Dom 24.08.2003
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CINE

Pulpo, tiburón y sirena

Finalmente se estrena el esperado debut en cine de Damián Szifron, el hombre detrás de Los simuladores. Y las expectativas parecen más que colmadas. Mucho más densa, paranoica y compleja que cualquier capítulo de la serie, El fondo del mar ofrece una iluminadora excursión nocturna al abismo de los celos, durante la cual un chico descubre, persigue y acosa al supuesto amante de su novia.

Por Horacio Bernades

Alguna vez, desde estas mismas páginas, se definió a Damián Szifron como un “fabricante de tortas”. De acuerdo a esa definición, el creador de Los simuladores sería un tipo para quien las películas (las ficciones, en general) son como pedazos de torta: porciones de algo sabroso y suculento, que se fabrican de modo estrictamente artesanal y para exclusivo disfrute del espectador-comensal. Habría que agregar que, por más que trabaje para una gran empresa, el verdadero fabricante de tortas las hace a mano e incluso firma con la manga de crema, una vez que la patisserie está terminada. Con lo cual garantiza el carácter artesanal del producto, liberándolo de la carga de anonimato, mecanicidad y repetición que rigen la producción en serie.
Cine de género hecho por pura convicción narrativa (algo que no se veía en el cine argentino desde la igualmente soberana Nueve reinas) El fondo del mar, opera prima de Szifron en cine, se estrena el jueves en Buenos Aires y confirma a su autor como auténtico fabricante de tortas. Eso sí: no se espere de El fondo del mar algo parecido a Los simuladores. Producto seguramente de la diferencia de medios, la serie más vista de la Argentina se caracteriza por lo liviano, lúdico y puramente entretenido, mientras que la primera película de este joven maravilla (acaba de cumplir 28 y empezó a filmar El fondo del mar hace casi dos años) es mucho más oscura, densa e inquietante que cualquier episodio del programa que hace unos meses ganó el Martín Fierro de Oro.
Película tan nocturna como ninguna otra en el cine argentino desde 76 89 03, El fondo del mar debe su oscuridad al hecho de tratarse de la materialización de una pesadilla. El inicio de la película encuentra a su protagonista, Ezequiel Toledo (el uruguayo Daniel Hendler, aquel de los avisos de Telefónica que con sus actuaciones en Esperando al Mesías, Sábado, 25 watts y ahora ésta se ha convertido en uno de los iconos más visibles del Nuevo Cine Argentino) en plena paranoia. Las cosas no andan del todo bien con su novia Ana, a quien encarna la magnífica Dolores Fonzi. Esa misma noche, la chica piensa ir sola a una “cena de trabajo”. “¿Qué clase de cena de trabajo se puede tener fuera del trabajo?”, se tortura Ezequiel, lanzado ya de cabeza al pozo sin fondo de los celos. En ese pozo el tipo chapoteará, nadará, braceará desde la caída de la tarde hasta la mañana siguiente. Y sobre todo durante la noche, claro, que es cuando vienen las pesadillas.

Dos tercios de agua
Películas sobre celosos hay montones, pero en todas ellas los celos son vistos como pura fantasía. La novedad que aporta El fondo del mar es que esta vez la fantasía se consuma, el infierno tan temido se vuelve tangible. Esto ocurre con la aparición en escena del tercero en discordia, Aníbal (Gustavo Garzón, componiendo a uno de los seres más desagradables, despreciables y temibles en la historia del cine argentino). Luego de dar un rodeo, Ezequiel lo perseguirá implacablemente, primero a pie y después en auto, cruzando la ciudad, a través de autopistas y llegando hasta las afueras más custodiadas de Buenos Aires. Esas de los countries, territorio que domina Aníbal.
“No me gustan esos boliches tipo Scuzi”, había dicho antes Ezequiel, anunciando que la batalla de rivalidades que narra El fondo del mar tiene también un fuerte componente de guerra ideológica y hasta política. No por perseguir implacablemente a su rival debe suponerse que Ezequiel sabe qué hacer con él una vez que le dé alcance. Todo lo contrario: no tiene la menor idea. Esa opacidad de intenciones no es exclusiva de Ezequiel: tampoco es nada fácil saber qué hay en la cabeza de Ana o de Aníbal. En verdad, no hay un solo personaje de El fondo del mar que no ofrezca una superficie engañosa, que no parezca movido por corrientes oscuras, incognoscibles y cambiantes. Sucede que, en El fondo del mar, lo acuático, lo líquido, lo marino son más que simples metáforas. Se diría que ese es el medio que constituye a sus criaturas, la materia de la que están hechos. Más aún que El nadador inmóvil, Nadar solo y Balnearios (esas otras muestras de la vocación acuática del Nuevo Cine Argentino) la película de Szifron le recuerda al espectador que no es tan sólido como cree, que está constituido por dos tercios de materia líquida. Tan cambiante y llena de reflejos como la superficie del agua, El fondo del mar pasa del drama íntimo a la intriga y de allí a la comedia, la farsa, el thriller de persecución, para hundirse finalmente en aguas insondables.

