Dom 17.08.2003
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PLáSTICA

Italiano para principiantes

Ya consagrados por las más prestigiosas instituciones de la pintura contemporánea, Sandro Chia, Francesco Clemente, Enzo Cucchi, Nicola de Maria y Mimmo Paladino –los cinco máximos exponentes de la transvanguardia italiana– exponen en la Fundación Proa la histórica selección de obras que probó, apenas despuntada la década del ochenta, que había vida (y arte) después de los sesenta.

POR LAURA ISOLA
Estuvo en Buenos Aires Achille Bonito Oliva, el mítico curador italiano y alma mater del movimiento de la transvanguardia italiana. Vino justamente a presentar una muestra de los artistas italianos que, a fines de los setenta y principios de los ochenta, sintieron que ya era hora de dejar atrás los límites estéticos e ideológicos de la década del sesenta. La exposición, titulada La transvanguardia italiana, reúne en el espacio de la Fundación Proa una serie de piezas pictóricas paradigmáticas y algunas resonancias históricas memorables. En primer lugar, las obras de Sandro Chia, Francesco Clemente, Enzo Cucchi, Nicola de Maria y Mimmo Paladino, los cinco exponentes de un movimiento que intentó (y logró) restituirle una buena dosis de individualidad a la pintura posterior a los sesenta. La transvanguardia, en efecto, retornó al imperio del yo, y a una manualidad que Bonito Oliva interpretó como “la capacidad de fijar el trabajo del arte en las inmediaciones de una subjetividad”. Pero la visita de Achille Oliva también dispara reminiscencias y nos retrotrae a principios de los ochenta, cuando las conferencias que dictó en el Centro de Arte y Comunicación (CAYC) sirvieron para estimular el intercambio de ideas en el ámbito de la plástica argentina.
La transvanguardia italiana también puede pensarse como una celebración a la que han asistido la mayoría de sus agasajados: las obras de los artistas, naturalmente, y su curador y promotor estrella, pero también Adriana Rosenberg, que en este caso es mucho más que la presidente de la Fundación Proa. En 1982 se publicó en Buenos Aires –con una polémica introducción firmada por Jorge Romero Brest– la versión española del texto de Bonito Oliva que acompañó la muestra original, La transvanguardia italiana, punto de partida del movimiento. Rosenberg fue –junto con Renato Rita– la editora de ese libro que haría historia.

QUIÉN SOY
Bonito Oliva ha vuelto a Buenos Aires para hablar de la transvanguardia, pero el hecho no tiene por qué neutralizar su relevancia en un efecto de déjà-vu. Lo viejo vuelve, decía Nietzsche, pero vuelve en un lugar nuevo. Pasados veinte años de la irrupción del movimiento en la escena artística, es probable (y deseable) que los interrogantes y controversias que suscite en el campo de la plástica y la cultura sean otros. En su momento, en el mencionado catálogo de 1982, Romero Brest, que entonces dirigía la colección que lo publicó, expresa su clara disidencia con los postulados teórico-estéticos de la transvanguardia. El texto no puede empezar más irónicamente: “Un amigo, respetable conocedor de cuanto ocurre en el ambiente artístico europeo, nos ha aconsejado que publiquemos sin tardanza este libro de Achille Bonito Oliva, supongo que porque no le acuerda mucha vida al movimiento pictórico del cual si ocupa”. Más allá de un principio tan poco, Romero Brest discute la idea de subjetividad que se desprende de la obra de los artistas italianos y pone en evidencia el modo en que el curador omite la cuestión de la supervivencia de la pintura de caballete justo cuando la tecnología, según Romero Brest, amenaza con arrasar el paisaje tradicional de la plástica.
Para conjurar esa presunción de fugacidad que inaugura el prólogo de Romero Brest, digamos que Achille Bonito Oliva considera que su movimiento –”del que yo mismo soy un representante”– constituye un substratum indispensable en el que se apoyan los nuevos artistas. Según el crítico italiano, después de la transvanguardia “el acto de pintar ya no es el mismo”, y sus nuevos rasgos pueden resumirse en tres: la idea del nomadismo cultural, el eclecticismo estético, el hedonismo cromático.

QUIÉN ES QUIÉN
El eclecticismo y la mutabilidad son los denominadores comunes que emparientan a artistas tan disímiles como Chia, Clemente, De Maria, Cucchi y Paladino. Este último, por ejemplo, juega con la idea decita, traducción y referencia: en El visitante de la tarde (retrato de G.F.), recupera la mise-en-abyme de Las Meninas de Velázquez con un trazo oscuro que contornea las figuras. Para Paladino, la transvanguardia parece ser un cruce entre la intimidad y el dominio público, la geometría y la figuración. El planteo de Cucchi sólo es similar en términos de acumulación, ya que combina elementos abstractos y figurativos, materiales propios de la pintura y otros de diferentes esferas. De acuerdo con Bonito Oliva, el cuadro, según Cucchi, es un depósito: no es un fin ni un resultado, sino un proceso de experimentación. La pura interioridad es, a su vez, la clave transvanguardista de De Maria, con esos estados de ánimo que se construyen en el espacio (agrandado) de la tela: pasaje del interior al exterior sin solución de continuidad, como siguiendo los dictados de una música del alma. Clemente, por su parte, se distingue por el uso indiferenciado de técnicas diversas: la repetición, los estereotipos (una forma clásica de repetición) y las estilizaciones aparecen en sus trabajos como analogías visuales en las que lo parecido y lo que aparece no se discriminan. Y Chia –para terminar– juega con la imagen y el significado: los títulos entran en diálogo con sus cuadros y los completan, interpelándolos y desviándolos.

PIEZA DE MUSEO
A pesar de (o quizá gracias a) su oposición explícita a la política del arte de los sesenta (sobre todo por sus connotaciones moralistas, presentes aun en sus expresiones más radicales), el riesgo o el éxito –según de qué lado de la historia del arte se lo mire– del movimiento transvanguardista es el clasicismo. Identificado con él, pierde sus aristas revolucionarias, pero al mismo tiempo se acomoda en un lugar de prestigio entre las tantas corrientes del siglo XX que se propusieron cambiar el arte y terminaron consagrados en los espacios tradicionales de los museos: surrealismo, vanguardia histórica, dadaísmo, etcétera. Pero ese doble movimiento –conmocionar ideas y gustos y asimilarse, despertar controversia y volverse institución– parece ser ya un clásico de toda vanguardia, que reconcilia así dos pulsiones aparentemente antitéticas como revolucionar el arte y fundar una tradición.

La transvanguardia italiana en Fundación Proa, Av. Pedro de Mendoza 1929, La Boca. Martes a domingos, de 11 a 19. Hasta fines de septiembre. Entrada $ 3, jubilados $ 1.

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