Dom 17.08.2003
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MúSICA

Los demonios

Fleetwood Mac y Steely Dan tienen discos nuevos: dos álbumes que flotan y se alimentan de la atmósfera contaminada de Los Angeles, la ciudad donde aterrizaron en los años ‘70 para forjar sus leyendas a fuerza de excesos, demencia rockera y pasiones apocalípticas. Bienvenidos al sonido de la costa Oeste.

Por RODRIGO FRESÁN

“El problema de Los Angeles es que no está en New York”, escribió la escritora A. M. Homes. Y más allá de la boutade, la queja no deja de ser una idea interesante dentro del cliché paisajístico que suele señalar a Manhattan como una Shangri-La y a Hollywoodland como otra Babilonia. El concepto de que Los Angeles no es otra cosa que el producto loco y fugitivo de un laboratorio que cualquier día de estos será castigado por un último y definitivo terremoto. Un mundo artificial, la imagen en un espejo distorsionante, una metrópolis Mr. Hyde que olvidó la fórmula para volver a ser aquel Dr. Jekyll que alguna vez fue, cuando quedaba en otra parte. Ya saben: la Costa Este como reducto de nobles pensadores y máquinas de escribir y la Costa Oeste como santuario de James Ellroy, freaks, satanistas y falsos ídolos cabalgando tablas de surf.
No es tan así, claro. La Dalia Negra hubiera acabado tan mal en un sótano del Greenwich Village como en aquel baldío de la 39 y Norton (aunque tal vez en New York no la hubieran inmortalizado cortándola tan gore y prolijamente en dos). Hay algo siempre excesivo en California, como si el hecho de albergar en sus tripas a un feto de celuloide la obligara a buscarle y encontrarle a su trama las vueltas y revueltas más espectaculares, o como si el perfume que despide, y que atrae a forasteros desde el principio de su historia, la condenara a ser un poco más extrema que cualquier otra. Entre los muchos que llegaron a sus playas y sus colinas –como alguna vez lo hiciera la Dalia Negra– estuvieron y siguen estando dos bandas decididamente freaks, dos bandas diabólicas y angelicales, dos bandas con nombre y apellido que vinieron de lejos y aquí se quedaron: Steely Dan y Fleetwood Mac.

