lado, a ver qué le parece, y se lo dije, y puedo decirle que tenemos el único Martín Santomé que existe en el mundo, que es Héctor Alterio. Fue muy larga la conversación, pero él terminó diciéndome, mándeme el papel que se lo firmo. El programa fue un éxito. Yo iba todos los días a los ensayos, a la grabación, para aprender, nunca había escrito televisión, ni había pensado en escribir televisión, y cuando estábamos filmando el segundo capítulo Renán me dijo: “La vamos a hacer en cine”. Yo pensé, está loco. Nunca había dirigido cine él, nunca había escrito cine yo, de dónde. La hicimos. Convenció a Tita Tamames y Rosita Zemborain, que eran primas y que hacían la producción de arte de las películas con muy buen gusto y muy buen criterio. Vieron el programa, se entusiasmaron y dijeron que sí. Entonces invitaron a Benedetti. Benedetti vino y vio el programa y dijo que sí. Entonces se hizo.
Y después vino la nominación al Oscar. Era la primera película hispanoparlante que era nominada para el Oscar. Además era la primera película de Sergio como director, la primera película de Héctor como protagonista absoluto, la primera película de las productoras, la primera que yo había escrito. Y competimos el año de Amarcord y Lacombe Lucien. En ese tiempo no se transmitía en directo en la Argentina y la noche del Oscar fui con amigos a ver Amarcord, que todavía no había visto, se había estrenado hacía muy poco. Yo amaba a Fellini, pero cuando salí de ver Amarcord, como en los diarios argentinos leías que era muy posible que La Tregua... yo prometí solemnemente que si La Tregua ganaba, yo nadaba hasta Roma para pedirle perdón a Fellini. Pero por supuesto, ganó Amarcord como debía ser. Pero La Tregua tuvo una nominación que para ellos es importantísimo y para nosotros lo fue también. Además es una película que todos los que la hicimos seguimos queriendo.
Yo trabajaba en Cuestionario, que fue la única publicación que no se sometió a censura. Hasta Crisis mandó el número a censura, Cuestionario no. Recibí amenazas, lo de siempre. Papá había muerto y me fui a España. Ellos me pagaron el pasaje y yo conseguí un pasaje en un carguero de ELMA, cuando existía ELMA: el Río Colorado. Me llevé el auto, no podía venderlo, lo había comprado en el ’74 y no podía venderlo hasta cuatro años después, y en qué iba a viajar si yo no podía usar medios colectivos de locomoción y con poquísimo dinero. Me fui en barco. No volvería a hacerlo. El barco se descompuso dos veces. Una de ellas en altamar. Duró veinte días más o menos, es mucho sin ver costa, mucho. Yo estaba escribiendo La isla para Alejandro Doria y necesitaba una revisión porque empezaron a prohibir actores que iban a interpretarla. Entonces cambiamos y yo escribí todo el viaje. Los tripulantes, que fueron maravillosos conmigo, me construyeron una mesita, un banco especial y yo me sentaba con malla y pollera larga en la cubierta y escribía. Y era la envidia del resto de los pasajeros, porque los cargueros no tienen entretenimiento para los pasajeros. Llegó al norte de Francia, a Le Havre, donde me esperaba mi mejor amiga, la más antigua, la pintora Delia Cugat, que vivía allá hacía varios años. Gracias al comisario de a bordo, que como no tenía nada más a mano simulaba cortejarme –él me resultaba terriblemente desagradable–, me dijo cuando llegamos al puerto: “He hecho revisar su auto, vi que le cargaran agua y que estuviera listo, sólo tiene, cuando baje, que cargar nafta, para eso hay estaciones de servicio en los puertos.” Entonces yo cargué nafta. En la mitad del camino, en la autopista entre Le Havre y París, en la mitad, el coche empezó a largar humo. No tenía agua la batería. Sí, era una feísima persona: se vengó. Era agosto, estábamos en medio de la ruta a mediodía, había arbustos, ningún árbol, nada de sombra. Y Delia, que es bellísima y chiquitita, usaba unos tacos maravillosos y caminó hasta que encontró uno de esos teléfonos de emergencia de la ruta. Y esperamos horas hasta que vino la Gerdarmerie. Observó, preguntó, se fue y mandó un mecánico, un hombre grande, con un camión remolcador. Revisó, me dijo hay que cambiara el motor. Le dije, no puedo cambiar el motor, el auto en Argentina se individualiza por su motor, es su identidad. Entonces por el módico precio de 800 dólares, me llevó a París remolcada y en la única agencia que pudimos dejarlo, era la única que estaba abierta, la única agencia de Peugeot en París que estaba abierta en agosto, entonces me dieron fecha. Yo había salido de Buenos Aires con 1200 dólares trabajosamente reunidos. Entonces pasé la primera noche en un hotel de una estrella, y al día siguiente fuimos en segunda en tren a Lovaina, a la casa de mi amigo Félix Amonrovich, en la universidad a que había ido. El tenía un departamento para él dentro de los edificios de la universidad y tenía una habitación de más con un cartel arriba que decía “habitación de Aída”.
