Domingo, 28 de julio de 2013 | Hoy
ESCULTURA > EL COLOSO DE AVELLANEDA O EL DESCAMISADO, DE ALEJANDRO MARMO Y DANIEL SANTORO
Hace cinco meses y sin una gran difusión se instaló en la orilla sur del Riachuelo una escultura de quince metros, de metal, erigida entre el viejo y el nuevo Puente Pueyrredón, entre depósitos y galpones, como surgido de ese polo industrial. Se trata del Descamisado o Coloso de Avellaneda, un homenaje a los trabajadores que cruzaron el Riachuelo el 17 de octubre de 1945 para entrar a Capital. Y también se trata de un símbolo retrofuturista montado en un lugar saturado de historia y cuentas pendientes, un enorme objeto cargado de pasado y de futuro.
Por Charly Gradin
En mayo pasado, en la orilla sur del Riachuelo, partido de Avellaneda, fue instalado un monumento al descamisado. La figura de hierro homenajea a los manifestantes que el 17 de octubre del ’45 llegaron desde el sur para apoyar a Perón y se encontraron con el Puente Pueyrredón levantado, por lo que empezaron a cruzar ese “roñoso rubicón” –como lo llamó Félix Luna– mediante botes improvisados o a nado.
Desde entonces se lo ve emerger en la orilla de Barracas como un Mazinger deteriorado.
Mezcla de arte y obra pública, El Coloso empezó a cobrar vida en charlas en las que participaron el pintor Daniel Santoro y el escultor Alejandro Marmo, pero también Jorge Ferraresi, el intendente del municipio, y sus colaboradores. La idea de Santoro fue recibida con entusiasmo: levantar un gran descamisado en homenaje a los trabajadores de aquel 17 de octubre, que se asomara al Riachuelo a punto de cruzarlo para una entrada triunfal en la Ciudad de Buenos Aires. La gigantesca escultura encarnaría una figura recurrente en sus pinturas, donde puede vérselo subido a la cima de un edificio como un King Kong proletario, o llevando a una pequeña mamá de Juanito Laguna sentada sobre el hombro. El descamisado original, su fuente de inspiración, fue aquel gran monumento planeado en sus últimos años por el primer peronismo, e interrumpido luego del golpe cuando sólo habían empezado a instalarse sus cimientos y las primeras de una larga serie de esculturas.
Pero, ¿quién iba a reencarnarlo? “Hablen con Marmo”, respondió Santoro ante la duda. Nacido en Caseros, provincia de Buenos Aires, hijo de un herrero italiano y una zapatera armenia, Alejandro Marmo describe su infancia rodeado de amigos y vecinos en el “tallercito” de su padre, como “un sainete de principios de siglo” en el que se cruzaban las lenguas de distintas oleadas de inmigrantes “de la Europa campesina y trabajadora, llenos de nostalgia para adelante”, Marmo encontró en los fierros oxidados una manera de reconciliarse con sus fantasmas:
“El material de desguace de la industria era la metáfora perfecta para sintetizar mis orígenes individuales, que eran esa historia inmigrante de desarraigo y tristeza portátil, el humo de las chimeneas y el típico mediodía de trabajadores sentados en el cordón comiendo su vianda, que ya no estaban. Todo eso que extrañaba inconscientemente sin darme cuenta, y me transportó a la posibilidad de encontrar una metáfora para contar ese vacío.”
Con rezagos industriales Marmo produjo infinidad de esculturas instaladas en plazas y huecos del Conurbano y otras ciudades del país, muchas de ellas realizadas junto a trabajadores de su programa de Arte en las Fábricas. El corolario de este recorrido fueron los murales de Evita colocados en el edificio de los ministerios de Salud y Desarrollo Social de la 9 de Julio, en los que también participó Daniel Santoro.
Tal vez sea este origen compartido y por encargo de la obra lo que haya abonado a su aire inasible, sumado al destino siempre algo desamparado de toda escultura callejera.
A partir de los modelos preparados con Santoro, Marmo construyó El Coloso/ Descamisado –se lo llama de las dos maneras– en los talleres de una fábrica metalmecánica de Dock Sud. Mediante grúas, transportaron sus pedazos construidos por un equipo de 20 personas empleadas durante seis meses en cortar las chapas de hierro negro cubiertas con laca y unidas con soldadura eléctrica. El día de la inauguración, el intendente Ferraresi brindó un discurso encendido en el que sostuvo que “vamos a cruzar el Riachuelo todas las veces que sean necesarias” en una imagen de tiempos cíclicos y empecinados que sin duda resuenan en El Descamisado.
Con sus quince metros de altura, El Descamisado se yergue entre el viejo y el nuevo Puente Pueyrredón, parado en sus enormes pies que parecen capaces de derrumbar las orillas del Riachuelo. Rodeado de galpones y depósitos, podría haber surgido de los cimientos del polo industrial, como un brote mimetizado con el color del río y las explanadas. Los fines de semana empiezan a llegar visitantes para contemplarlo de cerca y sacarse fotos con él; y a su lado, mientras se doblan bajo sus extremidades para conseguir una imagen que las abarque, parecen chicos jugando en una plaza y El Coloso un juguete mecánico extraído de la Ciudad de los Niños.