Entre Cousteau y Clouseau
Estudiante de Arquitectura por vocación y buzo por afición, Ezequiel se confiesa disociado entre su mundo de fantasías (las lecturas de la adolescencia, hechas de Julio Verne y otros clásicos de la aventura) y la súbita domesticidad a la que el amour fou por Ana parece haberlo condenado. Además de haber puesto patas arriba su ordenado mundo de libros, compacts de jazz y elecciones vocacionales, el amor loco de Ezequiel se choca contra una visión prejuiciosa de la política sexual. “Funcionamos al revés”, confiesa el desesperado Ezequiel a sus amigos. “Ella es la que sale y tiene vida social; yo soy el que la sigue, la espera en casa, le prepara la comida...” Y qué otra cosa son esa clase de disociaciones sino pasto para el arrebato loco y violento.
Aunque no parezca capaz de matar una mosca, arrastrado por una corriente loca Ezequiel celará a Ana hasta asfixiarla. “El pulpo tiende sus tentáculos para atrapar a su presa”, dice el off de un documental en la tele, mientras Ezequiel acosa a su novia en la cama. Enseguida, en uno de los planos más sintéticos, gráficos, terroríficos y graciosos que haya entregado el cine argentino en mucho tiempo, él y el espectador descubren que lo peor ha ocurrido. Pero en lugar de enfrentar a ese tiburón predador que es Aníbal (que no por nada aparece durante toda la película enfundado en un sobretodo negro) el pulpo da un rodeo y muta a perseguidor.
Lanzado por puro impulso y sin ninguna estrategia a mano, Ezequiel se comporta como un inspector Clouseau de la psicopatía, asediando a su rival –que sí parece dominar plenamente ese arte– con un manojo de recursos infantiles, tentativos, improvisados, lastimeros e inconcebiblemente torpes. Pero el pulpo no para: sigue adelante, como si en verdad supiera a dónde quiere llegar. Aunque el espectador oscile entre la risa y la lástima, basta ver a Aníbal puteando a su esposa a través del celular, maltratando a los empleados de un supermercado o de un lavadero automático de autos, cambiando las etiquetas de ciertos productos en las góndolas para pagar de menos, intentando seducir a Ana con un obsequio tan oportunista como fuera de lugar, para recordar que, antes que el tiburón, es siempre preferible el pulpo.
Es el momento más triunfal de El fondo del mar, esa hora inicial en que el espectador se ve arrojado a una corriente de rápidos, oleadas que nunca se sabe muy bien a dónde llevan y a las que no hay más remedio que subirse, con gozosa incomodidad. Llegado un punto en el cual ya no se puede seguir remontando, el ritmo de las olas se calma y las corrientes se hacen aún más cambiantes e imprevisibles, hasta depositar al espectador en una playa aparentemente calma, que tal vez no sea otra cosa que un último reflejo enceguecedor en la superficie del agua.

El equipo está
Entrevistar a Damián Szifron es confirmar una vocación de artesanía sorprendentemente asentada y cultivada para alguien que todavía no cumplió los 30. Proyecto inaugural para muchos, El fondo del mar no es sólo la primera película de su realizador y guionista, sino también el debut en cine del productor Sebastián Aloi (graduado de la Universidad del Cine y socio de la firma Aeroplanos), el director de fotografía LucioBonelli y el compositor Guillermo Guareschi, a cuyo cargo está también la música de Los simuladores desde el comienzo de la segunda temporada. Todos tienen menos de 30 y todos se lucen en El fondo del mar, anticipando la posible constitución de un equipo de trabajo que Szifron espera mantener en futuros proyectos.
“Por suerte Lucio Bonelli, el director de fotografía, no es sólo alguien que domina su oficio, sino además un tipo culto, y eso facilita enormemente la comunicación”, dice Szifron, a quien su metro ochenta y su delgadez, rostro aniñado y cierto flequillito incipiente dan un aire ligeramente nerd. “Bonelli entendió rápidamente lo que necesitábamos: un esquema de iluminación ‘a la europea’ para el comienzo y el final de la película, con tonos tenues y apastelados que respondieran al mundo de un estudiante de arquitectura, y una iluminación ‘a la americana’ para toda la parte central, con mucha noche, neón y reflejos. La idea básica era que con la entrada del personaje de Garzón, en la película entraba el cine de Hollywood, tanto en términos narrativos como de puesta en escena. Al fin y al cabo, ese es el cine que yo mamé de chico, el de los grandes cineastas norteamericanos de los 80, que es cuando yo empecé a ir al cine, arrastrado por mi viejo: las películas de Coppola, De Palma, Carpenter, Friedkin, Peter Weir”.
“Es gracioso”, sigue Szifron, que cuando se pone a hablar de cine no para. “Cuando me reuní con Daniel Hendler para explicarle el papel no paraba de hacerle referencias a esas películas y cineastas. Estuve no sé cuánto tiempo hablándole de eso, y cuando le pregunté qué clase de cine le gustaba, me dijo: el cine iraní. No es que yo tenga nada contra gente como Kiarostami, pero la verdad es que la película no venía por ese lado ...” En ninguna de las incontables entrevistas que hasta ahora se le hicieron a Szifron se menciona lo que podría denominarse la prehistoria de El fondo del mar. “En el año 2001 me llamó Guillermo Otero, dueño de Metrovisión, que es una de las empresas líderes en el campo de la edición digital, y me ofreció dirigir un largo. Eso fue antes de Los simuladores, y lo único que yo había hecho hasta entonces era un piloto para una serie que nunca salió al aire, en la que actuaba Rodrigo de la Serna. Otero lo había visto y le había gustado, y me pidió que escribiera una historia para una película que debía protagonizar Diego Torres. Y ahí empecé a escribir El fondo del mar, basado en mis propias experiencias y fantasías como novio celoso”.

