› Por Martín Pérez
En octubre se cumplirán treinta años de las elecciones que marcaron el fin de la dictadura. El domingo pasado, cuando iba caminando a votar en la mesa de mi barrio para las PASO, me acordaba de eso. Me acordaba de tener 16 años y querer entrar al cuarto oscuro. Sabía que aquel 30 de octubre de 1983 sería un día histórico, y estaba tan ansioso que, aunque todavía no tenía edad de votar, no me quise quedar en casa. Acompañé a mi viejo hasta su mesa, y los fiscales –comprensivos– me dejaron acompañarlo a elegir su voto.
Desde mucho antes de aquel día, mi viejo tenía una sana costumbre acaparadora: guardarse una boleta de cada lista de recuerdo. Eso me dio un poco más de tiempo para mirar el aula que hacía de cuarto oscuro, recorrer las mesas donde estaban expuestas las opciones, investigar los restos de algún corte de boleta, mirar los dibujos que adornaban las paredes de los alumnos dueños de ese lugar durante todo el año. Alguna vez imité a mi viejo, o le junté las boletas una vez que no pudo –o no quiso, no me acuerdo– ir a votar. Podía renegar del acto de votar, pero de no su colección.
Pero aun sin tener que cumplir con ningún pedido, desde aquella primera vez siempre me tomé mi tiempo en el cuarto oscuro. Siempre me gustó el rito. Me gusta ver a la gente caminando por la calle, yendo o viniendo de buscar su nombre en las listas pegadas en la puerta de las escuelas, hacer la cola ante su mesa, meter el sobre en la urna y después volver a casa.
Por eso es que me emociona leer sobre los pibes que fueron a votar el domingo pasado. Por eso entiendo también a ese pendex militante que tuvo enfrente a Macri y se negó a darle la mano para las cámaras. No me importa si el gesto entra o no dentro de los cánones de la buena educación o del buen civismo. Lo sintió y lo hizo. No creo que nadie le haya llenado la cabeza. No hace falta. Me lo imagino calculando qué hacer desde que vio el nombre de Mauricio en la lista de la mesa para la que sería fiscal, ensayando mentalmente el gesto, las palabras. Porque yo también fui a Feliz Domingo y soñé con poder dejar a Silvio Soldán sin peluca en medio de los festejos.
Mi viejo, que me llevó con él al cuarto oscuro aun cuando no tenía edad para ir a votar, seguro que hoy está en contra de que los chicos puedan votar a los 16 años. No sé qué se habrá hecho de su colección. ¿Aún la conservará? ¿La seguirá revisando cada tanto, desenrollando con cuidado aquellas largas tiras con nombres y logotipos de otros tiempos? ¿Podrá soportar guardar entre sus papeles esa otra boleta pequeña y atípica, a su pesar uno de los tesoros de su colección, en la que sólo se lee Perón-Perón? No me atrevo a preguntarle, como no me atrevo a preguntarle ya muchas otras cosas. Porque en su antipopulismo casi militante se ha encerrado en sí mismo, y llega incluso a renegar de cosas en las que antes creía. Como ir a votar, entrar al cuarto oscuro y guardarse todas las boletas.
El domingo pasado, mientras votaba, pensaba en los pibes y en mis 16 años, en mi viejo, su odio y su colección. Lo hice en un cuarto oscuro que ya no era un aula semivacía sino una pequeña parte de una habitación apiñada, no era cuarto sino tabique, un pequeño espacio en el que –salvo con la vista– no había espacio para recorrer.
Cuando salí con mi voto, una señora mayor esgrimía su documento ante los fiscales. Se llamaba Elisa Patrone y decía que ésa era su última vez. Pero no lo decía amargada, sino orgullosa por haberse pasado la vida votando. Lo había estado haciendo, subrayaba con una sonrisa, desde la primera vez que las mujeres habían podido votar en Argentina, cuando tenía apenas 18 años. Un fiscal pidió un aplauso para Elisa, y aplaudimos, claro que aplaudimos. Un aplauso para todos esos chicos y esos viejos, que quieren una vida para seguir votando.
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