Dom 22.09.2013
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PLáSTICA > LILIANA PORTER, EN EL MALBA

Una magia modesta

En su primera muestra individual en el Malba, Liliana Porter propone un recorrido por micromundos provocados por un pequeño hombrecito de cinco centímetros empuñando un hacha: se trata de uno de los protagonistas del elenco estable de la artista que esta vez, además de usar sus objetos, ha roto lozas, cerámicas y juguetes en delicadas escenas hechas añicos que remiten al juego destrozón de la infancia.

› Por Verónica Gómez

“Lloramos al nacer porque venimos a este inmenso escenario de dementes”, decía William Shakespeare. Y tan es así que es necesaria la infancia, aquel período tan parecido a una burbuja con paredes esponjosas, aquella edad dorada tan a menudo añorada y que, Freud mediante, supimos que de dorada tiene poco como preámbulo imprescindible para entender que ese escenario llamado mundo puede ser, después de todo, un sitio más o menos habitable. Y por qué no, amigable. Si algo distingue la infancia de otros momentos de la vida, es el protagonismo de los juguetes. Todo lo que importa, y lo que seguirá importando después, se está ensayando en el juego: desde desarmar un reloj y colarse en casas abandonadas hasta atender una tienda, intercambiar figuritas, quemar una hormiga con la lupa, jugar a la casita o salvar un muñeco de las voraces aguas de la Pelopincho..., el drama entero de la vida acontece en el escenario de la infancia. Pero esa patria de la imaginación infinita, la única patria verdadera según Rilke, llega algún día a su fin. Y sólo algunas profesiones parecen otorgarnos un pase libre a ese territorio, sin importar cuántas arrugas se nos despatarran en la cara. Una de ellas es, sin lugar a dudas, el arte. Basta asomarse al encantador abismo de lo minúsculo que Liliana Porter (Buenos Aires, 1941) nos ofrece en El hombre con el hacha y otras situaciones breves, instalación recién estrenada en Malba, para sentir al niño que llevamos dentro bailoteando de alegría.

EL GRAN ZAFARRANCHO

Situaciones tan frágiles como incontables se desparraman sobre una gran tarima blanca que estructura un recorrido principal y otros secundarios. La fuente de la que brotan a borbotones estas simpáticas situaciones es un piano desdentado y derribado que, si bien petit, por contraste con los seres pigmeos que lo secundan, se vuelve gigante. Desde el instrumento musical irrumpen –como un vómito meditado y amoroso o un abanico de sonidos posibles–, relatos, conversaciones breves, accidentes, acciones y una parafernalia de historias cuyo origen es un pequeño hombrecito, no más grande que un dedo meñique, empuñando un hacha. ¿Cómo es posible que alguien de tan enana estirpe haya provocado tanto alboroto? “Un pequeño gusano roe el corazón de un cedro y lo derriba”, apunta Diego de Saavedra Fajardo, el escritor español. La actitud de la artista causa ternura: hizo un gran zafarrancho y luego incriminó al hachero.

Recorriendo la instalación, nos arremete una curiosidad antigua, aunque olvidada, de tocar todo, y un intenso deseo de perder estatura para poder mirar los sucesos cara a cara, a pocos milímetros y a la misma altura.

Pero una voz nos pincha el globo.

“No tocar la tarima”, la advertencia de la cuidadora de sala nos saca del patio de la infancia y nos devuelve al museo.

“Mantenerse lejos de la tarima”, insiste.

Tan difícil es obedecer, resistir la tentación, que las insurrecciones surgen sin distinciones de edad. Mientras los niños saltan como picaflores, pegando la nariz a la tarima, los adultos, agachados para estar a la altura de las circunstancias, apuntan con celulares, iPhones y todo artefacto que sea útil para capturar una porción de gracia.

“¡Sin apoyarse en la tarima por favor!”, repite la cuidadora de sala, ya en tono suplicante. Una madre se apiada y hace causa con la solicitud de la trabajadora: “¡No se toca Juli!”, le grita a su hijita.

Descubrir los micromundos que componen la instalación lleva tiempo. Y todo invita a perderlo allí, gustosamente, con la mirada cautiva en una puesta en escena meticulosa donde las superficies brillantes de las porcelanas, las lozas, los metales y los polvos mágicos funcionan como espejismos y súbitos acentos de luz que nos indican que acaba de pasar algo. Por momentos el silencio es testimonio casi corpóreo de la perplejidad del público, que sonríe ante el espectáculo como si un dedo invisible estuviera activando alguna cuerda recóndita de la memoria.