Serio e impasible mira hacia la ciudad. En sus manos lleva una efigie de Evita. ¿Es una ofrenda? ¿Una clave? ¿A quién está dedicada realmente?
Es difícil de saber. Las únicas inscripciones que lo acompañan son las de una serie de fechas grabadas sobre una de sus piernas (las del ’45, el 2001, el Cordobazo, las huelgas obreras de 1982), pero dispuestas sin orden cronológico impiden ese reconocimiento que los paseantes realizan al toparse con una estatua. Todos los monumentos tienden a disolverse en coordenadas temporales que pocos recuerdan con precisión, y cuyos motivos exactos requerirían consultas que, por otra parte, aún menos desean hacer. Muchas placas desaparecen. Las inscripciones del Coloso lo transforman en un mensajero enviado desde tiempos o contextos desconocidos. Será su parentesco con la ciencia ficción, o un arranque de mesianismo, pero sus fechas sin orden lo envían a tiempos remotos en que estos intervalos se hubieran vuelto indistinguibles.
Para Marmo “el Riachuelo pedía un Descamisado. Pero un Descamisado del siglo XXI. No sólo del ’45, sino de la generación a la cual pertenezco, que recuerda el ’45 sin haberlo vivido”. Marmo, como muchos, habla de lo difícil que resultaba pensar el peronismo en los ’90. No se reconoce como un peronista de nacimiento, y para ilustrar la relación de su familia con la política habla de la decisión de su madre de asistir al velatorio de Evita aunque nunca hubiera participado de otras actividades o expresado gran adhesión al movimiento. Hija y sobrina de armenios perseguidos y exiliados por su militancia en el Partido Comunista, esa vez había roto una distancia adquirida. Y en esa historia de alejamientos y regresos define la silueta de Evita como un puente. O un guiño anacrónico: llega a Buenos Aires de la mano de un Descamisado que no hubiera podido traerla con él, porque “Evita todavía no era Evita el 17 de octubre del ’45”. El Coloso es un peronista antes de que existiera el peronismo.
En una misma saga retrofuturista, para Daniel Santoro El Coloso es “La vuelta del malón”. En sus manos, la figura de Evita remite a aquel cuadro de Della Valle en que el avance de un malón de indios se presenta desde el punto de vista inquietante que convierte a sus espectadores en víctimas, testigos y cómplices a la vez. Porque, ¿a dónde vuelve el malón? Si regresa a su campamento, ¿por qué lo vemos llegar? Y si lo vemos parados en el lado de la civilización, ¿por qué vuelven los indios si ya consumaron el saqueo? (¿Qué más querrían?) Santoro sonríe mientras hilvana estas preguntas, y prosigue su análisis discurriendo sobre el antropólogo Lévi-Strauss y sus estudios sobre “las estructuras de parentesco” en las sociedades antiguas. Las espirales temporales cobran vuelo. Y en el risueño relato de Santoro el peronismo se difunde en las fichas de un dominó conspirativo: 1892 es la fecha en que Della Valle pintó el cuadro. Y entonces, cabe pensar en Perón y Evita, “hijos bastardos” cuyos orígenes familiares fueron siempre blanco de intrigas. Las fechas coinciden para que el año de aquel malón permita imaginar a la cautiva del cuadro –rubia y desvanecida en los brazos de su captor– como la madre de quien años después sería la gestora de los grandes proyectos de inclusión social del peronismo. Evita nació en Los Toldos, precisamente, provincia de Buenos Aires. Y mientras El Descamisado del Riachuelo la trae de regreso rumbo al corazón de la ciudad, tal vez ignore –como Marty McFly o El Eternauta– a qué lugar del continuo espacio-temporal acaba de llegar.
Según Santoro, El Coloso está ubicado en el “vórtice metálico de Avellaneda”. De sus curtiembres, sostiene, salieron las camperas de cuero negras de tantos jóvenes de los ’70, que suministraron su dosis de cromo a las aguas del Riachuelo. Sería difícil encontrar un lugar más saturado de historia, cargado de cicatrices y dotado de cuentas pendientes. Mientras tanto, Marmo planea convertir los pies del “Gigante” en urnas donde los visitantes puedan dejar mensajes y deseos, para transformarlo en una cápsula del tiempo. En la frontera entre la ciudad y el conurbano, parece haber surgido una esfinge. O un acertijo.
Su sentido se les escapa incluso a sus creadores. Mientras tanto los peces empiezan a volver a las aguas del Riachuelo. Desde el barco de Acumar, el organismo a cargo de su limpieza, llegan a verse garzas posadas en las orillas reverdecidas. Algo está cambiando. A pocas cuadras del Coloso, también al borde del agua, un enorme y antiguo depósito portuario está a punto de convertirse en la nueva Universidad del Medioambiente, a instancias de Acumar y el municipio de Avellaneda.
No hay escenas de euforia, pero en Barracas, cerca del Viejo Puente, ya pueden verse partidos de fútbol y tardes de mate en el pasto.
Nada está muy claro, pero lo cierto es que en las orillas de un río al que daban por muerto, ahora hay un Descamisado llegado del futuro.
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