Dom 24.08.2003
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TESTIMONIOS

Buscando desesperadamente a Guzmán

En Sendero de sangre, estrenada esta semana, el actor John Malkovich cruza de este lado de la cámara para filmar en clave de thriller la captura de Abimael Guzmán, líder del grupo guerrillero peruano Sendero Luminoso. Tan apasionantes como esa historia de suspenso y violencia política son las peripecias que vivió su guionista, Nicholas Shakespeare -también autor de la novela La bailarina del piso de arriba, que dio pie al film–, mientras buscaba personalmente a Guzmán en el corazón de un país desangrado por el terrorismo. Entre Conrad y John Le Carré, el relato de Shakespeare, lleno de sonido y de furia, confirma la vieja superstición según la cual la vida –incluso la vida de alguien como Guzmán– imita al arte.

Por Nicholas Shakespeare

Unos quince años atrás, un niño que llevaba un bolso ingresó al Hotel Crillon de Lima, dio unos pocos pasos vacilantes en el lobby opulento y explotó en mil pedazos. No era éste un incidente aislado. Ya había colgado varios perros de los postes de alumbrado de la ciudad; un burro había estallado en un populoso mercado andino, causando terribles daños a los tenderos indígenas; y un pato aterrado había arrastrado una bomba casera al interior de un locutorio telefónico en Chimbote. Pero yo fecho el comienzo de mi obsesión en el suicidio de aquel chico. ¿Quién lo había enviado?
La pregunta me molestaba bastante más que unos granos de arena en un zapato. Yo quería comprender al personaje que acechaba tras esas acciones. Pero era difícil: un secreto absoluto envolvía a los revolucionarios. Porque eso es lo que resultaron ser. Cuando entraron al pueblo para cortarles la garganta a los representantes del gobierno, vestían balaclavas. Pero cualquiera podía estar debajo de esas máscaras. Un hombre –un norteamericano casado con una hermosa, despreocupada modelo de Cuzco- me contó cómo había levantado la cabeza del plato de su cena y se había encontrado con el rostro de su mujer en la televisión. “Estaba en la lista de los guerrilleros más buscados”.
Pronto un nombre empezó a acompañar las ejecuciones. Si había una pared cerca, el nombre solía quedar pintarrajeado con la sangre de la víctima. “¡Viva el Presidente Gonzalo!” Quién era este Gonzalo y qué quería, nadie en la capital lo sabía. No daba entrevistas. No había publicado ningún manifiesto. Y mataba a cualquiera que intentara averiguar algo sobre él. Cuarenta y dos periodistas, hasta ese momento.
Hay que destacar que yo no estaba al tanto de ese nivel de peligro cuando en 1987 salí en busca del Presidente Gonzalo. Mi motivación era escribir una novela con esa organización secreta como telón de fondo. No puedo negar que, para el periodista que había en mí, su negativa a dar entrevistas, tan a lo Garbo, funcionaba como una bandera roja. Pero una vez agotada la pista, yo sospechaba que habría una sola manera de sacarme la arena del zapato: el mecanismo de la ficción. Más allá de cierto punto, tendría que inventarlo todo.
Estar obsesionado por alguien que uno nunca ha conocido ni tiene probabilidades de conocer es una sensación curiosa. Ahora entiendo que es el estado normal del novelista. Durante dos años me sentí arrastrado por un pasaje estrecho, como si yo no tuviera voz en el asunto. Entre las pocas cosas de las que me enteré sobre el Presidente Gonzalo estaba su verdadero nombre: Abimael Guzmán. Era un austero profesor de filosofía que había tomado agua mineral en su luna de miel. Más allá de ese detalle, darle vida resultó una tarea muy difícil. Conocí a un médico que había asistido a su nacimiento; conocí a sus alumnos y profesores, pero todos hablaban de él como en susurros, la clase de susurro que la gente usa cuando no debería estar hablando. Guzmán había borrado casi todas las huellas de su existencia anterior con la misma atención al detalle que había puesto en su tesis sobre Kant.
