TELEVISIóN > EMPIEZA LA SEXTA TEMPORADA DE TRUE BLOOD POR HBO
La Gran Revelación ocurrió, más o menos, en 2006. Por esa fecha, unos laboratorios japoneses lograron sintetizar sangre humana y, una vez logrado el brebaje, que se llama True Blood, los vampiros –que hasta entonces vivían ocultos– salieron del ataúd y de los sótanos y las cuevas: ya no tenían por qué alimentarse con sangre humana. ¿Sería este nuevo mundo de humanos y monstruos un festival de integración y tolerancia o la capacidad de entendimiento se iría al demonio rápidamente, como suele suceder? Con ese argumento y esta pregunta arrancó en septiembre de 2008 True Blood, la serie escrita y producida por Alan Ball (Six Feet Under, Belleza americana) que llevó ese conflicto a Bon Temps, un pueblo chico ficticio de Louisiana, es decir, del sur profundo de los Estados Unidos, el hogar natural de los vampiros desde que Anne Rice los ubicara en Nueva Orleans, el escenario del gótico actual, desde que los escritores sureños, con historias de incesto, decadencia, violencia y romanticismo desplazaron a la Londres del siglo XIX por el Mississippi y los pantanos y las mansiones rodeadas por plantaciones de algodón.
En Bon Temps vive, entonces, Sookie Stackhouse, una moza rubia y simpática que tiene el don/castigo de la telepatía. Y una noche entra a Merlotte’s, el bar donde trabaja, el vampiro Bill Compton, un ex soldado confederado de unos 200 años. Y se enamoran. Sobre todo porque ella no puede leerle los pensamientos: él es morocho, los ojos azules, el gesto adusto. Está muerto, pero para ella es la paz, el silencio. Y a partir del muy accidentado romance empiezan a ramificarse los temas de True Blood: la pelea entre los vampiros que quieren integrarse (“mainstreamers”) y los que quieren seguir siendo cazadores y comedores; los derechos civiles de estos nuevos ciudadanos; la capacidad de aceptación de la diferencia; cómo y por qué aceptar la represión de los deseos más oscuros; de qué sirve una vida integrada si será aburrida.
Todas las similitudes con el movimiento por los derechos civiles gays son intencionales –también las segundas lecturas hacia el interior de la comunidad, desde la salida del closet hasta el decirle adiós a la noche, a la sangre, al poder–. Y están, por supuesto, las múltiples lecturas de la cuestión de la sangre.
True Blood tiene también algo para decir sobre el feminismo, la violencia doméstica, la pobreza en los Estados Unidos, la religión, el poder mediático, la adicción, las tensiones raciales, la policía, la política y hasta la tortura, pero lo notable, lo liberador, es que Alan Ball decide contarlo con auténtico desenfreno y muchísimo, verdadero, humor: la serie no tiene miedo de ser ridícula, les roba temas y estética a géneros como el terror, la comedia de enredos y el porno soft, y no duda cuando debe ser incorrecta ni se detiene cuando todo tiende al desborde: de eso está hecha, el verosímil está agarrado de los pelos y el entretenimiento, cuando funciona, es infalible.
Y está el sexo, claro. Aunque las tramas de True Blood se van haciendo más endebles en cada temporada, y aunque no puede ser un buen signo que en ésta que empieza hoy, la sexta, haya abandonado el barco Alan Ball, se puede confiar en que al menos quedarán esas fabulosas, a veces bestiales, a veces levemente cromadas, escenas de sexo, increíblemente francas para la televisión, casi explícitas. Hay una ventaja: los actores que son la pareja principal, Stephen Moyer y Anna Paquin (la niña que ganó un Oscar por La lección de piano y, más recientemente, la que interpreta a Rogue en X-Men) están casados y son valientes, de modo que sus escenas juntos son impresionantes y realistas. Pero no son los únicos. El magnífico Alexander Skarsgard (sueco, altísimo, hijo de la superestrella escandinava Stellan Skarsgard) interpreta al vampiro vikingo de mil años Eric Northman y se pasa la mitad del tiempo exhibiendo su cuerpo indescriptible y teniendo sexo en su sótano o con su propia hermana dentro de un container del puerto; además, es dueño de un boliche llamado Fangtasia, el Cocodrilo de los vampiros sureños, donde los humanos van a ser mordidos voluntariamente y hermosas vampiras bailan en el caño. O Deborah Ann Woll, vampira adolescente y pelirroja que abraza con todo entusiasmo su naturaleza peligrosa y cazadora; el capítulo en que visita a su tontolote amante humano, Jason, vestida de caperucita, es uno de los mejores momentos del erotismo televisivo de la historia. Ese ranking hipotético posiblemente esté casi completamente copado por momentos de True Blood que, a contramano de un cine y una televisión cada vez más pacatos y aptos para todo público, sigue siendo la serie que no ve contradicción alguna entre ser vulgar y ser inteligente, la que entiende que no hacen falta ni solemnidad de violines ni naturalismo cuando se tiene algo para decir –y para mostrar–.
La sexta temporada de True Blood empieza esta noche a las 22 por HBO.
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