Conocí a Luis Puenzo cuando él tenía 15 años, era amigo de los hijos de una amiga que tenía la edad de mi mamá, pero era muy amiga mía y Luis tenía maravillosas pestañas y por algún motivo, había decidido que yo le enseñara a escribir. Al poco tiempo él ya era un junior en publicidad y al poco tiempo era un director exitosísimo. Pero siempre mantuvo esta cosa de que yo le enseñara a escribir, y yo le explicaba, no sabía cómo se enseñaba a escribir. Y un día vino a casa, sería ’81 o ’82, y me propuso que hiciéramos una película sobre desaparecidos. Y yo le dije, cómo la vas a filmar. Y no sé, vemos, subterráneamente. La filmamos en España, vemos, pensá. Yo lo pensé. Hablamos también de la posibilidad de hablar de hijos de desaparecidos. Y por supuesto, le dije que sí. Mis amigos me decían cómo vas a filmar con Puenzo, qué sabe Puenzo de esto. Filma muy bien, pero no tiene nada que ver. Y en efecto, yo escribía escenas donde había policías en carros de asalto frente a los colegios, suponete. Y Puenzo decía: “Nunca hay tantos policías”. El vivía en Acassuso y tenía su estudio en Palermo Viejo. Yo decía: “Claro, en el trayecto que vos hacés no hay. En la puerta de mi casa dejaron una vez tres cadáveres después de un tiroteo en la calle. Yo he visto tipos armados hasta los dientes, en Falcon. He visto cómo se llevaban gente de los pelos, han desaparecido amigos míos”. “Bueno, vos contá lo que quieras, pero...” En efecto, no teníamos ni experiencias ni una vida parecida. De todos modos yo quería hacer algo que representara al noventa y cinco por ciento del pueblo argentino, que no sabía, que no entendía y que creía a la vez no ser ni víctima ni verdugo. Y mientras la escribía me amenazaban por teléfono todavía por un ciclo de televisión que yo había hecho que se llamaba Ruggero. Me habían vuelto a prohibir y me amenazaban. No sabían lo que yo estaba escribiendo, y esto me hacía sentir muy bien. Y después, en el ’82, empezaron estas marchas multitudinarias y dijimos con Luis, hay que filmar esto ahora, después cómo lo hacés. Finalmente La Historia Oficial se filmó en Buenos Aires cuando ya había democracia, cuando estaba Alfonsín, y se estrenó al año siguiente.