El resto debía crearlo yo. Vaya uno a saber por qué, se me había ocurrido la imagen de un hombre en la habitación de arriba, acompañado sólo por sus libros y casetes, que de vez en cuando se levantaba para dar unos pequeños pasos de baile. Le atribuí un gusto por la canción popular, en particular por Frank Sinatra. “Después de todo –pensaba–, si sos la Cuarta Espada del Marxismo probablemente tengas debilidad por algo norteamericano.” Y me las arreglé para que viviera en una casa elegante cerca del Museo de Oro, en el área de Lima donde vivía mi familia. Este detalle era ridículo, por supuesto, porque según la policía él estaba en China (si es que estaba vivo, algo que ponían en duda).
Descubrí una sola cosa más. Se decía que Abimael Guzmán estaba enfermo. Como nadie conocía la naturaleza de su enfermedad, decidí concederle unapsoriasis. Me sigue pareciendo extraordinario, a la luz de lo que ha ocurrido, que haya elegido esa enfermedad en particular. Es algo que reivindica el proceso ficcional. Pero si uno absorbe los hechos que tiene a su alcance puede que cualquier cosa que conjeture tenga buenas posibilidades de acercarse a la verdad. Sea como fuere, yo había leído que Lenin sufría de una desagradable enfermedad cutánea, y eso me había dado algunas ideas sobre Guzmán, en particular sobre el modo en que su cuerpo -no importa las mentiras que él nos dijera o se dijera a sí mismo– insistía en decir la verdad. Y yo especulé con la idea de que Guzmán acaso hubiera pasado a la clandestinidad, al menos en parte, por simple vanidad humana. No quería que lo vieran con su rostro brotado de pústulas dolorosas, con forma de lágrimas. Ése, pues, era el telón de fondo de la novela que publiqué en 1989: The Vision of Elena Silves.
Yo volvía a Perú una o dos veces por año. El país estaba desgarrado por la guerra civil y yo viajaba con otro nombre. En mi imaginación, Guzmán seguía dibujando sus pasos en la habitación de arriba, frotándose la cara con sus ungüentos, observando por un agujero en la cortina los efectos de su revolución. Yo había tenido la esperanza de poder deshacerme de su sombra, pero no pude mantenerme apartado.
Un verano hice un telefilm sobre una peregrinación en el hielo cerca de Cuzco. Todo ocurría en un glaciar elevado, y la gente reverenciaba a los espíritus montañosos vestida con ropas extrañas. Corrieron rumores, que más tarde fueron evidencias, de que había habido sacrificios humanos. La ceremonia culminó con un espectáculo de adoración del sol. La experiencia, que me afectó profundamente, tendría consecuencias imprevisibles.
Se calcula que hasta ahora murieron unas 30 mil personas. Una vez, luego de dejar mi hotel en Lima, un coche bomba arrasó el edificio y mató a 27 personas. Aunque no había avanzado mucho en la captura de Guzmán, la policía hizo un pequeño descubrimiento: el refugio que había usado hasta hacía poco, cerca del Museo de Oro. Ahí estaban su biblioteca y sus botas; más tarde se encontró un videocasete con la primera imagen de Guzmán que nos llegaba en diez años. Grabada por una cámara inestable, su figura corpulenta, bien viva, aparecía bailando –probablemente borracho– la melodía de Zorba el griego.
En el verano de 1992, un vocero de Sendero Luminoso anunció que la revolución estaba a punto de triunfar. Guzmán fue capturado más tarde, en septiembre, sin disparar un solo tiro, mientras miraba televisión. Mi primera reacción fue de decepción: ¿cómo una figura tan potente podía quedar reducida a simple carne y grasa? Pero esa sensación cambió cuando me enteré de los detalles.
Lo habían capturado en una habitación que estaba encima de un estudio de danza. Y una de las razones por las que lo habían localizado era la enfermedad. Revisando las bolsas de basura, el policía que estaba a cargo del caso había descubierto unos paquetes vacíos de Kenacort. La extraña criatura del departamento de arriba, cuyas cortinas permanecían siempre bajas, sufría de una forma extrema de psoriasis: su cuerpo, como el de mi personaje ficticio, estaba cubierto de llagas supurantes.
