Dom 18.08.2013
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PERSONAJES > PALOMA FABRYKANT, LUCHADORA DE MMA, PERIODISTA Y OCASIONAL AUTORA DE LITERATURA INFANTIL

TEMPLE DE ACERO

› Por Micaela Ortelli

El 7 de septiembre Paloma Fabrykant (Buenos Aires, 1981) dará su cuarta pelea oficial. Si gana, será su cuarta pelea ganada. Pero principalmente, será la cuarta vez que se enfrente al “pánico”, el “total arrepentimiento” y la “absoluta falta de motivación a producirle daño físico a mi rival. Lo cual es muy, muy complicado”. Es que un luchador de artes marciales mixtas (MMA según las siglas en inglés) necesita ser agresivo: debe pegar, taclear, hacer palancas, estrangular, inmovilizar. Así hasta ganar por knock-out, sumisión (rendición) o puntos, después de tres rounds de cinco minutos. Pero la actitud pacifista de Paloma no desentona con la idiosincrasia del deporte, antes mal conocido como “vale todo”. Lo que vale, en verdad, es el uso de las técnicas más efectivas de todas las artes marciales y sistemas de combate (se maneja un mínimo de tres: la combinación más común es kick boxing o muay thai para los golpes, lucha para los derribos y jiujitsu para los agarres en el piso), dentro de un reglamento que protege la integridad física del atleta. Por ejemplo, no valen golpes en la nuca o la tráquea, o patadas si el rival está tumbado. Por lo demás, los peleadores pueden considerarse artistas y ser todo lo creativos que deseen dentro de la jaula, lo que garantiza que el combate sea, además, un espectáculo entretenido y televisable.

Todo esto lo explica Paloma –con claridad y conocimiento absoluto de causa– en eventos, programas de televisión y entrevistas. Y de eso vive, en parte: de representar al deporte. También de las letras: colabora en medios gráficos y escribe literatura infantil por encargo o porque se le ocurre que una idea puede ser vendible. Su último libro se llama Brenna enfrenta la vida (Longseller, 2012) y cuenta la entrada en la adultez y la llegada del amor a la vida de esta adolescente fuerte e inteligente, de padre ausente y madre depresiva. Es una nouvelle fresca y emotiva que Paloma pensó para un público preadolescente.

Pero ella lo dice abiertamente: su amor al arte pasa por el entrenamiento –doble turno, todos los días– y el enfrentamiento en la jaula, que en Argentina todavía no paga ni para mantener el vicio. Sobre todo lo primero: “Soy realmente adicta al entrenamiento; si por una gripe o cualquier cosa tengo que parar unos días, me angustio mucho, no sé qué hacer con el cuerpo, me siento muy mal”. Por eso el miedo no es que le rompan esa hermosa cara: “La única lastimadura que me asusta es alguna que me haga parar de entrenar; los golpes se curan; si te rompen la nariz, se opera y se arregla; el dolor es feo, pero pasa”.

Hace diez años Paloma era un problema para su madre, la escritora Ana María Shua, que en cierta reunión de literatos en Alemania se descargó con Alan Pauls: “Estoy preocupada por mi hija, quiere ser karateka, tiene las manos hinchadas de pegarles a los estantes de la biblioteca”. Al poco tiempo, la hija bella y rebelde de la prolífica colega cubría los nuevos fenómenos en deportes de combate para este suplemento. Por entonces ya escribía una columna en la revista Viva, y en adelante le empezaron a pedir sumarios de otros medios; aunque los escenarios que le interesaban tampoco dejarían muy tranquila a la Shua: “Nunca se me dio por hacer periodismo cultural con la facilidad que habría tenido para conseguir los teléfonos de todos los escritores del país. Eso me emboló mucho siempre; a mí me latía el corazón cuando me metía en las villas, las cárceles, donde había un poco de peligro”, cuenta Paloma.

Cuando iba al colegio, odiaba la ropa de gimnasia, el polideportivo y la pelota: tener que correr atrás de una pelota. Se metió en judo para aprobar educación física; ése fue su primer contacto con las artes marciales: “Me encontré con un mundo que me abrió las puertas de otra manera, con una aproximación al cuerpo más respetuosa; no era el ‘eh, gorda, no agarraste la pelota’”. Pero después del secundario tomó rumbo conocido: se anotó en Letras, empezó a colaborar en el Sí de Clarín y escribió un libro con pretensiones de bestseller: Cómo ser madre de una hija adolescente, escrito por una hija adolescente. “Mi vieja me había presentado en Planeta, y yo pensaba que con eso me lanzaba como la joven promesa. Pasa que en 2001 el país se para y a todo el mundo le chupa un huevo mi libro.”

Paloma hizo lo que tantos en ese momento: se fue a la España de la vida nómade, los trabajos corta duración y la libertad. Pero la fantasía mochilera se extinguió pronto, y en menos de un año estaba de vuelta, con una mano atrás, la otra adelante y mucha energía contenida. Así andaba, otra vez en Filo, pateando bolsas de basura por la calle, cuando descubrió el karate. “Encontré una senda, algo que hacer con mi cuerpo y mi alma, como quien se mete en una religión.” Tenía 21 años; empezó a leer filosofía budista, las enseñanzas de los antiguos maestros (Lao Tsé, Gurdjieff), y a sentir rechazo por el mundo intelectual. Lo siguiente fue dejar la facultad: “La vida estaba pasando y nosotros tratando de entender a Derrida. En cambio, en karate yo sentía: ‘Esto es la vida, acá estoy haciendo, estoy siendo; no estoy diciendo’.”

Pasaron años y torneos. Y Paloma no ganaba ninguno. Su maestro japonés, que hablaba poco y nada, le dijo que no servía para pelear, que no tenía reacción. “Yo entendía que el karate no pasaba por ganar trofeos sino por elevar el espíritu, pero me hinchaba las bolas perder.” Con esa frustración y carnet de periodista llegó por primera vez a un torneo de vale todo. “Hace unos años a esto se lo veía como clandestino, como los locos que se agarran a trompadas adentro de una jaula. Pero yo con el background en artes marciales que tenía me di cuenta de que eran tipos que entrenaban muy disciplinadamente.” Se enamoró del deporte, de su complejidad, belleza y virilidad, y quiso probar. Durante cuatro años estudió jiujitsu y lucha; hoy es una de las únicas doce mujeres luchadoras de MMA del país, además de su principal activista.

“El campeón habla sin vacilar, apuntando con sus ojos directo a los míos. La mirada de un luchador se entrena tanto como sus brazos o sus piernas”, escribió Paloma en una nota publicada en Radar en 2004. El semblante en cuestión era el de Jorge “Acero” Cali, que entonces se consagraba campeón mundial de kick boxing en Argentina. La frase no podría sonar más premonitoria, ahora que la entrevistada es ella, y muestra –todo el tiempo– esos ojos espléndidos y desafiantes.

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