Ya habíamos estado en Cannes, donde la película tuvo una recepción extraordinaria y le dieron a Norma Aleandro un premio compartido con Cher, lo que era realmente injusto. Bien, al año siguiente fuimos al Oscar mi pareja y yo, viajamos por primera vez a Estados Unidos y aterrizamos en Hollywood. Yo ya había recibido el primer premio al mejor guión del Festival de La Habana. El presidente del jurado era Mario Benedetti. Cómo te puedo explicar, estaba tan orgullosa. Cuando me enteré de la nominación al guión, porque la película tuvo dos nominaciones, mejor película extranjera y mejor guión original, y era increíble, era la primera vez en la historia que una película hablada en español, en castellano, tenía una nominación como mejor guión, compartiendo con películas como Brazil, con La Rosa Púrpura del Cairo, con Volver al Futuro. Y la que ganó fue Testigo en Peligro, policial con Harrison Ford que tiene el chiste que participa una comunidad menonita. Yo no soñaba con que ganara el primer guión, pero nos sonreímos entre los guionistas de las otras películas porque Testigo en peligro era sin dudas la menos interesante. El Oscar fue maravilloso. Como todos los premios que recibió esa película. Tengo más premios de los que puedo tener en exhibición o quiero.
Sergio Renán vino y me contó la novela de Haroldo Conti Alrededor de la Jaula que yo no había leído. Yo lloraba mientras él me la contaba. Me dijo: “La verdad que se lo ofrecí a otros guionistas, pero cuando hablé con Conti, Conti me dijo, te doy los derechos si el guión lo hace Aída Bortnik”. No nos conocíamos. Yo no le creí. Haroldo Conti vino a mi casa y me lo dijo él, en mi cara. Yo estaba tan a punto de enamorarme de él ese mismísimo día que en un momento dado me dijo: “No, cuidado, eh, porque con esta misma novela me levanté a mi actual esposa”. Era un hombre grande con pinta de marinero. Delicioso. Le había gustado tanto La Tregua que por eso quería que lo hiciera yo. Cuando lo escribí y se lo mostré, lo leyó en casa. A los veinte minutos salió de donde estaba, era un departamento chico pero largo, atravesó todo el pasillo, vino hasta donde yo estaba, me dio un abrazo que me levantó del suelo y me besaba la cabeza. Y se fue de vuelta a terminar de leer. Yo me quedé sentada en mis sillones de mimbre temblando de la emoción. Era un hombre maravilloso. Dos o tres días después nos volvimos a ver. Yo había quedado en agregar una cosa al final que él me sugirió, un ruido de cadenas, aunque no hubiera cadenas en el momento en que subían al animal y lo encerraban en su jaula. Y yo lo hice y lo llevé para que lo viera. El estaba almorzando en la fonda de la esquina con su familia. Salió cuando me vio en el auto y yo bajé y se lo di, lo leyó. Nos volvimos a abrazar y me fui. Al día siguiente lo secuestraron.
Cuando empezamos el taller de guión con Campanella pensamos, entre otras cosas, que lo que por nonagésima treinta y cuatro veces se ha dado en llamar nuevo cine argentino, en general, con casos particulares muy notorios, no es el cine que la gente quiere ver. Las películas pasan muy desapercibidas porque no cuentan historias. La gente no paga una entrada para ver algo que no entiende, que no sabe de qué le están hablando. El cine es también una industria, se gasta dinero, se necesita gente, mucha gente que sepa sus oficios. Nosotros creemos que faltan los que cuentan historias, los guionistas están ausentes del nuevo cine argentino. Y a menos que uno sea Bergman, en general, son necesarios. Fellini empezó como guionista. Trabajaba con dos, tres, cinco guionistas. Todos trabajan con guiones y no por ello ha dejado de acuñarse la palabra fellineano o la palabra bergmaneano. Los directores le imponen su impronta al cine, pero tiene que haber una historia, y si ellos no son capaces de contarla de una manera interesante, convincente, no me parece que valga la pena todo el trámite de una película. Así nació la idea de este curso que hacemos Campanella y yo. El fue mi alumno hace mucho tiempo, cuando tenía 20 años y yo 40, y nos hicimos amigos desde el día que nos conocimos, él, Fernando Castets y yo. Y seguimos siendo entrañables amigos. Como dice Juan, somos familia elegida.
Esta entrevista fue realizada a finales de 2011 y, en su versión editada, emitida por Canal Encuentro en el ciclo Entrevistas, estrenado el año pasado. Fue producido por Campo Cine –los productores Nicolás Avruj, Fernando Zuber y Diego Lerman, con dirección de Diego Lerman y entrevista de Mariana Enriquez–.
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