Te amo, te odio, dame más
Dallas, Dinastía, Falcon Crest y Fleetwood Mac. El pop como telenovela. Nunca hubo ni habrá nada parecido y el apocalipsis beatle –con sus Lindas y sus Yokos– es apenas un educado episodio de Treinta y pico o de Felicity si se lo compara con esta turbulenta saga californiana. Y, de acuerdo, Fleetwood Mac comenzó en Londres como respetable y exitosa banda bluesera con líder –Peter Green– que no demoraría en consagrarse como loco de remate; pero el Fleetwood Mac que a todos nos interesa es el que en 1974 se muda a California y se constituye alrededor de las figuras de Mick Fleetwood y las parejas de John McVie & Christine McVie y de Lindsay Buckingham y Stevie Nicks. Es ahí cuando –gracias a canciones eficaces que alguien definió como “rock aerografiado”– graban Fleetwood Mac en 1975 y comienza la diversión en serio. Amores y odios y traiciones y, en 1977, la grabación del gran disco divorcista Rumours: un puñado de melodías y estribillos pegadizos y exhibicionistas donde los miembros del grupo se tiran mierda con ventilador y al mismo tiempo se las arreglan para vender veinticinco millones de copias. A partir de ahí, cambio de parejas, reproches y adicciones varias (se dice que Mick Fleetwood llegó a gastarse ocho millones de libras en cocaína mientras que Stevie Nicks, con el tabique nasal arrasado por el polvo blanco, se vio obligada a seguir esnifando a través de sus labios vaginales) y la multimillonaria factura por la grabación del doble Tusk (1979), vilipendiado en su momento y hoy cómodo residente en las listas de favoritos de los críticos prestigiosos, que lo juzgan uno de los álbumes más eternamente modernos de la Historia y punto de partida para lo que puede denominarse el Sistema Mac de Hacer Las Cosas. Cuando Tusk no vendió lo que se suponía debía vender –tras haber gastado en su grabación la por entonces impensable suma de un millón de dólares— surgió la inevitable idea de grabar un disco en vivo, barato, para equilibrar la tendencia del balance final. Todo bien: pero a Buckingham –obsesivo de obsesivos– se le ocurrió que habría que grabar cada uno de los cuatrocientos shows del tour para ensamblar el concierto perfecto. Resultado: Live salió más caro que Tusk y, por supuesto, vendió menos. Después vinieron más discos más o menos desganados (Tango in the Night, 1987, es el mejor de ellos), más peleas (más separaciones, con Buckingham siempre abandonando el estudio y la banda después de algún ataque de histeria durante una sesión de más de veinte horas), álbumes solistas (con los que sólo Stevie Nicks hizo dinero), alguna reunión para celebrar la victoria de Bill Clinton (que había adoptado su “Don’t Stop” como himno de batalla/campaña en 1992) y alguna gira (registrada en el especial de MTV y álbum The Dance, de 1997, que celebraba los veinte años de Rumours) para reforzar sus ya de por sí musculosas cuentas bancarias.
Pero lo que hace interesante a Fleet- wood Mac –más allá de su música modesta y cómodamente perfecta– son los ingredientes de su casting perfecto, tal vez el más perfecto desde los Beatles a la hora de “armar” una banda fotogénica, integrada más por personajes que por personas. Así tenemos al baterista Mick Fleetwood (el pilar del asunto, pero no por eso menos proclive a arranques de locuras que lo llevaron a la ya mencionada gula cocainómana y a experiencias mucho más peligrosas como tener un affaire con Stevie Nicks); el bajista John McVie, ex marido de Christine y el más parco de todos: graba cuando hay que grabar y toca cuando hay que tocar, pero si de él dependiera viviría en su velero, tranquilo y alejado de esas botellas cuya sola proximidad lo convierten en Hulk cuando está de mal humor; Christine McVie, cuyo apellido de soltera –Perfect– lo dice todo: tecladista, eficaz compositoria y alguna vez esposa de John y amante del malhadado Beach Boy Dennis Wilson, hoy vive en Caterbury, y cuando la llamaron para esta nueva reunión de la gran banda disfuncional prefirió no atender el teléfono y conformarse con recordar esas noches en que subía al escenario con las tripas llenas de Dom Perignon); Lindsay Buckingham, esa cruza de Howard Hughes y J.D. Salinger del estudio de grabación: se sabe a qué hora entra pero nunca cuándo saldrá, y suya es la responsabilidad de esos momentos en los que Fleetwood Mac se enrarece y desconcierta y, sí, fascina, suyo es Tusk, suya sigue siendo la obsesión con Stevie Nicks a más de veinte años de su separación, suyo el deseo de ser Brian Wilson y algún día grabar un disco que se llame Revolver; Stevie Nicks: célebre por sus vestidos de encaje, su aire de vampira rubia de Anne Rice, su voz quebrada y su propensión a girar y girar mientras canta, solía ser habituée de la clínica Betty Ford, a la que llegaba a bordo de cocktails de cocaína y bourbon, no demoró en hacerse adicta al Klonopin, los tranquilizantes que le recetó su psiquiatra; también obsesionada con Lindsay Buckingham (aunque desde el adieu hubieran transcurrido más de dos décadas y varios romances, entre ellos uno con Don Henley y otro con Tom Pettyeu), Nicks es una suerte de sacerdotisa-madre para cantautoras como Sheryl Crow: le gusta mucho gastar mucho dinero.
Todos ellos –irrompibles y finalmente inseparables, como lo atestigua su himno de amor-odio “The Chain”— tienen, desde 1979, una estrella en el Walk of Fame de Hollywood Boulevard. Y –para bien o para mal— se la merecen.
La perfección de lo imperfecto
En un mundo ideal, Donald Fagen y Walter Becker –los super-cerebros de la cabeza de Steely Dan– transmitirían todas las noches y vía satélite al mundo entero un tan despiadado como elegante late night show dirigido por los Hermanos Coen, donde entre canción y canción diseccionarían a sus invitados casi llevándolos al suicidio en Sunset Boulevard. Pero no es así, de modo que tenemos que conformarnos con el inconfundible Desert Chic Sound creado por estos dos neoyorquinos que, habiendo fracasado como song-writers profesionales en la Gran Manzana –canciones S&M con títulos como “Orgulloso de Ser tu Esclavo” no les interesaban demasiado a los productores de Burt Bacharach—, decidieron probar suerte en la que ahora definen como una “ciudad que más que una ciudad es un parque temático, ¿no? En 1972 no pasaba nada en Manhattan, y en cambio en Los Angeles sucedía de todo”. Mucho de lo que sucedía se oye y casi se ve –canciones como postales y despachos desde el frente– en el inolvidable Can’t Buy a Thrill, éxito sorpresa de 1972 de algo que no se parecía a nada y que tomaba su nombre de un vibrante consolador que aparecía en una novela de William Burroughs. De ahí en más –se sabe–, una banda fantasma de sesionistas top comandados por Donald Fagen y Walter Becker para dar a luz y sombras un puñado de discos perfeccionistas sobre materiales imperfectos –dinero y drogas y chicas fáciles y mujeres difíciles– con el sarcasmo de Randy Newman, la finesse simbiótica de los más inspirados Lennon & McCartney, la maldad doméstica y autodestructiva de un gran episodio de Los Simpson escrito por Lenny Bruce y guiños constantes a la edad dorada del jazz y los grandes hacedores de canciones como Cole Porter y Stephen Sondheim. Alguien escribió que Steely Dan son la prueba palpable de que “muy de vez en cuando” los norteamericanos también pueden ser irónicos consigo mismos.
A la altura de Aja (1977), de todos modos, ya había aparecido la inevitable fiebre cocainómana. Se necesitaron cinco estudios, seis bateristas y siete guitarristas entrando y saliendo de un disco que no se sabía si estaba hecho de surcos negros o de rayas blancas y que vendió millones. Los Steely Dan dejaron de tocar en vivo y con Gaucho, en 1980, pararon los motores antes de que sus sobreexcitados corazones los dejaran de a pie, tras haber inspirado a colegas como Prefab Sprout o a hermanos bobos como Supertramp. Walter Fagen hizo lo que muchos consideran un álbum perfecto (The Nightfly, de 1982, una especie de autobiografía de su adolescencia en los ‘50 que funciona como la mejor banda sonora para el mejor Philip Roth) y un álbum imperfecto pero interesante (Kamakiriad, de 1993, con concepto futurista a la William Gibson protagonizado por un super-auto). Y Walter Becker se animó, en 1994, con el derrotado y victorioso 11 Tracks of Whack: canciones felizmente depresivas sobre los dolores de crecimiento a la altura de esa Edad Media que es la mediana edad. En 1993 salió a la venta la inevitable caja recopilatoria Citizen y en 1995 se juntaron para una gira registrada en Alive in America, un disco que más allá de los aplausos parece grabado al vacío absoluto. Su portada –una imagen vale más que cien canciones– mostraba a una momia en celo sosteniendo a la damisela desmayada de rigor.
La sorpresa tuvo lugar en el 2000, con el lanzamiento de Two Against Nature. Estas canciones –las primeras nuevas en veinte años– ganaron los cuatro Grammys que todos pensaban irían a las garras de Eminem y -sorpresa o no tanto– mostraron que todo estaba más o menos como lo habían dejado. Porque el sonido de Los Angeles y la textura de sus pecados nunca cambia. Lo mismo ocurre con Fagen & Becker y, sí, el “problema” de Steely Dan es que son tan únicos y originales que –paradójicamente, empezando y terminando en ellos mismos– les resulta imposible no repetirse. No es grave. Lo mismo, después de todo, le sucedía a Vladimir Nabokov, ¿o no?