UN BUEN BOCADO DE RATATOUILLE

La obra de Liliana Porter tiene la virtud de provocar en el espectador el mismo efecto que acomete a Anton Ego, el ceñudo crítico culinario de la película Ratatouille, al comer un bocado del plato de su infancia, aquella comida hecha con calor de hogar y que servía para conjurar toda la rudeza del mundo exterior. Al igual que un buen bocado de ratatouille, la obra de Liliana Porter reconforta. Y a partir de una seguidilla de gags, impecablemente colocados, sabe cómo mantenernos la sonrisa en vilo. En sus versiones más conceptuales, más puristas, donde pareciera primar cierta pretensión discursiva acerca de las trampas de la representación y los límites entre ficción y realidad, se vuelve menos interesante y la repetición del chiste se torna demagógica. Pero en “El hombre del hacha...” lejos está de la fórmula ya transitada. Más bien pareciera una inversión de la fórmula. Mientras antes las escenas protagonizadas por muñecos eran filmadas y editadas, ahora todo el bagaje objetual de Liliana Porter es puesto sobre la mesa, en vivo y en directo. Y si bien el ordenamiento del caos es extremadamente calculado, la cantidad de piezas hechas añicos nos hablan de una situación incontrolable: no sabemos con exactitud la reacción formal que tendrá un plato de loza al estrellarlo contra una pared o una figurilla de cerámica al asestarle un golpe de martillo en la cabeza. Pasado ese momento de incertidumbre, Porter reorganiza los fragmentos de la catástrofe. Las conjugaciones de elementos son de distinto tenor, como lo son las parentelas que cada objeto convoca con su presencia. Es una estrategia profundamente infantil: poner a convivir muñecos de distinta procedencia. Un niño no distingue la pureza de una raza, por así llamarla, sino que prevalece el sentimiento amistoso, donde la alternancia de escalas y materiales más o menos nobles se vuelve lógica. Así, símbolos políticos como la hoz y el martillo comunista resultan de la mezcla de una hoz verdadera y un martillo de juguete chino. Abundan los seres acéfalos, como el busto cuya cabeza ausente dialoga con un pingüino. También abundan las cabezas desperdigadas cuyos cuerpos se han extraviado. Las situaciones más complejas, como la gran maraña hecha con cuerda de nylon e hilo de papel, terminan en un personaje mínimo que parece ser el causante o el convocado a arreglar el entuerto.

Lo mismo sucede con la anciana señora que teje un tul gigantesco como una catarata celeste. O la lechera que derrama un río lácteo donde una Minnie Mouse desprevenida se pega una patinada fatal.

Todo personaje pareciera ser apto en el casting de Porter: Charly Brown y el Che, J. F. Kennedy, Mao y el pato de peluche. Sin embargo, es un universo no tan aleatorio y permisivo como podría parecer a simple vista. Raro sería encontrar en la instalación de Porter un Angry Bird, o una Monster High. Y esa falta de actualidad en los juguetes, adornos y souvenires seleccionados, esa antigüedad del ménage hecho escombros, le da un tono melancólico a la obra.

LA SUERTE ESTA ECHADA

Otra alusión constante en la instalación “El hombre con el hacha...”, y leitmotiv en la obra de Porter, es el tiempo. Graciela Speranza, en su ensayo “A contratiempo”, echa luz sobre el proceso de la artista: “Para que el hombre del hacha destruya, Porter, en la dirección inversa del tiempo, compone pieza a pieza los pedazos, reconstruye. Cierto que no consigue devolvernos las cosas intactas como en sus dípticos mágicos, pero puede que ahora quiera revelar el truco, disponiendo los muchos añicos que también ha guardado por algún motivo”, y más adelante continúa: “El tiempo de Porter es un tiempo en el que es posible destruir y a la vez componer, optar por una alternativa sin perder las otras, oír el diálogo de un pingüino con un salero, alumbrar a un hombre con un hacha y también a un jardinero que riega sus plantas en medio del desastre. Es el ambiguo tiempo del arte, que se parece al de la esperanza y al del olvido”.

Si la memoria afectiva altera el orden de los acontecimientos y agiganta o disminuye su escala, según el impacto emocional, la ciencia nos provee un arsenal de instrumentos para volver a medir el tiempo, a cuantificarlo y a orientarnos en el caos.

Porter juega cándidamente con esas reglas. Un montículo hecho de piedra caliza funciona como una isla-imán donde encallan los barcos y los relojes enloquecen. Instrumentos de medición y mapas de navegación resultan inútiles a la hora de evitar el desastre. Alguna fuerza sobrenatural descompone los artefactos. Los enchufes descansan huérfanos, desconectados de la fuente de energía. Mezclados entre los restos del naufragio, libros de campamento y de niñas exploradoras nos recuerdan lo inútil de cualquier intento de transformar en un ámbito doméstico la estancia en la naturaleza salvaje. O más bien, que esa transformación es un juego, que cuando el timbre anuncie el final del recreo la magia desaparecerá.

La inmensa cantidad de dados y mini-dados y cartas de poker que se cuelan en los intersticios de cada relato escenificado parece recordarnos que cuando las leyes de la física se suspenden, quedamos librados al azar. También los baldes oxidados de buscadores de oro y plata aluden al sueño de obtener una fortuna donde la suerte juega un papel primordial.

Decía Louise Bourgeois: “Mi infancia no ha perdido nunca su magia, ni su misterio, ni su dimensión dramática”. A diferencia de Bourgeois, donde la infancia es un baúl que se revuelve para desempolvar traumas oscuros, la infancia de Porter, aún estallada en mil pedazos, es una infancia elegante, graciosa, mucho más cercana a la vitrina que al baúl.

El hombre con el hacha y otras situaciones breves
Liliana Porter
Del 13 de septiembre al 18 de noviembre
Malba-Colección Costantini
Av. Figueroa Alcorta 3415

El hombre con el hacha y otras situaciones breves. Instalación. Técnica mixta sobre tarimas horizontales. 11 m x 6 m x 65 cm

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