CINE > SPRING BREAKERS, LO NUEVO DEL NIñO TERRIBLE DE HOLLYWOOD, HARMONY KORINE
La nueva película de Harmony Korine —guionista de Kids, realizador de la incomprensible Julien Donkey Boy— está lo más cerca del mainstream que alguien con su estilo puede llegar. Con actuaciones de las starlets súper limpias Vanessa Hudgens, Ashley Benson y Selena Gomez, además del ubicuo James Franco, se sumerge en un viaje alucinante de neón, sexo, estética publicitaria y violencia que elige esas vacaciones de primavera que se toman los estudiantes en Estados Unidos para ejercer una especie de reproducción alucinada del vacío y la superficialidad más vertiginosa.
› Por Mariano Kairuz
El spring break, es decir, el receso de primavera, es toda una tradición entre los adolescentes norteamericanos, una minivacación de descerebramiento y excesos: de alcohol y drogas, de sexo con quien venga, de destrozos cívicos varios, experiencia fugaz y catástrofe, a menudo en destinos playeros de Florida como Daytona o Panama City. Es decir que podría ser el tema de una de estas películas de fiesta desenfrenada y resaca dura entre incorrectísimas y moralistas que van a la zaga de las ¿Qué pasó ayer?, Proyecto X o la actualmente en cartel 21. Pero esta vez es en cambio el punto de partida del más reciente largometraje del ex enfant terrible del cine independiente norteamericano Harmony Korine, el chico que tenía 21 cuando se hizo famoso por el guión de Kids, la película de Larry Clark sobre el sexo adolescente en Nueva York en tiempos del VIH. Para muchos críticos de su país, Spring Breakers no solo es su película más accesible para el público general, sino directamente su ingreso al mainstream hollywoodense, y algunos hasta lo acusan de haberse “vendido”. Nociones bien discutibles, como lo es buena parte de su obra previa, casi siempre inmersa en el arte de la provocación; sin embargo, no hay duda de que ésta es la película menos marginal como director de quien lo último que había hecho hasta ahora era Trash Humpers, una cosa en video de baja resolución en estilo found footage (“metraje encontrado”), de efecto semidocumental, sobre un puñado de personas que tienen por costumbre frotarse las partes pudendas contra, entre otros objetos, tachos de basura.
Una de las razones por las que Spring Breakers está considerada una película “clase A” dentro de la filmografía de Korine –casi todas exploraciones de los recovecos más oscuros de la existencia adolescente, empezando por Gummo, sobre la vida en un pueblo del interior norteamericano literalmente devastado por un tornado, y pasando por otro guión para Clark: Ken Park– es su reparto relativamente “estelar”, que incluye al imposiblemente sobrevaluado James Franco y a un cuarteto de chicas que encarnan uno de los gestos rupturistas de la película, básicamente porque le deben su fama a Disney y sus productos familieros o para el público teen (prepúberes): Vanessa Hudgens, Selena Gomez, Ashley Benson (y Rachel Korine, esposa del director). Decididas a escapar a la monotonía de su pueblerino college aunque sea por unos días, y a pesar de la falta de medios para pagarse siquiera el hotel, las chicas se van a Florida de reviente y pipa rompiendo por el camino varias cosas, entre ellas la imagen blanca-blanquísima y apta-para-todo-público que se granjearon en la factoría Disney: Hudgens como coprotagonista junto a Zac Efron de la mojigata saga de High School Musical; Gomez, en la serie Wizards of Waverly Place (aunque ésta no llega tan lejos: cierta inocencia y la fe religiosa de su personaje la sacan de la escena a mitad de camino), y en menor medida, Benson, de la serie Pretty Little Liars. Ella y Hudgens son las que expresan rabiosamente, según interpreta el crítico Scott Foundas en el Village Voice, el axioma godardiano (por Jean-Luc Godard) de la película, según el cual lo único que se necesita para hacer una película es una chica y una pistola. Las imágenes flúo de las chicas en bikinis amarillas, máscaras rosadas (que ahora recuerdan a las Pussy Riot) y armas largas, entregadas a la inevitable espiral de violencia final, son hipnóticas, intoxicantes, monstruosas y alucinatorias, superficiales, pero irresistibles.