Laberintos y texturas
“Lo de los celos ya lo superé”, se ataja Szifron, por las dudas. “Tampoco es que la película sea estrictamente autobiográfica, se basa más bien en ciertas fantasías que tuve en mis peores momentos. Un día me pasó lo siguiente: yo estaba en casa esperando a mi novia, y cada tanto me asomaba a la ventana para ver si venía. De pronto veo que justo frente a la puerta de casa estaciona una 4 x 4, y a través de los cristales la veo a ella charlando con el tipo que manejaba. Pasan 5 minutos, 10, 15, media hora y la mina no baja. Me vuelvo loco, me hago la cabeza, me pongo a pensar que ella tenía un amigo productor que tenía una 4 x 4, hasta que me fijo bien y veo que dentro del auto no había nadie. ¡Lo había alucinado! Ahí me asusté en serio, me dije que tenía que parar y por suerte encontré la oportunidad de ponerme a escribir una historia basada en eso, que me permitió expurgar esos demonios. Esa historia es El fondo del mar”.
Una de esas películas en la nada está porque sí, la organicidad de El fondo del mar es tal que un detalle aparentemente nimio puede revelarse, a la larga, como dato clave. Es lo que ocurre con cierta anotación en la agenda de Ana, que Ezequiel revisa en busca de algún dato revelador al comienzo de la película. “17 horas: Psicoanalista”, se lee allí, muy al paso, y más tarde se verá hasta qué punto esa pieza encaja en el rompecabezas. Así como todo el esquema de iluminación está pensado enfunción narrativa, otro tanto ocurre con la música y los decorados. “Tuvimos la suerte de dar con el departamento perfecto para lo que tenía que ser la casa de Ezequiel. Por un lado, por ser la vivienda de un estudiante de arquitectura, ese departamento debía tener muy buena luz y cierta elegancia. Pero además debía ser laberíntico, para representar la cabeza del personaje, y tenía que evocar también el interior de un barco, con mucha madera y ambientes chicos, que a la vez servían para transmitir la situación de encajonamiento en la que Ezequiel tenía a Ana. ¡Y, por más increíble que parezca, encontramos un departamento que reunía todas esas condiciones!”
Una de las bandas de sonido mejor pensadas y trabajadas del cine argentino en vaya a saber cuánto tiempo, la música que Guillermo Guareschi compuso para El fondo del mar es tan compleja, texturada y cambiante como la película misma. De nuevo las analogías marinas, con temas, acentuaciones y dinámicas que van de la quietud al mazazo sonoro, recorriendo todo el espinel. “Yo no quería una cosa ilustrativa, mucho menos subrayada. Había hecho pruebas con otros músicos y lo que me habían propuesto no estaba mal. Pero siempre era una música que, en lugar de aportar una capa de sentido propia, se limitaba a acompañar. Y yo quería algo más. Ahí apareció Guillermo y de entrada noté que había entendido perfectamente lo que yo estaba buscando: la música tenía una vida propia, era como una película paralela, que más que ilustrar las imágenes dialogaba con ellas. Es un tejido muy complejo, en el que hay desde citas veladas a la banda de sonido de Superman (yo quería cierto tono épico que se correspondiera con las lecturas de Ezequiel) hasta golpes de música de thriller, pasando por cierto pop de los 80 y algún que otro eco de Bernard Herrmann, el músico de Vértigo, Intriga internacional y Psicosis”.
A quién podría sorprenderle la referencia a Hitchcock, si fue él el que dijo aquella famosa frase: “Yo no filmo pedazos de vida, sino porciones de torta”. Preparen las cucharitas, alisten los trajes de buzo: el mar está servido.

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