Los poseídos
La noticia, ahora, es que Fleetwood Mac y Steely Dan tienen discos nuevos. Dos álbumes flamantes flotando en la atmósfera contaminada de Los Angeles, donde convivieron y conviven las poluciones musicales de los Beach Boys, Guns N’Roses, The Eagles, Warren Zevon y el último orgasmo de Barry White, que en paz descanse.
El de Fleetwood Mac se titula Say You Will y allí vuelven a cabalgar y a batirse a duelo los cuatro magníficos (Christine McVie aparece sólo en una canción, haciendo coros): uno de esos discos espantosamente lindos que sólo ellos pueden hacer. Lejos de la carpintería pop de ABBA –con los que a menudo, y erróneamente, suelen ser comparados–, lo que vuelve interesantes a estos tipos es su psicosis californiana, aquí, una vez más, perfectamente evidente y diagnosticable. En Say You Will hay de todo, como en shopping-mall: desde una oda a los muertos en el World Trade Center acargo de Stevie Nicks (“Illume”) a las habituales ráfagas de amor y despecho casi experimentales de Lindsay Buckingham. Terminada su audición, no hay queja posible. Esta gente puede estar loca pero nunca te engaña: lo suyo no es la mitomanía sino la autoentropía como excusa para seguir cantando. Las dos últimas canciones de este largo disco se titulan “Say Goodbye” y “Goodbye Baby”, pero, hey, quién se puede creer semejante despedida.
El de Steely Dan se llama Everything Must Go –frase traducida como “Liquidación por Cierre”–, y una vez más esta banda, que es un concepto, se las arregla para conceptualizar el desarreglo de la cultura consumista en que vivimos. “The Last Mall”, “Things I Miss the Most”, “Lunch with Gina” y “Everything Must Go” son los nombres de algunas de las canciones que en un contexto retro-futurista se ocupan del Sueño Americano, el Apocalipsis Yuppie, el inevitable próximo Armaggedon Now. Los fans fundamentalistas de Fagen & Becker –desconcertados y, seguro, irritados porque sacaron un disco nuevo tan rápido después de Two Against Nature— aseguran que no es éste uno de sus mejores trabajos. A mí –que suelo escucharlos como música de fondo para hacer casi cualquier cosa– me parece uno de sus trabajos más accesibles y tarareables y sinceros, sin por eso dejar de lado esa elitista maldad que los caracteriza y que queda más que evidente en el DVD que viene en la special edition de Everything Must Go. Allí la cosa se llama Steely Dan Confessions, uno y otro se suben a un taxi en Las Vegas –esa prótesis neónica de Los Angeles– e invitan a subir a chicas ligeras –y, se sospecha, caras– para explicarles las virtudes de su nuevo disco mientras la taxista lo pone a girar en el equipo de su auto. Después, supongo, volvieron a Los Angeles, esa ciudad que no está en New York porque, nos guste o no, como New York, ya está en todas partes. Y, poseída y poseedora, suena como ninguna otra.

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