MúSICA > LA CANTAUTORA CHILENA PASCUALA ILABACA Y SU RECORRIDO POR LA CANCIóN FOLKLóRICA DE AMéRICA LATINA
› Por Juan Ignacio Babino
Primero, alguna imagen. Por ejemplo: ella sobre el techo de una casa de Valparaíso, un sonido dulce brotando de su acordeón. De fondo, el chaperío colorido de las casas. Segundo, alguna palabra que ayude, que la contemple. Nómada, quizá. Porque ella es así, así es su música. Porque así nació, porque así se crió. Pero, por suerte, se puede decir de ella mucho más que una sola palabra.
Pascuala Ilabaca Argandoña –tal su nombre completo– nació en viaje, mientras sus padres –los artistas Gonzalo Ilabaca y Pilar Argandoña– recorrían España. Al poco tiempo volvieron a Chile, donde vivieron hasta que Pascuala cumplió seis años y empezaba ya a aporrear algunas canciones en el piano que le habían regalado en motivo de su cumpleaños. Allí, otra vez el camino; un derrotero que llevó a la familia a recorrer medio mundo: Europa, un par de años en la India, Chile de sur a norte, otros lugares de Latinoamérica recorriendo carnavales, compartiendo casas con gitanos y gitanas, la adolescencia en México –donde, por ejemplo, trabajó de modelo viva–, la educación informal. Lo más cercano a la educación clásica fueron apenas algunas clases de oyente en alguna universidad y algunos años en la Católica de Chile. En México, además, abrazó por primera vez algo que jamás soltaría: el acordeón. “Es mochila y piano a la vez”, dijo en más de una oportunidad sobre su instrumento.
La identidad de esta chilena de veintisiete años se construyó en el camino, en el viaje: su cuna fue una maleta, su habitación –por momentos– el asiento trasero de una furgoneta. Aprendió a tomar la teta, a caminar, a leer en medio de algún viaje, donde el recorrido la encontrara, algún punto entre tanto andar. Hizo el amor por primera vez estando de viaje. Una palabra. Quizá, la errancia, que la encuentra afincada en Chile, más precisamente en Valparaíso, recién a sus veinte años. En 2005 participó de un compilado que reunía a algunos compositores emergentes de la escena de esa ciudad.
Hay que decirlo: Pascuala es “violetaparrista”, como ella misma suele definirse. Y no necesariamente porque su primera producción –Pascuala canta a Violeta (2008)– haya sido de puras versiones de Violeta Parra. Sino porque se reconoce en sus canciones, en sus maneras, un puente que lleva directo hacia aquella chilena: el folclore, los colores, el hondo cantar de ambas, el dolor, la alegría. El disco –que se agotó en pocos meses– no pretendía mucho más de lo que anunciaba su título: simplemente cantar las canciones de Violeta. Sin más, sin menos.
Hay que decir, también, que además de “violetaparrista”, Pascuala es hermosa. Si no, mírenla bailar: esos ojos color café, esos rasgos hindúes encima, la cara luminosa, la sonrisa irresistible, esa trenza larga y negra cayendo por su espalda, los brazos en cruz, inquietos, todos los colores en su ropa; sus caderas, su cuerpo, una fiesta. Pura sensualidad latinoamericana. En 2009 volvió a la India pero ya no con su familia sino con su pareja, Jaime Frez, quien además es percusionista y baterista de Fauna, la banda que la acompaña. Vivieron un año dedicados casi exclusivamente a recorrer y a estudiar música. Allí tomaron clases de canto con el maestro Pandith Pashupatinath Mishra. A su vuelta, fascinados por todo lo vivido y las músicas que habían conocido –pararon mucho tiempo en la ciudad de Varanasi– grabaron el disco Perfume o veneno, en el que mezclan composiciones propias con algunos sonidos y cantos populares y tradicionales de la India.
En 2010, además, editó Diablo rojo, diablo verde, un disco que, ya desde el título y con el sonido de su acordeón bien al frente, es un recorrido por la musicalidad folclórica de esta parte del continente. Tanto en la música –hay cuecas, coplas, trotes andinos, lamentos– como en sus letras: define su propia chilenidad en “Los Hielos” (“Nací de tus elementos, corazón de alcachofa y dulce de chirimoya, tengo. Tengo la estrella del sur en la frente), homenajea a los mapuches en “Machi” y a Valparaíso en “Lamenta la Canela”, a los carnavales y a la mujer andina en la bailantera “Ay mamita, mamita” (“Ay mamita, mamita déjame tocar tu trenza, sombrero de terciopelo morenada fortaleza”). “Frida lleva la petaca, la guitarra, la Violeta, a estas mujeres artistas les han puesto oídos sordos en dos países machistas, festejaron a dos gordos”, canta en “Violeta y Frida”.
En el documental Crear en viaje, la música de Pascuala Ilabaca (Alejandra Fritis Zapata, 2012) ella explica que los viajes son realmente inspiradores y que casi todas sus composiciones nacieron así. Mucho de eso se respira en Busco Paraíso –editado a mediados de 2012 y presentado durante una larga gira europea el mismo año–. El disco reafirma la búsqueda sonora de Pascuala: su voz y su acordeón siguen siendo la identidad latente, sigue habiendo ritmos tradicionales latinoamericanos –aires de tango, cuecas, valsecitos, cumbias–, como la imbatible y poderosa “Carnaval de San Lorenzo de Tarapacá”, ante la cual hasta el más acérrimo amante de este género caería rendido, pero esta vez suena un poco más arriesgado, desprejuiciado, ecléctico: ciertas sonoridades jazzeras y balcánicas, una amplia variedad de instrumentos y timbres, temas más largos, con más lugar para los solos, un tanto más eléctrico. Esa esencia nómada se siente en sus discos. Su música es tan chilena, tan del folclore chileno como del mundo, de todos lados. Tan de aquí, de allá y de todas partes. Mestiza. De Sur a Norte, de Oeste a Este. Alegre, fecunda, pero también apesadumbrada.
Por último, otra imagen. Ella, hermosa, refulgente como cada vez, los pies en la arena, el mar mojando la costa porteña de Valparaíso y casi sus pies, el bañado horizonte al fondo, mudo el acordeón contra su pecho, entre el baile y el llanto. Como la tierra que, al ritmo de sus canciones, también baila, ríe y llora.
Más información, música y fechas –visitará otra vez Argentina en el Festival de la Música de San Juan, el próximo diciembre– en http://pascualailabaca.com/
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