Pero para llegar a esas secuencias climáticas hay que hacer el viaje completo que proponen Korine y su director de fotografía, Benoît Debie, especializado en imágenes de neón desde por lo menos su trabajo con Gaspar Noé. Spring Breakers arranca con escenas de la vida loca en la playa durante el receso del exceso, y su obscena sucesión también en colores chillones de tetas siliconadas al aire libre, simulacros de fellatios con helados-palito y lluvias doradas de cerveza. Inmediatamente después saltamos a las abúlicas imágenes del college y alrededores, y de ahí al robo a un restaurante con el que las chicas se proveen de dinero para el viaje. La ejecución del asalto está narrada mediante una puesta en escena sencilla y contundente, que escamotea parte de la acción, seguida en plano secuencia (sin corte) desde un punto de vista único, el del auto preparado para la fuga de las asaltantes (auto que, dicho sea de paso, le robaron a un profesor). Ya en pleno ajetreo, las chicas conocen a Alien (Franco, un poco más en foco que de costumbre), rapero y hiphopero de rastas y tatuajes y dentadura metálica, gangster y dealer “con un corazón de oro” (según se define a sí mismo) y en caricaturesca e insufrible pose de chico de los suburbios negros, que invita a las chicas a su casa y a su mundo. Lo que parte de la crítica norteamericana encontró irritante en la película de Korine es su persistente ambigüedad: no termina de quedar claro si las insoladas imágenes iniciales y su montaje de la fiesta salvaje parodian los clichés de la publicidad y el videoclip o sencillamente son un caso de imitación y complicidad, así como la manera hipersexualizada y violenta de mostrar a las chicas fluctúa entre la crítica y el comentario sobre las taras de la cultura pop contemporánea, y la mera explotación de aquello que pareciera querer comentar. Llega un momento en que incluso los trillados discursitos de los protagonistas (sobre el “sueño americano”, de Alien, o sobre el spring break como el lugar “para encontrarse a uno mismo”) pendulan entre la ironía y el puro lugar común, así como la frase que se repiten a sí mismas las chicas a la hora del asalto (“imaginate que estás en un videojuego”) constituye, como invitación a pensar la compleja trama de violencia y entretenimiento que es un factor fundamental de la cultura norteamericana actual, una auténtica obviedad. Lo que es indudable es que, a medida que avanza, la película va sumergiendo a sus personajes en un universo cada vez más deliberada e irreversiblemente artificioso, y el relato deviene pura experiencia sensorial.
En última instancia, es probable que la clave de la película sean menos las chicas que el dealer playero de Franco. Cuando lleva a las chicas a su habitación y comienza a enumerar todo lo que tiene porque cree tenerlo todo –y su enumeración solo consiste en marcas y en merca– termina de revelar su vacío esencial. Y si cada vez que repite, como en un brote de inspiración presuntamente “lírica”, en su tono de imitación de hiphopero, “Spring Break Forevah, Spring Break Forevah” (“spring break para siempre”) dan ganas de agarrarlo del cuello a Franco y apretar hasta que le sangren los oídos, es probable que ésa sea finalmente el propósito real de Korine: desnudar la rampante pelotudez de la parte de la cultura pop más comercial y berreta que encarna el personaje. Si el Scarface de Al Pacino que el propio Alien tiene corriendo en repetición en su plasma y cita como su mayor inspiración, ya era en sí mismo una descripción de la vulgaridad de la nueva mafia que tomó la posta de los personajes de El Padrino (es decir, la del narcotráfico), él parece encarnar su siguiente evolución, o involución: la superficialidad absoluta, el mal gusto, la idiotez irredimible. El truco (expresar el vacío ruidoso a través de una estética ruidosa y vacía) no es nuevo, pero por momentos se despliega ante nosotros totalmente alucinante.
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