Me descubrí volando a Lima una vez más. Otro argumento había irrumpido intempestivamente en mi cabeza. En mi primera novela había tenido que inventar mucho, y un asombroso porcentaje del material, extrañamente, se había vuelto realidad. Para esta novela esperaba contar con algunos hechos reales.
Nunca conocería a Abimael Guzmán. Nadie estaba autorizado a hablar con él. Lo habían metido en una jaula y llevado en bote a una isla; allí lo habían encerrado en una celda subterránea. De todos modos me las ingenié para hablar con tres personas que habían participado de este drama. Dos de ellas nunca antes habían contado su historia. Había tenido una suerte increíble. Al primero, un poeta, lo entrevisté en un parque. A lo largo del tiempo que vivió con la profesora de danzas, jamás se le había ocurrido que esa mujer joven y hermosa hubiera montado su estudio como fachada para esconder al líder de Sendero Luminoso. Todo el tiempo teníamos que cambiar de banco: los agentes de la policía secreta nos observaban disfrazados de jardineros. El poeta me contó de su affaire. Creo que todavía estaba enamorado.
El segundo era el tío de la bailarina, un inocente compositor que había quedado atrapado en el operativo policial. Había decidido visitar el estudio de danza la noche que arrestaron a Guzmán. Creyó que los enmascarados que lo ataban y le vendaban los ojos eran ladrones. Pasó la noche en el piso del estudio, atado junto a su sobrina; a la mañana, cuando le sacaron la venda de los ojos, se encontró de pie junto al hombre más buscado del Hemisferio Sur. Cabeceó con violencia en dirección a su sobrina, que en ese momento lanzaba golpes al aire y gritaba: “¡Viva el Presidente Gonzalo!”.
Ni el compositor ni el poeta habían podido hablar de aquella penosa experiencia. Recién ahora la contaban. Habían aceptado verme por el documental sobre la peregrinación en el hielo. Me dijeron –cada uno por separado– que la bailarina tenía una obsesión con esa ceremonia. Hablaba del asunto todo el tiempo; no pensaba más que en hacer una película. Había estado en el glaciar, tratando de filmar, al mismo tiempo que yo. Puede que nos hayamos filmado mutuamente.
Un día hablé con el policía que había arrestado a Guzmán. Ese hombre escrupuloso y modesto era, como su presa, un filósofo. Hablamos de las extrañas coincidencias que he mencionado antes y de cómo la ficción podía ser un guía confiable para dar con la verdad. Cuando le confesé el argumento que pretendía contar, y mi deseo de hacer que el detective se enamorara de la bailarina, el hombre echó su cabeza hacia atrás y se rió. Él también, de joven, había estado enamorado de una bailarina clásica. Se querían casar, pero ella le dijo: “Sólo si dejas la policía”. Él se tomó unos días para pensarlo y decidió que no podía renunciar a su vocación. Se separaron y nunca volvió a saber de la bailarina. Hasta el día en que capturó a Guzmán y recibió una llamada telefónica. “Tenías razón”, le dijo ella.
Éste es, pues, el telón de fondo de Sendero de sangre. Después de diez años espero haberme quitado toda la arena del zapato. No estoy seguro, de todos modos. Abimael Guzmán yace en una celda subterránea cerca de Lima, pero acabo de enterarme de algo muy desconcertante. Pintado en las paredes de Londres ha aparecido el rostro de un hombre de barba y anteojos. Debajo del puño alzado han escrito estas palabras: “Muevan cielo y tierra para defender al vida del Presidente Gonzalo!”
Pensando en escribir este artículo, salí a la calle a chequear el asunto. No tuve que caminar mucho: menos de doscientos metros. Ahí estaba su rostro, recién pintado, en mi calle.

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